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– ¡Tío Cooper!

Ambos se sobresaltaron al oír la voz de Katie, que acababa de entrar en la carpa.

– Estáis aquí -dijo la muchacha-. Os estaba buscando.

– ¿Qué quieres, pequeña?

– Caray. -La mirada de Katie saltaba de un cuadro a otro-. Cuando mamá me los enseñó no les hice mucho caso, pero puestos así…

Cooper se le acercó.

– ¿Cómo estás? ¿Bien?

– ¿Quién es… ella? -inquirió la niña.

– No lo sé -contestó su tío.

Angel sintió simpatía por la chiquilla, cuya expresión iba pasando de la curiosidad al descontento, y de ahí a la indiferencia.

– A mí nunca me pintó -anunció Katie.

Cooper no era capaz de traicionar ninguna emoción excepto el amor. Le sonrió a su sobrina y la rodeó con un brazo.

– Ay, Katie, Katie. Ya sabes lo que te decía cuando tú te quejabas por eso. Tu papá confesó que no era capaz de reproducir la belleza viviente que, junto a tu madre, ya había creado.

Y con eso, la condujo al exterior de la carpa. Angel los siguió en silencio, pendiente de cómo reconducía su conversación con la niña y se extendía sobre el calor que había hecho durante el día, el calor que hacía aquella noche, para por fin llamarle su atención en cuanto a que Judd le había pedido que fuese a buscar a los gatitos de su cabaña y se los llevara a su casa.

Una vez que los animales estuvieron en su jaula de plástico y listos para efectuar el traslado, Cooper le dijo a Angel que iba a acompañar a su sobrina hasta su casa.

– Volveré enseguida -le murmuró al pasar a su lado-. Espérame en la cama.

Angel se fue a su propia cabaña para regalarse una ducha fría. Haciendo caso omiso de la pequeña mesa y de lo que había en ella, se puso su bata de noche y el camisón, y salió a la agradable quietud de la noche.

Se metió en la cabaña de Cooper, se despojó de la bata y se deslizó entre las sábanas de la cama. Cómodamente instalada sobre las almohadas, trató de apartar cualquier pensamiento de la cabeza y se prometió dedicarle a Cooper una última noche que jamás podría olvidar.

Cooper caminaba por el sendero, entre las cabañas de huéspedes, hacia la suya. Y hacia Angel. Si ella hubiese desobedecido las órdenes y no estuviera en la cama de él, entonces, por una vez, estaba dispuesto a olvidarse de la buena educación y del sentido común, e ir a buscarla.

Aquella era su última noche.

No quería pensarlo demasiado, pues le dolía que lo fuera, así que se concentró en lo que estaba a punto de ocurrir. Estaba ansioso por tocarla, por sentir la piel de la mujer, el peso de…

– ¡Cooper!

Miró a un lado y a otro.

– ¿Señora Withers? ¿Va todo bien?

La tenue luz que salía por la puerta se le reflejaba a la anciana en el pelo y se lo teñía de amarillo.

– He oído algo.

– ¿Algo? -Cooper se le acercó-. ¿Un animal?

– Un zumbido.

– ¿Un zumbido? -Cooper frunció el entrecejo y, luego, un poco avergonzado, se rió; había ido tarareando «Hakuna Matata»-. Lo siento. Creo que he sido yo. Me gusta tararear cuando estoy… -¿Contento? ¿Estaba contento?-. Es una costumbre.

– No, no ese tipo de zumbido -corrigió ella-. Algo electrónico, procedente de la cabaña de la periodista, esa señorita Buchanan.

La anciana acompañó sus palabras apuntando con el índice la cabaña de Angel.

– Oh, vaya, ya veo.

¿Un zumbido? De repente, Cooper se acordó de algo que Angel le había dicho la noche de su llegada y, ruborizándose, se la imaginó con aquel vibrador que ella había dicho que tenía.

Un tanto aturdido, carraspeó y volvió a concentrarse en la señora Withers.

– ¿Y desde cuándo oye ese, bueno, ese zumbido?

– Desde hace unos minutos, cuando venía de vuelta y pasaba por su cabaña. Ve, hijo, y haz algo. Para eso están las normas.

– Por supuesto, estoy de acuerdo, señora Withers. -Cooper empezó a retroceder y estuvo a punto de tropezar con una raíz traicionera-. Me ocuparé de ello.

Casi echó a correr hacia la cabaña de Angel con el corazón en la boca. ¿Tendría ella algo especial para la última noche, un as escondido en la manga? ¿Sería una sorpresa? Con aquellas dudas ocupándole el pensamiento, llamó a la puerta y, como nadie fue a abrir, giró el pomo. Ella no debía ignorar que él iba a buscarla.

Sin embargo, allí no había nadie y ello supuso una leve decepción para Cooper. Al mirar la mesa, sin embargo, advirtió que allí sí había algo. El ordenador portátil de Angel, a pesar de tener la pantalla apagada, emitía un débil zumbido.

Ay, diablilla. Sonriendo para sus adentros, se acordó de que le había devuelto sus pertenencias cuando ella iba a marcharse, y que se había olvidado de pedírselas de nuevo cuando la periodista decidió quedarse.

Se acercó a la mesa y paseó un dedo por la estructura plástica del aparato. En su casa de San Francisco tenía un modelo parecido. El zumbido, a aquella distancia, era claramente audible.

Sofocó una carcajada, inspirada por lo que estaba escuchando. Un zumbido. Le recordaba su necesidad de trabajo, de investigación, de ley. Vaya, amaba aquello. Lo echaba de menos.

Mientras seguía palpando el ordenador, cerró los ojos. Se lo había confiado a Angel y era muy cierto: era un idealista. Ya fuera a causa de lo último que le había dicho su padre -«Haz siempre lo correcto»-, o porque su exagerado sentido de la justicia lo hubiese convertido en un adicto, el caso era que había estado fascinado por su trabajo.

Al día siguiente, cuando Angel partiera, perdería aquella otra cosa que le había proporcionado una fascinación pareja a la de la abogacía.

¡No, no podía ser!

Hizo un aspaviento con la mano para apartar aquella idea. De súbito, tal vez al haber tocado sin querer alguna tecla, el ordenador emitió un pitido y la pantalla se iluminó y mostró una página llena de caracteres.

Las palabras se le hicieron comprensibles de inmediato. «Stephen Whitney», «mi padre», «abandono», «adulterio».

Cooper leyó el documento entero.

Traición.

19

Angel no podía dejar que todo terminara de aquella forma.

El tiempo que estuvo esperando a Cooper le sirvió para convencerse de ello. Aquella noche hacía calor, y el fino camisón que llevaba se le pegaba al cuerpo, no tanto por la temperatura ambiente, sino por lo que estaba a punto de suceder entre ella y Cooper.

A pesar de su naturaleza tímida, aquella noche quería sentirse muy cerca de él. Tenían que estar cuerpo a cuerpo desde el primer instante.

Decidida a ello, se quitó el camisón por la cabeza y lo tiró al suelo. Entonces se recostó contra las almohadas y cubrió su desnudez con la sábana. Su corazón y su mente cabalgaban al galope mientras consideraba una y otra vez su rechazo a implicarse con un hombre y las razones por las que aquel era demasiado bueno como para alejarse de él.

Sin embargo, Cooper no parecía demasiado preocupado por su inminente partida. No hacía ningún plan para que volvieran a verse cuando regresara a su bufete de abogados en San Francisco. ¿Por qué?

Porque, probablemente, él no albergaba los mismos sentimientos.

Aunque, en el fondo, Angel tampoco se creía aquello. ¿Acaso no le había dicho «quiero que estés a mi lado» aquella misma mañana? Seguro que también la querría con él al día siguiente. A la semana siguiente. Al mes siguiente. Su corazón le decía que así era; el mismo corazón en el que ella había descubierto su amor por él.

En ese caso ¿por qué iba a dejarla marchar?

Porque «Angel Buchanan no necesita a nadie». Eso también se lo había dicho.

Si él la dejaba ir era porque ella no había dado muestras de lo mucho que necesitaba que la retuvieran. El chirrido que hizo la puerta de la cabaña al abrirse la sobresaltó. Le empezaron a temblar las manos y las juntó con fuerza para disimular sus nervios. Pero entonces las separó y apoyó los temblorosos dedos en el regazo. Al fin y al cabo, ¿no había llegado a la conclusión de que intentar esconder su vulnerabilidad solo serviría para que Cooper la dejara escapar?