Lo informó de su tarifa por hora y él aceptó sin pestañear.
– ¿Cuándo empezamos? -le preguntó, echando una mirada a la piscina llena de gente.
– La piscina permanece abierta las veinticuatro horas del día, pero normalmente al anochecer o un poco antes es cuando no hay gente. ¿Por qué no quedamos hoy aquí a las nueve?
– A las nueve me parece estupendo. Gracias.
– De nada -Lexie miró su reloj y vio que el rato del almuerzo se había pasado ya-. Ahora tengo una clase de buceo, pero te veré esta noche.
Él se tocó el sombrero y añadió:
– Estoy deseando que llegue el momento, señorita.
Josh la observó mientras avanzaba entre las mesas a toda prisa de camino a la playa. Paseó la mirada por su espalda, notando los músculos suaves de sus muslos y piernas de un tono dorado. Era menuda y compacta, pero muy bien hecha. Entre las gafas de sol oscura y la gorra de béisbol, no había podido verle bien la cara, pero sin duda era bonita y tenía una sonrisa agradable. Y unos labios maravillosos.
Algunos amigos suyos preferían las piernas de las mujeres, otros los pechos, otros el trasero. Él, aunque sin duda apreciaba todos esos atributos femeninos, podría definirse a sí mismo como un «hombre de labios». Y Lexie Webster tenía una boca de labios bien dibujados, carnosos y suaves; una de esas bocas que lo hacían temblar…
Y, maldita fuera, lo demás también lo tenía muy bien puesto. Y olía como una de esas refrescantes y largas bebidas tropicales. De esas que te entraban ganas de darles una buena chupada…
Y sobre todo le encantaba el hecho de que no tuviera ni idea de quién era él. Sí, le había echado una mirada de arriba abajo, pero estaba claro que ni su nombre ni su cara le sonaban, por lo cual él estaba encantado. Muchas de las mujeres que seguían el circuito de rodeo lo habían halagado continuamente con sus atenciones. Y aunque al principio eso le había agradado, con el tiempo no había podido diferenciar si una mujer lo quería por sí mismo o por sus títulos de campeón. Detestaba el cinismo, pero no podía negar que, cuantas más competiciones ganaba, más atractivo se había vuelto a ojos de las mujeres.
Y el hecho de que la señorita Lexie no lo conociera le pareció perfecto. Debía centrarse en lo que tenía entre manos. Primero debía aprender a nadar, después a navegar, y después, a navegar un velero y ver algo de mundo mientras tanto. Por sí mismo y por su padre. Después no sabía lo que le depararía el futuro, pero de momento no buscaba nada más que dominar aquellas actividades.
Mientras regresaba al vestíbulo se preguntaba si habría sido sabio contratar a una mujer bella para que le enseñara. Recordó el sinfín de imágenes que le habían surgido en la imaginación cuando ella le había preguntado si deseaba clases particulares; imágenes que nada tenía que ver ni con la natación ni con la vela. Pero se obligó a dejar de preocuparse. Sería capaz de hacer cualquier cosa que se propusiera. Solo haría como si Lexie fuera uno de sus compañeros de trabajo.
¿Después de todo, qué distracción podría suponerle una sola mujer?
A las ocho cuarenta y cinco de esa tarde, Josh iba por uno de los caminos de piedra que conducían a la piscina; un camino rodeado de vegetación exuberante y perfumada. Las altas palmeras se mecían a la suave brisa tropical y una luna grande y blanca proyectaba brillos plateados sobre la superficie del océano en calma.
Se cruzó con una pareja que paseaba de la mano; entonces cruzó un puente de madera y vio a otra pareja besándose sobre la arena, sus siluetas recortadas a la luz de la luna. Se dio cuenta de cómo aquel entorno, con la potente combinación del océano, el aire salado, las palmeras y la necesidad de utilizar tan poca ropa, podría conseguir fácilmente que cualquiera pensara en el romance.
Pero él no. No señor. En su agenda no había hueco para hacer manilas. En realidad, ese tipo de cosas era en lo que menos estaba pensando. En ese momento estaba completamente concentrado en la piscina y la clase que estaba a punto de dar.
Durante el paseo que había dado después de la cena, había descubierto que era la primera vez que veía una piscina como la del complejo. Se trataba más de una serie de piscinas que arrancaban de la piscina principal, y todas ellas comunicadas por túneles. Uno podía flotar o nadar de una piscina a otra por los túneles, o refrescarse en una de las cascadas que caían desde las formaciones rocosas. En uno de los extremos había un bar al que se llegaba nadando, y detrás de una enorme formación rocosa había tres bañeras de hidromasaje de donde emergía una nube de vapor. Y él que siempre había creído que había piscinas rectangulares y ovaladas nada más…
Miró a su alrededor y vio que la piscina estaba desierta. Menos mal. No le apetecía tener público, y menos en su primera lección.
Estaba a punto de dejar la toalla sobre una hamaca cuando un chapoteo le llamó la atención. Al volverse en dirección al ruido, se quedó petrificado. Una figura femenina emergía de la piscina, lentamente, del lado por donde menos cubría. Surgió de aquel agua color azul cristalino como una resplandeciente ninfa acuática, y de pronto supo lo que debía de haber sentido Ulises cuando había divisado a esas sirenas.
Ella salvó el último escalón de la escalerilla y se quedó de perfil a él, en el borde de la piscina. Por su piel descendían lentamente las gotas de agua, que Josh siguió con la mirada hasta que estuvo a punto de marearse. Tenía más curvas que una carretera de montaña. Curvas que quedaron más de relieve cuando estiró los brazos por encima de la cabeza para alisarse la melena corta.
Sacudió la cabeza para disipar la neblina de deseo que le obnubilaba el cerebro y resopló con enfado. ¿Qué demonios le ocurría? Solo era una chica en traje de baño. Ni siquiera llevaba bikini. Había visto docenas de mujeres con mucho menos encima…
– ¿Eres tú, Josh? -dijo una voz familiar de mujer.
Josh pegó un respingo. Aquella voz salía exactamente de donde estaba la ninfa acuática. Y eso solo podía significar una cosa. Su instructora de natación, la señorita Lexie Webster, no era otra que la escultural diosa de la piscina.
Se obligó a abrir los ojos y la observó mientras se acercaba a él. Se movía con la misma gracia y fluidez en la que había reparado esa tarde, solo que resultaba más fácil ver aquella gracia en todo su esplendor en ese momento que no llevaba puestos los pantalones cortos y la camiseta.
A pesar de decirse a sí mismo que debía avanzar, parecía que se había quedado pegado al suelo.
Cuando ella llegó donde estaba él, lo saludó con una sonrisa amigable.
– ¿Listo para tu lección?
Seguramente asentiría, pero no estaba seguro. Esa tarde le había parecido atractiva, pero en ese momento, sin la gorra de béisbol y las gafas de sol, solo se le ocurría una palabra: «¡Caramba!». Como había poca luz no sabía de qué color tenía los ojos, pero sin duda solo podían ser azul pálido o verde pálido. Pero fueran de uno o de otro color, lo que estaba claro era que tenía unos ojos muy grandes y expresivos, y unas pestañas largas y húmedas. Se fijó en su bonita nariz, cubierta de unas pocas pecas, y por último le miró la boca.
El mismo diablo debía de haber diseñado aquella boca que era el pecado personificado. Y esos dos hoyuelos que se formaban a los lados de aquellos labios debían de estar prohibidos. Se plantó delante de él, húmeda y brillante, casi desnuda… y él tragó saliva en un esfuerzo de humedecer su garganta seca.
– ¿Estás bien, Josh?
Él asintió temblorosamente.
– ¿Sigues con idea de dar la clase?
Clase. Sí, claro, la clase. Carraspeó antes de contestar.
– Sí, señorita.
– No tienes por qué estar nervioso. Yo voy a estar a tu lado todo el tiempo.