20
La mirada de Cooper pasó sobre Angel y se concentró en la carretera que se alejaba tras ella. El polvo no se había aposentado porque no se trataba de polvo.
Humo, era humo. En aquel momento, con sus sentidos ya recompuestos, lo veía, lo olía. El incendio había sido la constante amenaza del verano y constituía el más terrible de los castigos que la naturaleza podía infligirle a Big Sur. Las trombas de agua y los corrimientos de tierra eran males de envergadura y, sin embargo, bastaban unos vientos malintencionados y aquellos inaccesibles cañones para que una llama que prendiese en la hierba seca llegara a convertirse en un incendio generalizado.
– ¿A qué distancia está? -Cooper ya se había echado a correr en dirección a las instalaciones de Tranquility House-. ¿A qué distancia? -agregó, gritando sobre el hombro.
Angel lo alcanzó a duras penas, sofocada.
– No se me dan muy bien las distancias -le contestó-. Tal vez a medio camino hacia la carretera.
Solo a unos ochocientos metros. Bueno, vale. Piensa, Jones, piensa en algo. Beth y Judd estaban a salvo, lejos, y, en aquellos momentos, Lainey debía de estar llegando a Carmel. Los huéspedes estaban en el monasterio. De pronto, el miedo lo golpeó sin piedad.
– ¡Katie! -Se paró en seco y asió a Angel por los hombros-. Katie está sola, en la casa.
– ¡Dios mío! -gritó Angel.
– Vamos, Angel, piensa. ¿En qué dirección se movía el fuego?
La aludida estaba temblando de la cabeza a los pies.
– Hacia el sudoeste. Venía desde el sur y avanzaba hacia el mar, hacia nosotros.
La casa de los Whitney estaba al norte, a una gran distancia del fuego; lo que sí estaba cerca era el teléfono del hotel.
– Escucha -le ordenó a Angel-. Puesto que no podemos ir por la carretera, tendrás que atajar por el sendero y llegar hasta Katie. Yo iré hasta el hotel, avisaré por teléfono del incendio y después me reuniré con vosotras dos.
– ¡No! -Angel lo zarandeó-. Tú y yo seguimos juntos.
Él sacudió la cabeza y se separó de la mujer.
– Cuanto antes dé el aviso, mejor será para todos nosotros. -Señaló con el índice la dirección de la casa de los Whitney-. Vamos, vete, ¡corre!
Ella, un tanto aturdida, se quedó donde estaba.
– No, Cooper, no lo hagas, no me dejes sola.
Sin hacer caso del quebradizo tono con que había hablado, Cooper le dio un empujón para instarla a obedecer.
– Eres tú la que me deja, ¿vale? -le espetó con rudeza-. Tú eres la que me deja para ir a ayudar a Katie.
Angel, obstinada, se resistió.
– No voy a hacerlo.
El olor a humo, en aumento, volvía denso el aire. Cooper notó que los ojos se le estaban resecando y que le escocía la nariz al respirar.
– Angel, tienes que ir. -Intentó alarmarla con el tono de voz-. Hazlo por Katie. Por favor.
– Katie. -El nombre de la niña hizo su efecto en la tozudez de Angel, que, entonces, tomó aire, examinó con la vista el sendero que se extendía ante ella y concluyó, dirigiéndose a Cooper-: Por Katie.
Sin esperar más, Cooper se volvió y se lanzó corriendo hacia Tranquility House. A Angel le llevaría al menos el triple de tiempo llegar hasta donde la niña se encontraba, aun en el caso de que se propusiera ir al máximo de lo que le permitían las piernas. Una vez allí, él ya habría llamado al servicio de emergencias y estaría de camino hacia ellas.
A no ser que el fuego lo cercase.
Angel llegó a la puerta principal de la casa de los Whitney a la carrera y la aporreó con ambos puños.
– ¡Katie! -Se apartó el pelo de la frente, pegajosa y prieta a causa del sudor evaporado por la sequedad del ambiente, y golpeó de nuevo-. ¡Katie!
La puerta se abrió y, con ella, la recién llegada recibió una súbita oleada de aire frío. Katie observó a Angel con un par de ojos muy abiertos.
– Estás aquí -dijo.
– Fuego. -Angel comprobó que la carrera la había dejado sin aliento-. Cooper.
Katie asintió.
– Me ha llamado desde el hotel y me ha dicho que venías hacia aquí.
– ¿Entonces está bien? -inquirió Angel, que se apoyó en el marco de la puerta para darse un respiro.
– Ha dicho que le esperáramos aquí, pero que si nos preocupábamos, que cojamos el coche y vayamos hacia el norte -contestó la niña, que le mostró un juego de llaves de automóvil que tintineaban en sus dedos.
Angel apaciguó un poco sus ánimos, traspuso el umbral y cerró la puerta tras de sí.
– Bueno, lo esperaremos -anunció tratando de que su voz manifestase decisión y calma-. No tardará mucho.
Pero estar calmada en aquella situación era como quedarse quieta sintiendo en la nuca el aliento de un monstruo. Pese a ello y por el bien de Katie, se sentó tranquilamente junto a la ventana del salón para estar al tanto de la llegada de Cooper. Sin embargo, a medida que fueron pasando los minutos y que cada vez le costaba más ocultar los temblores que la recorrían por todo el cuerpo, instó con voz sosegada a la niña a que subiera al piso de arriba.
– Mete en una bolsa todo lo que necesites para pasar la noche fuera, por si acaso Cooper cree que debemos marcharnos.
Katie estaba asustada, pero Angel fingió no notarlo. Lo último que quería era contagiarse del miedo de la niña. Con el suyo propio ya tenía suficiente.
Echó una ojeada por la ventana. ¿Dónde estaba Cooper?
Debería estar allí a los veinte minutos de llegar ella, incluyendo el par de llamadas telefónicas. Pero ¿no había estado sentada allí al menos durante ese tiempo? Tal vez habían transcurrido ya veinticinco minutos, o treinta, o una eternidad.
Me estoy muriendo.
Recordó las palabras que el hombre le había dicho y su expresión implacable. Pero él no se estaba muriendo, ¡no se estaba muriendo! Y ella no podía estar pensando en aquello, no podía estar acordándose de que él le había dicho que jamás la amaría.
– ¡Angel!
Se levantó de un salto al oír la voz de Katie, a la que vio bajar las escaleras a toda prisa.
– ¿Qué pasa, qué pasa?
– Ahí fuera. -Katie la tomó de la mano y la condujo a través de la cocina y las puertas, hasta la zona de la piscina-. Mira.
Estaba nevando. Pero no, por Dios, no eran copos de nieve sino de ceniza. Se precipitaban desde el cielo, empujados por un viento que soplaba desde el sur, desde Tranquility House.
Como pétalos de flores, las cenizas caían a cámara lenta y se posaban por todas partes: en las losas de la terraza, sobre las sombrillas, las butacas y la parte superior de los setos, entre las flores de los geranios e incluso hasta en el agua de la piscina. También se adherían a los cabellos de ambas mujeres. Angel intentó sacudírselas a Katie a pesar de que un nuevo chaparrón se cernió sobre ellas y se vertió sobre el techo del vestidor de la piscina y sobre los pinos que circundaban uno de los lados de la terraza.
– ¿Qué hacemos ahora? -preguntó Katie, empequeñecida y perdida ante los acontecimientos, casi como una niña pequeña.
Claro, Katie era una niña pequeña. Al recapacitar de aquella manera, a Angel se le hizo un nudo en la garganta y, sin embargo, se volvió para darle la espalda a la pálida carita y a los ojos agrandados.
– Utilizaremos agua -replicó, adoptando una actitud fría y técnica.
Desde luego, no tenía ni idea acerca de la idoneidad de su propuesta, pero, al menos, tenían que hacer algo. ¿Acaso no había visto cientos de secuencias en las noticias de personas luchando contra el fuego? El agua era lo que había que utilizar.
– ¿Dónde hay una manguera? -inquirió, decidida a poner en práctica su ocurrencia.
Katie no se movió.
– Quiero ir con mi madre. -Se cruzó de brazos-. Quiero ir con mamá.
Angel no encontró consuelo en el terror que se adivinaba en la voz y en el gesto de la niña.
– No podemos separarnos, Katie.
– Quiero ir con mamá -insistió-. Vamos a donde está mi madre.