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Si moría, ¿lo encontraría algún ángel en medio de aquella oscuridad de hollín y ceniza?

Medio adormilado, concluyó que no. No volvería a ver a Angel.

Aquel pensamiento le aclaró la mente como una inyección de aire puro. Dios mío, Dios mío. No volvería a verla. Quiso gritarle al fuego, al destino y a su propia estupidez, de tan frustrado. No iba a volver a verla y ella nunca sabría lo feliz que lo había hecho.

¿Llegaría alguien a ocupar el lugar en la vida de Angel que él estaba a punto de dejar? Por supuesto, porque ella era muy fácil de querer. Sin embargo, ya no tendría la oportunidad de decirle a aquella mujer que tenía razón, que él la había dejado marchar con la idea de salvarse a sí mismo y no de salvarla a ella.

Maldición, su plan no había funcionado. Antes se lo había temido, pero en aquel momento se había convertido en una visible evidencia. Él la quería, estaba enamorado de ella.

Pero él también había tenido razón en una cosa, pensó al tropezar y caer de rodillas: dolía mucho morirse cuando uno tenía tanto que perder.

Katie fue la primera en ver las llamas. Ella y Angel seguían junto a la piscina, abrazadas la una a la otra, y la niña tironeó de la periodista para llamar su atención. Angel siguió su indicación y dirigió la mirada hacia la elevada y boscosa colina que estaba detrás de la casa. El fuego había comenzado a tragársela.

Se restregó los ojos y se puso en pie de un salto al tiempo que levantaba también a la niña. Si el fuego seguía la pendiente no había nada que pudiera detener su avance, nada entre ellas y las llamas, y además, en aquel caso, cortaría la carretera, su vía de escape. Estarían atrapadas y de poco serviría el pinar que rodeaba la piscina, el jardín o la propia casa, para pararlo.

– Dame las llaves -dijo-. Vamos al coche.

Estaba segura de que Cooper llegaría de un momento a otro.

Angel volvió a sopesar la situación. Bueno, tal vez la bien cuidada vegetación que rodeaba la casa podría frenar o desviar las llamas. Y si no era así, la torre, la casa y la construcción adyacente a la piscina estaban hechas con materiales que no podían quemarse. El punto más vulnerable era el pinar; si ardía, las cosas se pondrían muy difíciles.

Sí, había que marcharse de allí.

Y mientras Katie sacaba las llaves del bolsillo del pantalón, Angel advirtió que las llamas habían comenzado a descender por la colina. El pánico se apoderó de ella y le atenazó los miembros.

Tuvo la impresión de que tal vez fuera ya demasiado tarde.

La respiración de Cooper era ronca y el hombre pugnaba por levantarse una vez más. Una vez erguido, la obstinación lo llevó a avanzar a través del humo, paso a paso y desesperado por encontrar un poco de aire respirable.

El ambiente se había oscurecido tanto que no sabía si caminaba en la dirección del fuego o se alejaba de él. Cada segundo en aquella situación bien podía ser el último.

Una muerte más lúgubre, seguro, que aquella con la que se había enfrentado en la ambulancia y luego en el quirófano, una muerte más difícil de lo que nunca había imaginado, ni siquiera al llegar a Big Sur el año anterior.

Trató de aferrarse a su coraje para sacar fuerzas y seguir avanzando, pero el esfuerzo era demasiado grande.

Entonces, sintió la bofetada de un soplo de aire fresco que, al instante, comenzó a despejar el humo. ¡La casa de los Whitney estaba frente a él! Allí estaba la puerta y el serpenteante camino para los coches. Desde donde estaba no tenía ángulo para ver la parte trasera de la casa ni tampoco la zona de la piscina, aunque, de todos modos, todo parecía en perfecto estado.

Concentrado en la belleza de lo que estaba viendo, fue capaz de trastabillar hacia delante, de dar unos cuantos pasos más y, en aquel momento, descubrió el coche.

Katie y Angel seguían allí.

Automáticamente, apresuró la marcha. Estaba corriendo y respirando humo y no le importó quitarse la camiseta que le tapaba la boca. ¡Katie y Angel estaban muy cerca!

Sintió un latigazo en el pecho, resentido por el brutal esfuerzo. Dios mío, Dios mío. Veía un poco mejor: el fuego se había avivado y estaba descendiendo por la falda de la colina que daba a la parte trasera de la casa, la cual parecía estar condenada a ser pasto de las llamas.

Redobló su velocidad. Los pulmones le ardían, pero sus buenas intenciones y el insoportable arrepentimiento lo impulsaban hacia delante. El sendero trazaba una curva en la que la casa quedaba oculta a la vista y, al llegar a aquel punto, el corazón de Cooper volvió a amenazar con rendirse.

El hombre creyó que tal vez aquel era el momento en el que le sobrevendría la muerte.

Sí, tal vez morir allí no sería lo peor que podría ocurrirle.

Pero estaba vivo, seguía moviéndose y la casa volvió a entrar en su campo de visión. A pesar de que no podía distinguir qué ocurría en la colina de detrás, le dio la impresión de que las plantas del jardín, muchas de ellas elegidas precisamente para detener un posible fuego, habían cumplido su función; el incendio debía de haber rodeado el terreno de la casa y seguido su camino hacia el cercano acantilado y el mar. Con un último esfuerzo, llegó hasta la puerta.

La abrió de un empujón, pero en el interior nadie respondió a sus gritos. Corrió por el salón y la cocina y, luego, al ver las puertas de la terraza abiertas, se quedó paralizado.

Registró a la velocidad del rayo la piscina y la terraza y observó una serie de troncos humeantes y calcinados que una vez habían constituido el pinar. Seguro que habían ardido como gigantescas cerillas: mucho y muy rápido.

Observó los carbonizados setos que había podado la semana anterior, el jirón chamuscado que quedaba de una sombrilla, la oscurecida superficie del agua de la piscina y, después, apenas distinguibles…

… dos cuerpos en el fondo.

No necesitó tomar aire ni impulso, ni siquiera tener ganas, para tirarse a la piscina. Movido únicamente por la angustia, recogió aquellos bultos sumergidos y ascendió hasta la superficie.

Se vio allí, bregando en medio de aguas turbias, con dos mujeres en los brazos cuyos cabellos, rostros y ropas estaban embadurnados de un pegajoso engrudo de ceniza. Pero se movían, estaban vivas.

¡Gracias a Dios! Estaban vivas y coleando.

Katie hipaba y respiraba con dificultad y Angel se debatía entre toses y estornudos.

Fue la primera en mirar a Cooper y lo hizo con aquellos ojos celestes, enrojecidos y pasmados ante la cara del hombre llena de hollín.

– Por tu culpa casi me da un ataque al corazón.

Él gruñó, pues pensó que poco más podría haber hecho.

– Ya somos dos -le dijo.

– Tres -terció Katie-. No te hemos visto porque el agua está llena de ceniza.

Sujetándolas a ambas, Cooper llegó como pudo hasta la escalera de la piscina.

– ¿Me podéis explicar qué estabais haciendo metidas en el agua?

Tuvo que responderle Katie, pues Angel estaba tosiendo.

– Escapar del fuego. Como no podíamos marcharnos con el coche y el incendio ya había alcanzado el pinar, Angel pensó que así nos protegeríamos del calor y de las llamas. Salíamos para tomar aire cuando nos hacía falta, pero no sabíamos si el incendio había pasado.

El corazón de Cooper reincidió vagamente en su anterior sobresalto y el hombre se dejó caer en el último escalón arrastrando consigo a Angel y a su sobrina. Los tres se abrazaron con fuerza.

– Menos mal que estáis bien -masculló, tras besar a Katie en las mejillas-, menos mal. -Se volvió para darle un beso a Angel pero se detuvo, aguijoneado por un pánico repentino-. Pero tú no sabes nadar.

– Hacía pie -explicó ella con voz ronca y jadeante-. Tengo que confesar que estoy muy contenta de verte.

Se quedaron en silencio y, mientras, el aire fue clareando y el ritmo de sus respiraciones atenuándose. Katie daba muestras de estar exhausta.