– ¿Ves qué fácil resulta responder a las preguntas? Está tirado.
– Todavía no he terminado.
Volvió a guardar silencio y Angel comenzó a ponerse nerviosa.
– ¿Estás casada?
Fue curioso lo mucho que la desconcertó una pregunta tan sencilla. En referencia a ese tema no tenía nada que ocultar, pero en aquel momento creyó que responder la verdad no sería una buena idea.
Tenía la extraña sensación de que lo conocía de algo y solo con mirarlo notaba un agradable cosquilleo.
– Pues… no -acabó por confesar.
– ¿Comprometida?
Como el anular de su mano izquierda estaba desnudo como el culo de un bebé, creyó que tampoco tenía sentido mentir en aquello.
– No.
– ¿Sales con alguien?
– No -repitió por tercera vez, mientras se miraba los zapatos, sintiéndose estúpida.
La compañía masculina que había tenido más cerca en los últimos tiempos había sido, sin contar a Tom Jones, el gato, la de los artículos sobre citas que leía en Glamour, Mademoiselle y Cosmopolitan.
– Entonces esto no va a funcionar -respondió Cooper.
Angel alzó la cabeza.
– ¿Qué quieres decir?
– Otra persona, quizá. Otra periodista, pero no tú. -E hizo ademán de marcharse.
Angel lo agarró por el brazo. Se había quitado la chaqueta del traje y, por un momento, Angel desvió su atención al calor que emanaba de su piel a través del suave tejido de la camisa. Ropa cara para alguien que trabaja en el sector de los servicios, pensó mientras le apretaba el brazo con los dedos.
– Otro periodista de West Coast o de cualquier otra publicación no contará la historia como lo haré yo.
– Angel…
– Será una exploración extensa y profunda sobre el arte de este hombre. Sobre el porqué de su inmensa popularidad, sobre qué lo inspiraba, sus motivaciones. Escribiré sobre su vida.
Angel esperaba que su voz no sonara tan desesperada como en realidad se sentía.
– Y escribiré también sobre lo que dejó atrás, sobre a quiénes dejó atrás.
– No…
– … vamos a rechazar su oferta sin haberlo considerado -terminó la frase una voz de mujer.
Angel se volvió sobresaltada. Era Lainey Whitney, la viuda del artista que, sonriendo levemente, con gesto cansado, dijo:
– He recibido una llamada de su directora. Hace años que conozco a Jane. Dice que escribirá un buen artículo.
Haciendo un esfuerzo por no pensar en la mujer que lo seguía por el camino a través del bosque, Cooper se cambió el equipaje de mano y maldijo la amabilidad de su hermana, que no solo había accedido a cooperar en el artículo de Angel Buchanan, sino que le había ofrecido también sus servicios para que la acompañara hasta Tranquility House. Angel parecía encantada con el doble ofrecimiento de su hermana y seguía sonriendo cuando bajaron del coche. Aquella sonrisa desarmó a Cooper y consiguió que se ofreciera a ayudarla con el equipaje.
Llevaba de todo. Bolsas, mochilas, maletas. Cooper llevaba tres mochilas colgadas y una maleta en cada mano. El peso hacía que avanzara lentamente por el camino poco iluminado que llevaba al hotel. Tras él, Angel tiraba de una maleta con ruedas del tamaño de un buque.
– ¡Vaya! Aquí huele de maravilla. Son los árboles, ¿verdad?
Cooper no se molestó en responder, porque, por encima del aroma de los helechos y las secuoyas, lo que él olía era su perfume de mujercita de ciudad que le trajo a la memoria agradables recuerdos, como el tintineo de los cubitos contra el vaso en las fiestas, la tensa sensación en el estómago que sentía en el ascensor que lo llevaría a la sala de juicios de su próximo caso o el placer efímero de que una mujer lo adelantara por la calle proporcionándole con su prisa una hermosa visión de su torneado trasero embutido en un elegante traje chaqueta.
Por primera vez en meses, sintió el deseo de fumar un cigarrillo.
Cooper reprimió una blasfemia y aceleró el paso.
Angel también lo hizo, resoplando por el esfuerzo.
– Nunca había estado aquí. Parece como si nos hubiera engullido la naturaleza.
Esa había sido precisamente la intención de los abuelos de Cooper; conseguir que sus huéspedes se dieran cuenta de que la gente pertenecía a la naturaleza y no al revés. Sin embargo, Cooper no quería que Angel descubriera lo que Tranquility House y Big Sur podían ofrecerle, sobre todo cuando lo que pretendía era alejar a la señorita Buchanan de los asuntos de su familia.
– Crecer aquí debe de ser una experiencia como las de Huckleberry Finn o La isla del tesoro; ya sabes: piratas, naufragios y sirenas.
Cooper emitió un gruñido. Sí, haber crecido jugando entre el bosque y el océano había sido idílico, pero más tarde le tocó ser el hombre de la familia y el juego se convirtió en jornadas de trabajo de veinticuatro horas soportadas a base de grandes cantidades de café y demasiados cigarrillos, que pasaron a formar parte de su rutina diaria.
– Sacaré fotos preciosas de la zona para acompañar el artículo.
Angel seguía hablando con pasión, alimentada por algo inexplicable. Por los nervios, quizá, pues ambos sentían algo extraño cada vez que se quedaban a solas.
Algo extraño. Ya. Cooper no estaba tan alejado del mundo como para no recordar la sensación que produce la atracción sexual que surgía entre dos personas. Aquello, junto con la desconfianza que por su profesión sentía hacia los periodistas, hacía que no quisiera que Angel escribiera el artículo por mucho que su familia no estuviera dispuesta a dejar pasar una buena ocasión para hacerse publicidad.
Pero el deseo sexual que flotaba en el aire podría distraerlo fácilmente del arduo trabajo de asegurarse de que la prensa describiera a su cuñado de la manera apropiada. Entre las empresas de Whitney destacaba el registro de la marca Artista del Corazón y el uso de ciertas imágenes de sus cuadros en todo tipo de objetos, desde adornos navideños hasta arreglos florales.
Era necesario que el nombre de Whitney permaneciera inmaculado y que la gente lo siguiera recordando. De no ser así, nadie encargaría ramos ni compraría sacos de dormir Artista del Corazón, y no se generarían ingresos para sus hermanas y su sobrina.
– ¿Sabes? Sigo pensando que te conozco.
El comentario de Angel lo devolvió a la realidad y Cooper dio un traspié.
– ¿Es posible que hayamos coincidido en algún lugar?
Sin volverse para mirarla, negó con la cabeza.
– ¿Estás seguro?
La luz era suficiente para que Angel lo viera con claridad, así que el hombre se limitó a volver a menear la cabeza.
Finalmente llegaron al primero de los edificios que formaban Tranquility House. El complejo consistía en dos docenas de cabañas estucadas ocultas entre la espesura de los árboles para proporcionar intimidad pero a una distancia no demasiado alejada de un claro cubierto de césped, y próximas a un enorme edificio en el que se encontraba la cocina, el comedor, el dispensario y las oficinas.
– ¿Son estas las cabañas en las que guardan la ropa de cama? -preguntó Angel mientras aminoraba la marcha-. Me gusta dormir con varias almohadas. ¿Tengo que pedirlas o puedo entrar y cogerlas? ¿Y qué me dices de la tintorería?
Angel levantó la vista y la fijó en los altos árboles que la rodeaban.
– Debéis de necesitar antenas parabólicas para poder ver la televisión. Y cuando estábamos en el hotel tuve problemas de cobertura, ¿qué tal funciona tu móvil aquí?
Cooper se detuvo y la miró fijamente. Almohadas, tintorería, móviles y antenas parabólicas. No pudo evitar sonreír. Aquello iba a ser divertido. O aún mejor, iba a ser fácil.
Angel no se quedaría mucho tiempo.