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A Beth le costaba respirar.

– No puedo quedarme a la exposición. No puedo quedarme a contemplar cómo la gente se pasea entre mis secretos y mi vergüenza.

Judd desvió la mirada y esta vez fue ella la que intentó averiguar qué le estaba pasando por la cabeza. Siempre habían sido capaces de comunicarse, pero solo hasta donde él se lo había permitido. Aunque la actitud calmada de Judd, tan distinta a los aires de grandeza de Stephen, siempre le había resultado atractiva, en ocasiones la hacía sentirse una egoísta.

Ella recibía pero nunca daba.

Igual que Stephen había recibido de ella y de su hermana. Y conociéndolo, era muy probable que hubiera justificado su comportamiento con el argumento de que un artista necesita una musa, o el de que una mente artística se alimenta de pasiones.

Y, por supuesto, Stephen fue un hombre encantador, dotado de un talento extraordinario para llegar a la fibra sensible de la gente. Pero ahora que ya no estaba, Beth comenzaba a verlo con mayor claridad.

Cogió otro de los cuadros y se ensañó con el papel que lo envolvía. No se sentía tan furiosa desde el día en que avanzó en dirección al altar, hacia el hombre que amaba, como dama de honor de su hermana. Pero el enfado volvía a aflorar, abriéndose camino entre las capas de culpa y arrepentimiento con las que intentaba sofocarlo. Otro tirón brusco y el cuadro vio la luz.

De inmediato, Beth apartó los ojos de la criatura rubia que ocupaba todo el lienzo. Dispuesta a seguir con su trabajo, recorrió la habitación en busca del lugar apropiado para colgarlo.

El lugar apropiado para colocar otro cuadro más de su pequeña. Rubia, como Stephen. De ojos azules. No había ni un solo rasgo de ella en aquella niña, tantas veces dibujada.

– ¿Cómo pudo? -Ya había amanecido y empezaba a hacer calor. O quizá fuera la ira de la que finalmente era capaz de liberar su alma-. ¿Cómo pudo casarse con mi hermana y tener una aventura conmigo? ¿Cómo pudo dejarnos preñadas a las dos? ¿Cómo pudo pintar un bebé con tanto… tanto amor si ya no existía?

Judd la miraba, atento.

Beth se acercó a él, encendida por la rabia.

– Llevo media vida pagando por mis errores. Me quedé para vigilar a Stephen y asegurarme de que no se aprovechaba de Lainey ni de ninguna otra mujer. Me quedé porque quiero a mi hermana y a mi sobrina. Y también porque… -Confesarle aquello a Judd sería un error-. Pero ya me he cansado. No quiero quedarme por el sentimiento de culpa ni por una amistad que nunca llegará más lejos.

Beth se dio la vuelta para salir pero Judd la agarró de la muñeca. La soltó y ella volvió a mirarlo.

– ¿Por qué me besaste, Judd? ¿Por qué?

El hombre la observaba con la misma expresión de impotencia que cuando le había hecho la pregunta el día anterior.

Beth soltó una risa ahogada y amarga que sonó a llanto.

– Muy bien. No me lo digas. Pero yo ya estoy harta de guardar secretos. Y no lo voy a hacer más. Ni uno solo.

Dispuesta a enfrentarse a la verdad, recorrió una vez más los cuadros del bebé. Sintió un nudo en el estómago. Y dolor. Dolor por la pérdida.

Pero tenía gracia. Cuando los miraba le costaba identificar en ellos algún tipo de pérdida. Los lienzos eran muy bonitos, preciosos, y la criatura dibujada parecía sana y vital.

Entonces pensó que aquella niña no era su hija sino un producto de la imaginación de Stephen, de su don artístico, de la bondad que había en su alma, pese a los muchos defectos que pudiera tener.

Se fijó en el gesto inexpresivo de Judd y volvió a sentir dolor. Dio media vuelta y se marchó sin decirle adiós.

Judd se la quedó mirando. ¿Qué es lo que había dicho? ¿Que no iba a guardar ni un secreto más? Mierda, mierda. La idea de que se pudiera marchar lo había dejado tan impresionado que a punto había estado de olvidarse del resto.

Se apresuró a seguirla y en la entrada de la carpa se dio de bruces con Angel. Ambos se sujetaron para mantener el equilibrio.

La tenue luz del amanecer se reflejaba en su melena.

– El mundo parece haberse empeñado en hacerme caer -murmuró.

Judd le apretó los brazos y la miró a los ojos.

Como si intuyera su pregunta, Angel le devolvió una mirada atenta.

– Lo siento, pero no he podido evitar oírlo todo.

Sin pensar, Judd dijo:

– No sé qué hacer. -Su voz era grave, arenosa, muy áspera-. La amo.

– ¿Me lo estás preguntando? Bueno, pues aquí va lo que yo siempre digo. -Angel cerró los ojos-. La verdad. Cuando ya lo sabes todo tienes que decir la verdad.

18

Judd encontró a Beth en la cocina de su casa. No le apeteció llamar a la puerta con los nudillos ni con la campanilla y prefirió caminar alrededor de la casa y utilizar la puerta de atrás para entrar por su cuenta.

Una vez ante ella, se quedó mirándola, en silencio.

Seguía sin saber qué hacer. Nada de lo que había aprendido con sus religiones y filosofías le servía para saber a qué atenerse.

Beth alzó la vista desde el lugar en el que estaba, junto a la mesa. El recién llegado vio que tenía una mejilla manchada, el flequillo cayéndole en desorden sobre los ojos y un roto en la costura de la camiseta. Se quedó boquiabierto, pues nunca antes había visto a Beth en una condición que no fuera la pulcritud llevada al extremo.

Al contemplar la cocina y ver los platos sucios en el fregadero, un extenso rastro de algo que podría ser mantequilla de cacahuete en la encimera, normalmente impoluta, y medio dedo de café quemándose en la cafetera, su sorpresa no hizo más que incrementarse.

Se adelantó para apagar el fuego y descubrió a Shaft, que oteaba con desconfianza desde la esquina del pasillo. Ambos, gato y hombre, se miraron y se hablaron de esa manera en que lo hacen los animales -del género masculino- mudos. «No me mires -le espetó sin preámbulos la criatura-. No pienso razonar con ella. Los gatos que hablan, los de las películas, son capaces de hacer cosas extraordinarias, pero yo soy un gato real, y, como tal, poco puedo hacer por ella.»

Judd se volvió hacia Beth. Estaba inclinada sobre la mesa, escribiendo con rapidez en una hoja de papel.

Se le acercó, nervioso; estaba escribiéndole una carta a Lainey.

Arrastró los pies para llamar su atención y, como eso no funcionó, se sentó junto a ella, en una silla. Ella continuaba ignorándole, así que resolvió quitarle el bolígrafo de la mano.

Beth ni siquiera parpadeó, sino que tomó otro bolígrafo de un cajón de la mesa justo en el mismo momento en que él alcanzaba una hoja de la pila contigua al cajón. Los dedos de ambos se rozaron.

Uno y otro apartaron las manos.

Uno y otro comenzaron a escribir en sus respectivos folios.

Al acabar, Judd hizo resbalar su hoja en dirección a Beth.

Ella la apartó de la mesa, sin siquiera abrir la boca.

El papel fue revoloteando hasta la puerta mientras ella seguía escribiendo, palabra tras palabra, la carta. Haciendo acopio de autocontrol, Judd, malhumorado, se hizo con una nueva hoja y escribió una línea, para después presenciar cómo Beth se deshacía de lo que le estaba diciendo de un manotazo.

Al tercer intento fallido, Beth habló sin dirigirle la mirada:

– No te molestes, no pienso leerlo.

Judd cerró los ojos. Cálmate. Trata de no perder el equilibrio. Intentó relajarse encomendándose al silencio de la habitación y dirigiendo sus pensamientos a su estado original de pureza y claridad zen. Pero los latidos del corazón le palpitaban en los oídos, su propia respiración rasgaba una y otra vez el silencio, y, como colofón, el reloj de pared iba marcando los segundos que le restaban a su última oportunidad.

Movió los labios; una vez, dos veces.

– Pues entonces tendrás que oírlo.