– No, por favor -le decía la mujer a su hermana, con una nota de temor en la voz-, no llore.
Con la sospecha de nuevo erizándole la nuca, Cooper entró en la estancia.
– ¡Beth! ¿Estás bien?
El rostro de su hermana se mantuvo oculto bajo un montón de pañuelitos, pero la otra mujer reparó en su presencia y se levantó.
Sus gestos expresaban una pecaminosa culpabilidad.
– ¿Qué diablos pasa aquí? -inquirió él.
– Yo también me alegro de verte -repuso la mujer.
Sí, claro. Después de la breve conversación que habían mantenido en la iglesia, ella le había dejado entrever que también compartía sus recelos. Cruzó los brazos sobre el pecho y enarcó una ceja.
– ¿Y bien?
– No sé qué ha ocurrido. -Ella miró a Beth y le dio unas palmaditas en el hombro, un tanto torpes tal vez por la blanquecina bola de pañuelitos arrugados que sujetaba con la mano-. La he encontrado así cuando he venido a llamar por teléfono… No tengo cobertura en el móvil.
Qué se le iba a hacer. Al parecer, Beth se había derrumbado y perdido el equilibrio emocional en el que se había estado columpiando durante la semana. La había visto esforzarse por mantener la calma, y supuso que le había estado ocultando sus pesares a Lainey, quien, en calidad de viuda, tenía derecho a monopolizar las lágrimas. No obstante, Beth necesitaba en aquel momento el consuelo de Cooper.
Y él se lo daría, sí, justo después de vérselas con la mujer del sombrero negro.
Ella tal vez le leyó las intenciones en el rostro, pues no tardó en reaccionar. Se estremeció, dio un paso a un lado, murmuró «Pues nada, me voy», y se encaminó hacia la puerta.
– Espera un momento -dijo él, reteniéndola.
No iba a perderla de vista, no hasta que aplacara su engorrosa susceptibilidad tras averiguar con exactitud quién era ella y qué estaba haciendo allí. Le puso una mano en un hombro.
Cuando él la tocó, su hombro desnudo se tensó, pero él no sintió casi nada aparte del tacto sedoso de la piel. Le pareció que le respondía con una súbita calidez y, como hacía mucho que no tocaba el cuerpo de una mujer, flexionó instintivamente los dedos.
Ella emitió un débil quejido y se volvió hacia él.
– ¿Qué? -protestó.
A pesar de que siguiera sujetándola por el hombro, él era demasiado alto, o ella demasiado baja, para que Cooper alcanzara a distinguirle el rostro bajo el ala del sombrero, excepto por la suave piel y los labios, carnosos. Apenas podía apreciar un poco de la nariz, pero no veía nada del cabello, que quizá fuera corto o lo llevara recogido bajo el voluminoso sombrero.
Recorrió con la mirada el vestido sin mangas, que le cubría con recato el pecho y la cintura; sugería más que mostraba, y le llegaba apenas a la mitad del muslo. La tela de gasa que bajaba por la falda, con la probable intención de hacer que pareciera recatada, no hizo más que llamar la atención de Cooper sobre las piernas, blancas y desnudas.
Sin medias, estúpido, no desnudas.
Sin embargo, aquella noción de desnudez le permitió sentir un placentero pálpito ya medio olvidado, un extraño redoble en el pecho.
Y junto a aquello, el temor, que volvía a instalársele en la nuca con su gélida tenaza.
Pese a ello, intentó abstraerse y limitarse al contacto con aquella piel. El hombro de ella se curvaba adaptándosele a la perfección a la mano, y era tan semejante a tomar un pecho que, sin saber lo que hacía, comenzó a acariciárselo. Entonces creyó oír que ella suspiraba.
Aquella pequeña reacción provocó que el corazón le latiera con mayor fuerza mientras recorría con la mirada las piernas de la mujer, descubiertas, imaginando que se internaba entre los muslos y los separaba para regalarse la vista, el tacto, el cuerpo. Su corazón volvió a latir con fuerza con un nuevo redoble acompañado de una alarmante tensión que empezó a acumulársele en la nuca. El siguiente latido recorrió la espina dorsal como un escalofrío.
Y, pese a todo, no era capaz de dejarla marchar.
Aquello fue lo que más lo perturbó. La soltó tan de repente que Angel dio un respingo. Él se llevó al bolsillo la mano culpable, la izquierda, y allí la cerró para asegurarse de que no se le había entumecido.
– ¿Estás bien? -preguntó ella al tiempo que reculaba un paso.
Él quiso reírse, aunque no iba a ser una risa agradable.
– Soy incorregible -murmuró-. Vete.
Las dudas que entonces creyó percibir en la mujer tal vez se debieran a su imaginación, pues, en un santiamén, ella se marchó dejando tras de sí tan solo el aroma de su perfume. Cooper se sorprendió al comprobar que, tras más de un año alejado de la ciudad, reconocía aquel perfume de chica sofisticada: Alegría.
Tras librar su atención de la mujer que acababa de marcharse, Cooper se volvió hacia su hermana.
– ¿Qué te ocurre? ¿Puedo ayudarte?
Beth sacudió la cabeza. Había dejado de llorar y, pese a ello, se estremecía con cada inspiración.
– Algún modo habrá. -A pesar de las oportunidades que le había dado la vida en los últimos tiempos, Cooper no se resignaba al desconsuelo, del tipo que fuera-. Querrás que te diga algo, que haga algo.
– Lo siento. Sé que no estoy ayudando. -Beth alzó la cabeza y se restregó las mejillas-. Sigo haciéndome preguntas, reflexionando, recordándolo todo.
Recordando el accidente en que Stephen había muerto, supuso Cooper. Lainey también le había hablado de eso y le había preguntado si Stephen habría sentido dolor. Pues, vaya, sí, tenía que doler que te golpease un camión que fuera a ochenta kilómetros por hora. Y también estaba seguro de que los últimos momentos de Stephen habían sido aún más dolorosos, pues entonces debió de darse cuenta de que estaba a punto de dejar atrás a quienes amaba. De todos modos, no tenía sentido contárselo a ninguna de sus hermanas.
– Hay que darle tiempo al tiempo -afirmó, a falta de un consejo mejor-. Lainey te está buscando -anunció, tras un breve silencio.
– Lainey. -Beth se enjugó las lágrimas mientras otras nuevas acudían a sus ojos-. Oh, Dios, Lainey… Vuelvo a no hacerlo bien con ella.
Un hombre apareció en el vano de la puerta y llamó la atención de Cooper.
– Judd -dijo este último.
Si alguien podía remediar el pesar de su hermana, ese era Judd.
Sin decir palabra, Judd se acercó a Beth con un movimiento ágil que recordaba a los ejercicios de tai-chi que practicaba. Tenían nombres poéticos como «mano de nube», «viento que rola» u «hojas del loto», y Cooper tituló «tigre que encuentra una flor» a la maniobra que Judd efectuó al arrodillarse a los pies de Beth y tenderle las manos.
Entre ellos ocurrió un intercambio inarticulado y, a la vez, palpable. Judd diría que era su «chi»: la energía vital que se mueve a través de todos los seres vivientes. Cooper decidió que Judd tenía derecho a llamar a aquello como le viniera en gana, pues lo cierto fue que, con su solo contacto, Beth se relajó. Las lágrimas cesaron, sus mejillas recuperaron el color y su respiración se tornó pausada. Vaya que sí; el yin de Judd había equilibrado el yang de Beth.
Sintiéndose innecesario -aunque agradecido-, Cooper se levantó del sofá.
– Ya estoy mejor -murmuró Beth-. Gracias.
No se molestó en averiguar si le hablaba a él o a Judd, sino que abandonó la habitación para dejarlos solos. Tenía que acudir a la cita con Katie y la puesta de sol, que, incluso en un día como aquel, le traería un cierto sosiego.
Sin embargo, al abrir la puerta y salir a la terraza supo que no iba a haber crepúsculo del que disfrutar. Se había levantado la niebla, y jirones húmedos y grises revoloteaban entre las mesas, parecidos a espectros. Habían encendido algunos calefactores de exterior y quienes allí estaban se habían sentado en grupos en torno a ellos.