Presionó contra él y ladeó ligeramente la cabeza, rogando en silencio que no dejara de besarla.
– ¡Vaya! -Cooper la soltó, desconcertado-. ¿Y a qué viene esta demostración?
Angel lo abrazó pasándole los brazos por el cuello.
– Volvamos a la cama. -Podían apagar las luces, correr las cortinas e imaginar que en el mundo no había nadie más que ellos.
Él la miró con reprobación y le apartó un mechón de pelo de la cara.
– Has sido tú la que se ha levantado para hacer tu patrulla matutina.
– Hagamos como si no lo hubiera hecho. -Angel se puso de puntillas y lo besó en la parte baja de la barbilla-. Empecemos donde lo habíamos dejado.
Cooper sonrió mientras jugueteaba con los rizos de la nuca de Angel.
– Suena tentador, pero no puedo…
– Te necesito -susurró ella, con la intención de que su voz no revelara la desesperación que sentía. Si no podía retroceder en el tiempo, al menos podría pararlo.
– Angel…
– Cooper. -Ella abrió mucho los ojos en un intento de aparentar la fragilidad e inocencia que todos le suponían, con tanta pericia que consiguió que le temblase el labio inferior-. ¿Es que no me has oído? -Se arrodillaría si hacía falta; le rogaría-. Te necesito. -Cada vez hablaba con mayor soltura.
Cooper soltó una carcajada.
– Por un instante casi me engañas -repuso, mientras la apartaba de sí con una amistosa palmadita en la nalga-. Pero Angel Buchanan no necesita a nadie, de eso estoy seguro.
– Pero… -titubeó Angel, mirándolo a los ojos.
– Vamos, cariño. -Le propinó una nueva palmadita-. Lo bueno se hace esperar y está bien que así sea. Ahora soy yo el que te necesita.
El hombre se echó a caminar pero le llevó unos pasos darse cuenta de que ella no iba con él.
– ¿Qué, vienes? -preguntó, dándose la vuelta-. Tenemos mucho que hacer porque Judd se ha marchado con Beth.
– ¿Marchado? -Angel lo alcanzó-. ¿Marchado adónde?
– Judd tiene un apartamento en Pebble Beach -explicó Cooper, arqueando las cejas-. Se han tomado unos días de descanso.
– ¿Ahora?
– Se han marchado hará unos quince minutos, y han hecho bien. Solo hay un tiempo, y es el presente.
El presente. Angel caminaba con paso titubeante mientras pensaba ansiosamente en el futuro. La esperaba San Francisco y sus quehaceres cotidianos, y lo que decidiera hacer con ellos.
– Con lo cual -continuó diciendo Cooper-, estamos a cargo de Tranquility House.
Angel se paró.
– ¿Estamos?
– Calla. -Cooper la tomó de la mano y fingió espiar los alrededores con la mirada-. Recuerda que tenemos que dar ejemplo.
– Sigo sin tener claro por qué hablas de nosotros.
A pesar de lo que acababa de decir, Angel permitió que Cooper la empujara para que siguiera caminando.
– Porque… -dudó con gesto inescrutable-… porque es mi obligación y quiero que tú estés a mi lado. ¿Te parece razón suficiente?
Sí, suficiente para sofocar las objeciones de Angel. No sabía qué decirle ni qué decirse a sí misma a tenor de lo que Cooper acababa de afirmar.
Por lo tanto, primero le ayudó a quitar el bufet del desayuno y luego a organizar el de la comida, que, después, de nuevo, le ayudó a recoger. No tuvieron tiempo de nada excepto de beber un vaso de agua fría antes de volver a ejecutar toda la maniobra para la cena. No dispusieron ni de un minuto a solas, pues los huéspedes no dejaron de entrar y salir del edificio comunitario durante la tarde.
Angel no solo agradeció estar ocupada, sino también, y por primera vez, la norma del silencio. Gracias a ella, podía pasar todo el día trabajando al lado de Cooper sin temor a que se le escapara alguno de sus secretos… incluyendo sus sentimientos hacia él.
Sentimientos confusos, en los que se alternaba tristeza, amor y nostalgia, que, en caso de expresarse, provocarían que sus últimas horas juntos se tornaran intranquilas e incómodas. Angel quería que él recordase la última noche de ambos con cariño.
Al final del día, los platos de la cena estuvieron recogidos y las encimeras limpias, y Angel se dejó caer en uno de los bancos y apoyó la cabeza en los brazos. La estancia estaba desierta, así que se arriesgó a quejarse en voz alta.
– Me parece que tengo tofu bajo las uñas.
– Pobrecita. -Cooper se le acercó y le acarició el pelo-. Pero no pienses todavía en descansar. Nos queda una cosa por hacer.
– Encárgate tú. Yo me quedo a dormir aquí.
– Te prometo que solo será un momento. Luego iremos a la cama.
En su ronca voz se distinguía la gravedad de una promesa. Y Angel, además, no estaba en disposición de negarse una noche más con él.
Cooper debió de identificar la impaciencia en los ojos de Angel, pues se rió en tono bajo y confiado mientras la levantaba de su asiento y la conducía al exterior, a la noche plagada de estrellas. Cuando tomó la dirección de las carpas de la exposición, Angel se resistió.
– ¿Adónde vas?
Sin detenerse, Cooper la empujó para que caminara y se metiera por la abertura de la carpa en la que estaban los cuadros.
– Beth me hizo prometerle que vendría aquí a echar un vistazo.
Angel oyó un chasquido y, justo después, las luces se encendieron.
Le recordó lo ocurrido al levantarse, antes del amanecer, cuando se había dado cuenta de que…
Sus pensamientos se evaporaron cuando se fijó en lo que había en el interior de la carpa. Ya había visto los cuadros hacía una semana, pero entonces les había prestado escasa atención. Allí estaban, frente a ella, enmarcados y colocados sobre enormes paneles cubiertos de seda color vainilla. Los paneles estaban situados formando leves ángulos y colgados de una serie de barras o vigas que, a su vez, contaban con diversos puntos de luz enfocados a cada uno de los lienzos.
Destacando sobre el carácter neutro del fondo, las pinturas de Whitney, luminosas y fascinantes, captaron todos los sentidos de Angel.
Y también los niños -o, más bien, la niña- que mostraban.
Comprendió de inmediato que todos los cuadros estaban dedicados a una misma niña retratada a distintas edades. Había dos o tres lienzos que ilustraban a una mofletuda recién nacida, y otros en los que aparecía a sus cinco o seis años, a los siete, a los nueve. Angel recordó en aquel instante la galería de San Luis Obispo y se estremeció. ¿Era aquella la criatura que faltaba en la serie «Los niños perdidos»?
¿Podía ser que…?
– ¿Angel?
– ¿Qué, qué pasa? -inquirió, mirando a Cooper.
– Estás… -él le examinó la expresión-… no sabría decirlo.
Ella consiguió sonreír, mantener la calma, convencerse de que aquellos cuadros no eran lo que sospechaba.
– Estoy bien. -Nada, ni tan solo aquellas obras, iban a estropearle su última noche con Cooper.
Él asintió y echó un vistazo en derredor.
– Todo está listo para mañana. Los monjes del monasterio van a enviar una furgoneta para recoger a los huéspedes antes del desayuno; Lainey hará lo que suele hacer: irá a Carmel a darles la bienvenida a los invitados y volverá en el primer autobús; y, también, después de que los huéspedes se hayan marchado y antes de la llegada del primer autobús, se presentará el personal del servicio de bar. Cuando la exposición termine…
– Volveré directamente a San Francisco. -Angel no sabía por qué acababa de decir aquello. ¿Para poner a Cooper a prueba, tal vez?
– Me lo imagino -repuso él con lentitud.
Y si alguien no había superado la prueba, aquella era Angel.
– Aquí hace calor -anunció.
– Pues vayámonos. -Cooper titubeó y volvió a mirar los cuadros-. Oye, hay algo en estos lienzos que me resulta familiar.
Angel tragó saliva.
– Cooper. -No podía permitir que él la relacionase con Stephen Whitney, no en aquel momento, no aquella noche, su última noche-. Cooper…