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¿Y darle una oportunidad de mirarle la cara? Mejor que no. No estaban las cosas para lanzar al viento sus precauciones ni, tampoco, su sombrero. Sin dar ninguna respuesta, Angel se lo caló aún más y bendijo la banda elástica, oculta bajo el moño.

En el punto del grupo más alejado de ella, otro hombre con hábito empezó a perorar. Era difícil oírle por encima del fragor de las olas, aunque, de vez en cuando, el viento le traía a Angel algunas palabras. «Naturaleza», «belleza», «reunión».

«Familia.» Angel bajó la cabeza e inspiró una profunda bocanada. El aire le dejó un sabor salado en el paladar, parecido al de las lágrimas.

Una mano grande le estrechó con fuerza las suyas.

Angel dio un salto y levantó la barbilla. Bajo el sombrero de ala ancha que llevaba, pudo ver las gafas de sol de Cooper Jones.

– Nos han dicho que nos demos la paz -le explicó.

Haciendo caso omiso, apartó la mano y levantó la vista para mirar al resto de los presentes. Todo el mundo se estaba dando la mano excepto ella, y todos la miraban.

Avergonzada, hizo lo que tenía que hacer con la mujer que tenía a su izquierda. También hizo un amago con Cooper, apenas rozándole los dedos para que pareciera que se estaban dando la mano.

Cuando el oficiante comenzó a recitar una especie de bendición, Cooper volvió a acercársele.

– ¿Qué ocurre? Si no es tan importante.

«Si no es tan importante.» Eso mismo le había dicho ella en la iglesia, justo antes de preguntarle por la viuda de Whitney. En fin, el tipo sospechaba de ella, muy bien. Y no era probable que lo tranquilizase si sus manos volvían a tocarse. Con una vez era suficiente. La mano de él era demasiado grande, demasiado cálida, demasiado rotunda.

Aquel era el problema con los hombres; creaban dependencia.

Sumida como estaba en aquellos pensamientos, se perdió el «amén» del final. Solo pudo percibir que el orador de la ceremonia requería a la concurrencia que se colocara en fila, con Angel a la cabeza y Cooper a sus espaldas, como una sombra fiel.

Apartándose un centímetro más se prometió que, una vez terminado el acto, se aseguraría de no volver a coincidir con aquel hombre.

En aquel momento el oficiante se le acercó llevando en las manos un cofre de madera profusamente tallado.

– Y ahora una última petición para satisfacer los deseos de Stephen -anunció con voz bien clara-. Después regresaremos al hotel para el refrigerio.

Al detenerse frente a ella, Angel dio la espalda al mar para mirar al que había hablado. Lo vio sonreír con un rictus afable al tiempo que levantaba la tapa del pequeño cofre.

– Toma un poco con ambas manos -ordenó- y lánzalo a las aguas.

Angel oteó el contenido del cofre, tras lo cual sintió un sobresalto en el estómago. ¿Cenizas? Cenizas. Y se suponía que debía tomarlas con ambas manos y lanzarlas al mar.

Las cenizas de su padre.

Notó que el estómago se le revolvía.

No significan nada para mí, se convenció, avergonzada por sus visibles titubeos. Ni siquiera me acuerdo de Stephen Whitney, así que no pasa nada. Notaría su ingravidez, su insignificancia, apenas una presencia en las manos. Y, sin embargo, no era capaz de deshacer el agarrotamiento de los brazos.

– Al mar -la urgió el oficiante-. Stephen quería que sus últimos cuadros corrieran libres sobre las olas.

Sus cuadros.

Sus obras. Angel se relajó y, casi aturdida por el súbito alivio, introdujo las manos en el cofre, las juntó para recoger las cenizas y dio un paso hacia el borde del acantilado.

Se detuvo y se miró los puños, cerrados con delicadeza, y sintió la materia laxa y suave adhiriéndosele a la piel. El alivio se evaporó y el estómago se le contrajo con un nuevo espasmo.

Entonces, ansiosa por liberarse de las cenizas, de la situación y de él, dio un paso amplio y apresurado hacia delante y abrió las manos. Mientras las cenizas se elevaban arremolinándose en el aire, notó que el suelo cedía bajo los pies.

El corazón le dio un vuelco. Trató de volverse mientras sus zapatos pugnaban por aferrarse al desmenuzado borde del acantilado.

Una mano apareció ante ella, una mano de hombre.

Hubo un pulso entre el instinto y la experiencia, que se resolvió en el instante en que perdió pie. Para salvarse, debía alcanzar, agarrarse, confiarse a Cooper Jones.

Se habría encargado mi cuñado, pensó Cooper Jones, si no estuviera muerto. Mientras rondaba por el restaurante del hotel, en la terraza, se fijó en el pequeño grupo que había asistido a la ceremonia, rubricada con la ridiculez de las cenizas. Había sido como tirar el dinero por el maldito acantilado.

Pues claro, vaya si había sido como tirar el maldito dinero por el maldito acantilado. Notó la tensión atenazándole el cuello, y tomó unas cuantas inspiraciones hondas. Los funerales presidían su lista de «A evitar» y deseó haber hecho lo propio con aquel.

Habría podido relajarse en casa y preocuparse por la estupidez financiera en que se empeñara Stephen al comprometer hasta el último centavo en una arriesgada empresa mercantil y dejar dicho en el testamento que se quemaran todas sus obras inéditas. Se había destruido todo un año del prolífico trabajo del artista, cuadros que bien podrían constituir un seguro contra las inversiones de Stephen, tal vez desafortunadas.

Si Cooper hubiera sido el abogado de Whitney, habría insistido en retirar aquella cláusula del testamento, aunque, como su especialidad era el derecho penal y no las herencias, no había sabido nada del asunto hasta que fue demasiado tarde. Como resultado, la seguridad a largo plazo de sus hermanas y su sobrina quedaba a expensas de la fluctuante fama del artista.

Aquella solapada ansiedad suya quizá se debiera al resquemor que le había inspirado la mujer del sombrero negro junto a la que había estado en la iglesia y de nuevo en el acantilado. Algo le dijo que le causaría problemas.

Una vez más, escrutó a la adormecida concurrencia que poblaba la terraza y se tranquilizó al comprobar que no había rastro de la mujer. Se había vuelto esquiva desde que le diera la mano en el borde del acantilado, y, con suerte, ya se habría marchado para no volver. Pero, demonios, esperaba no tener que arrepentirse de haberla rescatado.

– Tío Cooper.

Se dio la vuelta al oír la voz de Katie, cuya absoluta inexpresividad se prolongaba desde la muerte de su padre. Al ver que intentaba pasar de largo, alargó un brazo y la atrajo hacia sí.

– ¿Qué tal estás, pequeña? -le preguntó mientras la apretaba con fuerza-. Yo no era mucho mayor que tú cuando murió mi padre y todavía sé lo duro que es. -Durante aquel último año, su recuerdo no había hecho más que redoblarse.

Katie se dejó abrazar durante un momento, mientras bajaba los hombros y profería un leve suspiro, pero luego volvió a apartarse con la misma expresión vacía.

Cooper se pasó una mano por la cara. La única ocasión en que la había visto animada había tenido lugar aquel mismo día, en el exterior de la iglesia, cuando había intercambiado unas palabras con aquella mujer, y eso fue algo que volvió a crisparle los nervios. Efectuó un nuevo examen de la terraza.

– ¿Me necesitabas para algo, cariño?

– Mamá quiere ver a tía Beth. Pensaba que estaría por aquí.

– Yo diría que está dentro. -Cooper bajó la vista hacia su sobrina y le palmeó la barbilla-. Ve y dile a mamá que yo buscaré a Beth. Después, ¿qué te parece si traes un refresco y algo de comer y nos sentamos tú y yo en algún sitio a ver el atardecer? -Durante el año anterior había aprendido a considerar que el día concluía con éxito si compartía con su sobrina la puesta de sol.

Después de que Katie partiera a lo que le había encomendado, Cooper se dirigió a la puerta trasera del hotel. La abrió y cruzó el recibidor, echando un vistazo a las puertas que se abrían a uno y otro lado. Tres de ellas más allá, en un pequeño cuarto amueblado con una mesa y dos teléfonos públicos, encontró a Beth sentada en un sofá, llorando en los brazos de la mujer del sombrero negro.