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Angel se negó y escrutó la lluvia de ceniza y la nube de humo que se iba acercando.

– Acuérdate de que tenemos que esperar a Cooper.

Los ojos de Katie estaban empañados de lágrimas, ante lo cual los temores de Angel se triplicaron.

– No llores -le rogó-, por favor, que desperdicias las lágrimas. -¿Qué decirle a la niña para aplacar sus miedos?-. Mira, esperaremos un poco más. Si entonces aún no ha vuelto, pues entonces… podrías irte tú en el coche.

En el momento en que se quedó callada, Angel lamentó sus palabras. En modo alguno permitiría que Katie se marchara sola.

Sin embargo, antes de que pudiera remediarlo, la niña no pudo más. Se tiró al suelo y comenzó a sollozar.

– No sé conducir -balbuceó-. Mi padre… mi padre… prometió enseñarme pronto.

Los espasmos le recorrían todo el cuerpo al ritmo de los desgarrados lloriqueos, que se redoblaron cuando la niña apoyó la cabeza en las rodillas.

Angel se la quedó mirando, presa de la impotencia. ¿Qué podía hacer con semejante panorama? No le gustaban nada aquellas reacciones. ¡Eran demasiado emocionales!

Las lágrimas la incomodaron y, peor aún, consiguieron sacarla de quicio.

Se arrodilló junto a Katie y le acarició torpemente el hombro.

– Vamos, venga, no es para tanto. -Angel recordaba a su madre diciéndole lo mismo, cada vez que se mudaban a un nuevo apartamento, a una nueva ciudad, a un nuevo país-. No es momento para que te pongas así.

– ¿Y mi papá…? ¿Dónde está mi papá?

Angel comprendió que los lloros de la niña eran de pena, de angustia y de miedo, que aquellos sentimientos eran los que Katie había sofocado desde la muerte de su padre.

La muerte del padre de ambas.

De repente, la niña levantó la vista y dirigió a Angel unos ojos plagados de lágrimas.

– ¿Dónde está? -insistió, antes de que las convulsiones volvieran a acometerla-. Él es quien me tiene que salvar.

«Él es quien me tiene que salvar.»

Angel se quedó helada. Aquellas mismas palabras muy bien podrían provenir de su propia infancia, directas desde el rincón más profundo y oscuro de su corazón. Pero no iba a llorar por aquello. De ninguna manera.

Angel enderezó los hombros y abrazó a Katie.

– No nos va a pasar nada -le aseguró con énfasis-. Aquí estamos bien.

– Quiero ver a mi papá -tartamudeó Katie entre sollozos.

¿Sí?, pues únete al club, pensó Angel, sumando el resentimiento al enfado permanente que tenía con Stephen Whitney. Él las había abandonado a ambas.

– No necesitamos que ningún hombre venga a salvarnos -le dijo, rodeándola con los brazos-. No necesitamos a nadie.

Katie la miró con aire trágico.

– Pero yo lo quería -repuso-, lo quería.

¿Por qué? -quiso Angel gritarle a la niña-. ¿Qué hizo él por ti?

Sin embargo, Angel no ignoraba que Stephen había ejercido de padre con Katie, de padre de verdad. Le había pintado las nubes de su habitación y, probablemente, le habría enseñado a nadar y a montar a caballo, aunque no había tenido tiempo de enseñarle a conducir. Había jugado con ella, lanzándola al aire para después pedirle que extendiese las alas. Y luego, al caer, él la salvaba, la tomaba en sus brazos y le hacía cosquillas y caricias.

Y la niña pequeña reía mientras le daba a su padre docenas y docenas de besos de ángel, en las mejillas y por toda la cara, hasta que él reía con su voz grave y le rogaba que parase.

– ¿Solía… lanzarte al aire y después cogerte con los brazos? -murmuró Angel, clavándole la mirada a la niña.

– No me acuerdo -le contestó Katie.

Pero yo sí.

Se acordaba del juego del ángel volador pero también de otros juegos: las tabas, las canicas, el parchís. Se acordaba de una mano salpicada de pintura que pasaba las páginas de un libro ilustrado. Se acordaba de estar en su regazo y de quedarse dormida oyendo retumbar la voz en el pecho de aquel hombre.

¿Qué había ocurrido? ¿Por qué la había dejado? ¿Por qué no había acudido cuando ella lo necesitaba?

Siempre le iban a faltar las respuestas a preguntas como aquellas.

Sin embargo, mientras abrazaba a su medio hermana se dio cuenta de que aquellas preguntas habían dejado de importar demasiado. Stephen no había sido un superhéroe. Como todos los hombres, como todos los humanos, hombres o mujeres, había cometido errores, había tomado decisiones equivocadas y causado dolor a otras personas. Además, había desaparecido para siempre.

Con una extraña sensación de tranquilidad, Angel miró al cielo y observó cómo caían las cenizas, que venían a posarse alrededor de ellas o sobre ellas, incluso en las mejillas. Las mejillas de Angel estaban húmedas.

Sorprendida por ello, se llevó una mano al rostro y, al volver a bajarla, contempló la grisácea mezcla de lágrimas y cenizas que le manchaba las yemas de los dedos. Estaba llorando.

Llorando, sí, pero no porque fuese débil.

No porque una vez un hombre le hiciera daño.

Lloraba de alivio, lloraba al sentir que cierta clase de paz le inundaba el corazón.

Estaba llorando porque acababa de recordar algo que, en realidad, siempre había sabido sin ninguna duda: que su padre la había querido.

Cooper había hecho las llamadas telefónicas necesarias sin ningún problema. El botiquín de primeros auxilios y las mantas de supervivencia estaban donde debían estar. Tras hacerse con una botella de agua, salió en busca de Angel con la idea de alcanzarla antes de que ella llegase a donde estaba Katie.

Pero en algún lugar entre el hotel y el complejo de los Whitney la mala suerte se cernió sobre él. Iba corriendo a través de un aire caliente aunque más o menos limpio y, de repente, se encontró cercado por una tromba de ceniza que, en sus entrañas, portaba ascuas y rescoldos, semejantes a luciérnagas en el atardecer.

Mantuvo su avance con la esperanza de dejar el fuego a sus espaldas, de que el viento costero empujaría las llamas hacia el mar en lugar de extender el incendio hacia el norte. Pero cuando estuvo a medio camino de la casa de los Whitney, en el punto en el que el sendero comenzaba a bajar hacia el fondo de uno de los cañones, se encontró con que las llamas habían llegado a la colina que estaba frente a él.

En aquel momento, para empeorar la situación, una de aquellas luciérnagas cayó en el punto más bajo de la garganta y prendió los rastrojos secos.

¡Mierda! Si el viento giraba y pasaba a soplar desde el mar, aquellas pocas zarzas que estaban ardiendo podrían convertirse en una tormenta de fuego que se abalanzaría quebrada arriba a cientos de kilómetros por hora. Entonces Cooper tropezó con una raíz y cayó de rodillas, mientras contemplaba el fuego que crepitaba y se acrecentaba más abajo. El aire se colmó de humo, que ascendía desde el fondo del cañón y que formaba nubes procedentes del fuego de la colina que estaba frente a él, nubes que se precipitaban hasta su posición.

Tras dar por inservibles las mantas y el botiquín, Cooper se quitó la camiseta y se la ató sobre la boca para filtrar el aire que respiraba. Luego se puso en pie. Adelante, se dijo, vamos, muévete.

El viento cambió, las cenizas se arremolinaron y una nueva ola de humo caliente se le vino encima. Trató, como pudo, de ver algo, de distinguir lo que tenía frente a él y, luego, mirando hacia atrás, se preguntó si el fuego por aquel lado ya habría llegado hasta el mar, si ya se habría apagado al quedarse sin nada más que quemar. Si era así, la mejor opción era volver hacia el hotel y abandonar el avance.

«No me dejes sola.» Oyó en su cabeza la voz de Angel e imaginó la hermosa cara de Katie. Ellas contaban con él, aunque esperaba con todas sus fuerzas que ya hubieran abandonado el lugar en el coche.

El humo lo cegó por completo de repente y lo desorientó. ¿Qué estaría haciendo el fuego, por dónde se acercaría?

Era difícil pensar con claridad. Era difícil respirar. Se estaba empezando a marear y le pesaban los pies como plomos. Tenía un nudo en la garganta, de terror.