Irguió la espalda y se marchó.
A la mañana siguiente, Cooper se encontraba en el aparcamiento, ayudando a los últimos huéspedes a subir a la furgoneta del monasterio. Hacía un calor asfixiante y el fuerte viento, muy seco, agitaba las ramas de los pinos y silbaba entre el follaje de los robles.
Cuando se disponía a regresar a Tranquility House, sus ojos se detuvieron en el coche de Angel. Miró en su interior y en el asiento trasero reconoció las bolsas y maletas que había cargado hasta su cabaña la noche en que llegó.
A pesar de todo lo sucedido, no pudo evitar esbozar una sonrisa por los recuerdos que le vinieron a la mente: la animada cháchara de Angel, la decepción en su rostro cuando le mostró la austera habitación, las artimañas que había utilizado para que no le confiscara el secador.
Ojalá pudiera hacer retroceder el tiempo. Eso era algo que había deseado poder hacer en muchas ocasiones desde que sintió el primer dolor en el pecho, pero en aquel instante lo que quería era volver a un momento posterior a los ataques de corazón y las operaciones.
Al momento en que todavía no había descubierto el verdadero pelaje de Angel Buchanan.
Su identidad.
Lo que fuera.
Oyó pasos sobre la gravilla y se dio la vuelta. Allí estaba ella, con el pelo enmarañado por el viento y una expresión de recelo en su mirada azul. Cuando sus ojos se encontraron con los de Cooper, estuvo a punto de perder el equilibrio. A él le pareció oír el chasquido de una cerilla que se acababa de encender. Hasta el aire parecía inflamado.
Angel apartó de él los ojos y se fue derecha hacia el coche. Cooper decidió no hacer caso a la combustión que flotaba en el ambiente. Arrastrando los pies, comenzó a alejarse en sentido contrario. Al fin y al cabo ya se habían despedido, ¿no?
Así era, y él no quería saber nada más de ella. No quería pasar ni un segundo más a su lado.
Puede que algún día recordara el calor de su cuerpo, lo mucho que le había hecho reír o cómo el cabrón de su cuñado la había abandonado a su suerte.
Apretó los puños y dio media vuelta. La observó mientras cargaba el portátil y el maletín en el coche y cerraba la puerta de un golpe brusco. Llevaba pantalones negros ceñidos, una camiseta sin mangas del mismo color y sandalias de tacón. Era una chica de ciudad.
Mientras se acercaba a ella, la imaginó en una de las calles de San Francisco. Reconocería aquella mata de pelo a metros de distancia y entonces se abriría paso entre la multitud para llegar hasta ella. Se imaginó asiendo con fuerza su maletín, dispuesto a enfrentarse a una marea humana de turistas y hombres de negocios pegados a su móvil para conseguir acercarse a ella.
Imaginó también millones de detalles relacionados con la dificultad del caso que estaría llevando, los muchos recursos y apelaciones que volvían loco a cualquiera, las constantes decisiones que había que tomar cuando se estaba al mando de un bufete de abogados. Sin embargo, cuando volvió la atención a Angel, los problemas se esfumaron de su mente. Cerca de ella, embriagado por su fragancia, el mundo le parecía un lugar maravilloso en el que el orden de prioridades estaba muy claro: primero vivir, después trabajar. Se acercó a ella y apoyó la mano en su hombro.
Angel se volvió y realidad y fantasía se dieron de bruces. ¡Mierda! Pero ¿qué estaba haciendo? ¿Cómo se había permitido acercarse tanto? Aquella mujer se había aprovechado de él y de su familia.
La llama del rencor seguía encendida en su interior y Cooper era incapaz de apagarla. Al contrario, cada prueba que encontraba de su culpabilidad no hacía más que avivarla. Aquella mujer le había traicionado. Había traicionado a su familia. El artículo que había escrito los hundiría en una crisis económica y emocional de la que tardarían largo tiempo en recuperarse. Y quizá entonces él ya estuviera muerto.
No estaban en la ciudad, él ya no ejercía de abogado y Angel no era la luz de su vida. Estaba a punto de marcharse y con ella todo lo que fuera que le había aportado.
Sin embargo, quedaba un punto por tratar.
Con los ojos clavados en Cooper, Angel se apoyó en la puerta de su coche para mantener el equilibrio. No conseguía calmarse y soltó un profundo suspiro. El aire le supo a humo, seguramente, pensó, por la ira que ardía en los ojos de Cooper.
– ¿Qué quieres? -preguntó, intentando mostrar aplomo. No iba a permitir que la viera pasarlo mal. Ni sufrir. Ni llorar.
Jamás permitiría que la viera llorar.
Despeinado por el viento, Cooper se metió las manos en los bolsillos y le dirigió una mirada de indiferencia.
– Llámame tonto, pero no se me ha ocurrido hasta ahora mismo qué es lo que se esconde tras todo esto. Ahora creo que ya lo entiendo. El abogado de Stephen es John Abbott, del bufete Baker & Abbott, en Monterrey. Te pedirá pruebas, claro está. Supongo que tendrás un certificado de nacimiento en el que conste que Stephen es tu padre. Aun así, tendrás que presentar una prueba de ADN.
– ¿Una prueba de ADN? -preguntó atónita.
– Estoy seguro de que Abbott no permitirá que Lainey llegue a ningún tipo de acuerdo económico contigo si no la presentas. Yo no lo haría.
– ¿Crees que quiero llegar a un «acuerdo económico»? -Por primera vez desde que había terminado el artículo sobre Stephen Whitney, Angel volvió a sentirse invadida por la ira-. ¿Crees que he venido aquí en busca de su dinero?
Cooper ni siquiera pestañeó.
– ¿Por qué si no?
– Venía en busca de la verdad -espetó-. El mundo estaba a punto de canonizarlo y yo quería saber quién era el auténtico Stephen Whitney.
– ¿Y qué has averiguado?
Angel dirigió la mirada al portátil y al maletín que había colocado en el coche. Junto a ellos, en el suelo, había una mochila de la que asomaba el montón de anotaciones e informes que Cara había reunido en su investigación.
¿Que qué había descubierto?
Angel cerró los ojos y agachó la cabeza.
– Que fue un padre cariñoso… y que no lo fue. Que fue un marido afectuoso… y que no lo fue. -Abrió los ojos-. Que fue un farsante.
– Un poco duro, ¿no crees?, sobre todo viniendo de alguien que llegó aquí mintiendo sobre su identidad.
Aquello la encendió.
– Yo no mentí. Soy periodista.
– ¿Y te metiste en nuestras vidas y nos hiciste preguntas en calidad de periodista? -Cooper se acercó a ella-. ¿Qué querías saber exactamente?
Angel se inclinó tanto sobre la recalentada puerta del coche que sintió que estaba a punto de fundirse en ella. Aun así, mantuvo los ojos clavados en los de Cooper.
– Cuando tenía doce años quería ser Bob Woodward y me he dejado la piel para convertirme en el tipo de periodista que saca a la luz toda la verdad y no duda en contarla. ¿Qué más da que Stephen Whitney fuera mi padre? Sé cómo ser objetiva.
– ¿Objetiva? -Aunque la voz de Cooper sonó fría y contenida, tenía un matiz de furia que se clavó en ella como un cuchillo-. Trabar amistad con mi familia, con mi sobrina, ¿es eso lo que hace una periodista objetiva?
– ¿Tu familia? A mí tu familia no me… -El viento le cubrió la boca con un mechón de rizos. Y sí, su familia le importaba, por mucho que se esforzara en negarlo. Le había resultado tan fácil introducirse en el reducido círculo familiar de Cooper…
Círculo al que ella no pertenecía.
Lo cierto era que no le sorprendía que estuviera tan enfadado. Cooper daría lo que fuera por proteger a la gente que quería.
– ¿Y qué me dices de acostarte conmigo? -inquirió-. ¿A eso también lo llamas ser objetiva, o fue solo un sacrificio por el bien de tu artículo?
Angel se estremeció.
«Periodistas golfas.» En la facultad, era así como llamaban a las mujeres que se acostaban con una fuente para obtener información.
– No ha sido así -susurró.
– ¿Ah, no? Entonces, ¿cómo ha sido, Angel? Porque me encantaría saber cómo coño ha sido.