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– De acuerdo -dijo Josh.

– Estupendo.

Lexie avanzó hacia la escalerilla. Cuando salió se envolvió en la toalla, sintiendo la necesidad de colocar alguna barrera entre ella y aquel hombre que la había convertido en una enorme y pulsante hormona. Su reacción hacia él era vergonzosa. Sin duda podría conversar con él y centrarse más cuando estuvieran los dos vestidos y tuvieran delante una mesa con un par de cervezas. Cuando se dio la vuelta vio con alivio que él se había secado y puesto la camiseta.

– Voy al vestuario de empleados y nos vemos en el bar dentro de media hora, ¿te parece?

– Estaré allí.

Sentado en un reservado del bar, Josh observó a Lexie, que caminaba hacia él, y todas sus terminaciones nerviosas saltaron como un potro salvaje saliendo del pasadizo. Ella llevaba un top negro, una falda roja que le ceñía suavemente las piernas a medio muslo y unas sandalias negras de tacón bajo. El cabello negro y brillante se le rizaba alrededor de la cara como un halo. Tenía un aspecto limpio y fresco, y estaba para comérsela. Y Dios sabía que había estado a punto de hacerlo en la piscina. No recordaba haber sentido jamás nada tan intenso, una combustión tan instantánea. Sin duda había experimentado deseo muchas otras veces, pero nunca como aquel.

Su sugerencia de encontrase para tomar algo y charlar le había hecho pensar que Lexie deseaba que se conocieran un poco antes de explorar adonde podía conducirlos aquel beso. Él estaba de acuerdo. Desde luego estaba interesado en saber más cosas de ella, y más que dispuesto a darle a aquella señorita todo lo que deseara y necesitara de él.

Lexie se sentó frente a él, sonrió y lo saludó.

Una ráfaga de aroma floral inundó sus sentidos y le obnubiló el cerebro. ¿Cómo podía haber pasado de ser una profesora empapada y en bañador a aquella sirena de pelo rizado que olía a flores en solo treinta minutos? Además, apenas llevaba maquillaje; tan solo un poco de brillo de labios, haciendo que estos le resultaran más tentadores.

Apartó la vista de su boca seductora y la miró a los ojos, y por primera vez se fijó en su color. Los tenía azul gris con motas en tonos ámbar.

– ¿Estás bien, Josh? -le dijo, sacándolo de su estupor.

Josh recordó que se suponía que aquello debía ser una conversación normal, y le sonrió.

– Sí, estupendamente. Estás muy linda, señorita Lexie.

– Ja. Eso lo dices porque es la primera vez que no me ves como si alguien me hubiera echado un cubo de agua en la cabeza.

Antes de que pudiera responder, una bonita pelirroja les llevó dos jarras de cerveza a la mesa.

– Hola, Lexie -dijo con una sonrisa-. ¿Os apetecería comer algo?

Lexie lo miró.

– ¿Tienes hambre?

Él pensó en otra cosa.

– Siempre.

– ¿Alguna preferencia?

– Cualquier cosa que elijas me parece bien.

– Mmm. ¿Te gusta la comida picante?

– Cuanto más especiada, mejor-contestó Josh.

– No serás vegetariano, ¿verdad?

– ¿Cómo puedes preguntarle eso a un vaquero?

– Es verdad. Qué pregunta más tonta -se volvió hacia la camarera-. Tomaremos la fuente grande Alarma Cinco, Lisa.

– Enseguida -respondió la camarera con una sonrisa antes de volverse hacia la barra.

– ¿Qué lleva ese plato?

– Alas de pollo, patatas con chile, quesadillas y jalapeños rellenos de queso. Todo tan especiado que uno acaba echando fuego por la boca. Un plato no apto para los débiles. Desde luego el Alarma Cinco es un capricho que solo me permito de cuando en cuando.

Él alzó la jarra de cerveza.

– Pues brindemos por esos caprichos que uno se da de cuando en cuando.

Un rubor le tiñó las mejillas, y Josh se sintió encantado e intrigado. Hacía tiempo que no veía a una mujer sonrojándose.

– Por esos caprichos -dijo ella, brindando con él.

Josh dio un buen trago de cerveza, resistiéndose a las ganas de pegarse la jarra helada a la frente. Aquella mujer lo había excitado desde la primera vez que la vio, y el beso que se habían dado había tenido el mismo impacto que la coz de un caballo.

Sin duda era el momento de empezar a conversar. Desgraciadamente, él no era demasiado buen conversador. ¿Cómo se suponía que iba a poder charlar con una chica que casi le hacía olvidar su nombre?

– ¿Cuánto tiempo llevas trabajando en el complejo, Lexie? -le dijo con una sonrisa.

Y fue así de simple. Ni silencios incómodos ni nada de no saber lo que decir. Las dos horas siguientes se le pasaron volando; charlando, riéndose y disfrutando de la comida picante y la cerveza fresca. No recordaba la última vez que se había divertido tanto solo charlando con una mujer. Se sintió relajado y a gusto. Hacía mucho que no se sentía tan relajado y tan a gusto. Demasiado tiempo.

Pero a pesar de estar divirtiéndose, su cuerpo estaba en tensión. La tensión sexual hervía entre ellos, hasta que sintió como si lo hubieran metido en una olla a presión. Lo vio en los ojos de Lexie y sintió el cosquilleo en su cuerpo cuando sus dedos se rozaron en un par de ocasiones. O cuando le rozó la espinilla con el pie al cruzarse de piernas. Agarró la jarra de cerveza con fuerza para no caer en la tentación de sentársela en el regazo y acariciarla por todas partes. Pero cada mirada suya, cada sonrisa, parecían empujarlo más al borde.

Mientras cenaban, se enteró de que Lexie vivía en una casita a unos tres kilómetros del complejo, que le encantaban los animales y que tenía un gato llamado Scout. También le encantaba el béisbol y las películas antiguas, odiaba las de terror y cualquier historia con final triste.

– Y si terminan mal, yo me invento un final feliz -dijo mientras se comía una patata frita.

Josh pensó que si no la tocaba iba a estallar, de modo que estiró el brazo y le acarició un mechón de pelo rizado. El mechón era suave como la seda y se deslizó entre sus dedos.

– Un final feliz, ¿eh? ¿Entonces el final de Lo que el viento se llevó… ?

Lexie tardó un momento en contestar y eso lo complació. Se veía que su gesto la estaba distrayendo.

– Bueno, Scarlett consigue a su hombre.

Josh continuó jugueteando con su pelo.

– ¿Y en West Side Story?

– Ah, María se queda con Tony que, por supuesto, no muere.

– ¿Y qué hay de Hamlet?

– En mi versión, Ofelia, que por supuesto no muere, se queda con Hamlet, que…

– Que tampoco muere. Estoy empezando a ver las similitudes -le colocó el mechón detrás de la oreja y le deslizó el dedo por la mejilla.

Lexie tragó saliva.

– Esto… ¿y todos los vaqueros leen cosas como Hamlet?

– Lo hacen si se lo piden en la facultad.

– Recuerdo haberte visto con una camiseta de la Universidad de Montana la otra noche. ¿Allí es donde estudiaste?

– Sí.

Estaba claro que ella quería continuar hablando, y a él no le importaba. Estaba a gusto. Pero no había ley que dijera que tenía que ponérselo fácil. Continuó acariciándole el mentón.

– Conseguí licenciarme, a pesar de Hamlet.

– ¿Qué estudiaste?

– Ingeniería química. Ella pestañó asombrada.

– ¿Y le das mucho uso en el rancho?

Josh se echó a reír.

– Casi nada. Aunque después de terminar la carrera trabajé durante un año en un laboratorio de investigación en un proyecto para desarrollar fuentes de energía alternativa.

Ella arqueó las cejas y él le acarició la frente y después la mejilla.

– Mmm, ¿por qué solo trabajaste en ese campo un año?

– Resultó que no soy un tipo al que le guste el horario de nueve a cinco. Me gustaba la investigación, pero pasado un tiempo el estar encerrado en un laboratorio empezó a agobiarme.

– A mí tampoco me gusta el trabajo de oficina. Me gusta demasiado estar al aire libre -se movió un poco en el asiento y entrecerró los ojos-. Qué… agradable.