– Voy al grano. No me quedan muchos años por delante, señor Montero, y por ello he preferido violar la costumbre de toda una vida y colocar ese anuncio en el periódico.
– Si, por eso estoy aquí.
– Si. Entonces acepta.
– Bueno, desearía saber algo mas…
– Naturalmente. Es usted curioso.
Ella te sorprendera observando la mesa de noche, los frascos de distinto color, los vasos, las cucharas de aluminio, los cartuchos alineados de pildoras y comprimidos, los demas vasos manchados de liquidos blancuzcos que estan dispuestos en el suelo, al alcance de la mano de la mujer recostada sobre esta cama baja. Entonces te daras cuenta de que es una cama apenas elevada sobre el ras del suelo, cuando el conejo salte y se pierda en la oscuridad.
– Le ofrezco cuatro mil pesos.
– Si, eso dice el aviso de hoy.
– Ah, entonces ya salió.
– Si, ya salió.
– Se trata de los papeles de mi marido, el general Llorente. Deben ser ordenados antes de que muera. Deben ser publicados. Lo he decidido hace poco.
– Y el propio general, ¿no se encuentra capacitado para…?
– Murió hace sesenta años, señor. Son sus memorias inconclusas. Deben ser completadas. Antes de que yo muera.
– Pero…
– Yo le informare de todo. Usted aprenderá a redactar en el estilo de mi esposo. Le bastará ordenar y leer los papeles para sentirse fascinado por esa prosa, por esa transparencia, esa, esa…
– Si, comprendo.
– Saga. Saga. ¿Dónde esta? Ici, Saga…
– ¿Quien?
– Mi compañía.
– ¿El conejo?
– Si, volverá.
Levantaras los ojos, que habías mantenido bajos, y ella ya habrá cerrado los labios, pero esa palabra. -volverá- vuelves a escucharla como si la anciana la estuviese pronunciando en ese momento. Permanecen inmóviles. Tu miras hacia atrás; te ciega el brillo de la corona parpadeante de objetos religiosos. Cuando vuelves a mirar a la señora, sientes que sus ojos se han abierto desmesuradamente y que son claros, líquidos, inmensos, casi del color de la cornea amarillenta que los rodea, de manera que solo el punto negro de la pupila rompe esa claridad perdida, minutos antes, en los pliegues gruesos de los párpados caídos como para proteger esa mirada que ahora vuelve a esconderse -a retraerse, piensas- en el fondo de su cueva seca.
– Entonces se quedara usted. Su cuarto esta arriba. Allí si entra la luz.
– Quizás, señora, seria mejor que no la importunara. Yo puedo seguir viviendo donde siempre y revisar los papeles en mi propia casa…
– Mis condiciones son que viva aquí. No queda mucho tiempo.
– No se…
– Aura…
La señora se moverá por la primera vez desde que tu entraste a su recamara; al extender otra vez su mano, tu sientes esa respiración agitada a tu lado y entre la mujer y tu se extiende otra mano que toca los dedos de la anciana. Miras a un lado y la muchacha esta allí, esa muchacha que no alcanzas a ver de cuerpo entero porque esta tan cerca de ti y su aparición fue imprevista, sin ningún ruido -ni siquiera los ruidos que no se escuchan pero que son reales porque se recuerdan inmediatamente, porque a pesar de todo son mas fuertes que el silencio que los acompaño-.
– Le dije que regresaría…
– ¿Quien?
– Aura. Mi compañera. Mi sobrina.
– Buenas tardes.
La joven inclinara la cabeza y la anciana, al mismo tiempo que ella, remedara el gesto.
– Es el señor Montero. Va a vivir con nosotras
Te moverás unos pasos para que la luz de las veladoras no te ciegue. La muchacha mantiene los ojos cerrados, las manos cruzadas sobre un muslo: no te mira. Abre los ojos poco a poco, como si temiera los fulgores de la recamara. Al fin, podrás ver esos ojos de mar que fluyen, se hacen espuma, vuelven a la calma verde, vuelven a inflamarse como una ola: tu los ves y te repites que no es cierto, que son unos hermosos ojos verdes idénticos a todos los hermosos ojos verdes que has conocido o podrás conocer. Sin embargo, no te engañas: esos ojos fluyen, se transforman, como si te ofrecieran un paisaje que sola tu puedes adivinar y desear.
– Si. Voy a vivir con ustedes.
LA ANCIANA SONREIRA, INCLUSO REIRA CON SU TIMBRE agudo y dirá que le agrada tu buena voluntad y que la joven te mostrara tu recamara, mientras tu piensas en el sueldo de cuatro mil pesos, el trabajo que puede ser agradable porque a ti te gustan estas tareas meticulosas de investigación, que excluyen el esfuerzo físico, el traslado de un lugar a otro, los encuentros inevitables y molestos con otras personas. Piensas en todo esto al seguir los pasos de la joven -te das cuenta de que no la sigues con la vista, sino con el oído: sigues el susurro de la falda, el crujido de una tafeta- y estas ansiando, ya, mirar nuevamente esos ojos. Asciendes detrás del ruido, en medio de la oscuridad, sin acostumbrarte aún a las tinieblas: recuerdas que deben ser cerca de las seis de la tarde y te sorprende la inundación de luz de tu recamara, cuando la mano de Aura empuje la puerta
– otra puerta sin cerradura- y en seguida se aparte de ella y te diga:
– Aquí es su cuarto. Lo esperamos a cenar dentro de una hora.
Y se alejara, con ese ruido de tafeta, sin que hayas podido ver otra vez su rostro.
Cierras -empujas- la puerta detrás de ti y al fin levantas los ojos hacia el tragaluz inmenso que hace las veces de techo. Sonríes al darte cuenta de que ha bastado la luz del crepúsculo para cegarte y contrastar con la penumbra del resto de la casa. Pruebas, con alegría, la blandura del colchón en la cama de metal dorado y recorres con la mirada el cuarto: el tapete de lana roja, los muros empapelados, oro y oliva, el sillón de terciopelo rojo, la vieja mesa de trabajo, nogal y cuero verde, la lámpara antigua, de quinqué, luz opaca de tus noches de investigación, el estante clavado encima de la mesa, al alcance de tu mano, con los tomos encuadernados. Caminas hacia la otra puerta y al empujarla descubres un baño pasado de moda: tina de cuatro patas, con florecillas pintadas sobre la porcelana, un aguamanil azul, un retrete incomodo. Te observas en el gran espejo ovalado del guardarropa, también de nogal, colocado en la sala de baño. Mueves tus cejas pobladas, tu boca larga y gruesa que llena de vaho el espejo; cierras tus ojos negros y, al abrirlos, el vaho habrá desaparecido. Dejas de contener la respiración y te pasas una mano por el pelo oscuro y lacio; tocas con ella tu perfil recto, tus mejillas delgadas. Cuando el vaho opaque otra vez el rostro, estarás repitiendo ese nombre, Aura.
Consultas el reloj, después de fumar dos cigarrillos, recostado en la cama. De pie, te pones el saco y te pasas el peine por el cabello. Empujas la puerta y tratas de recordar el camino que recorriste al subir. Quisieras dejar la puerta abierta, para que la luz del quinqué te guié: es imposible, porque los resortes la cierran. Podrías entretenerte columpiando esa puerta. Podrías tomar el quinqué y descender con el. Renuncias porque ya sabes que esta casa siempre se encuentra a oscuras. Te obligaras a conocerla y reconocerla por el tacto. Avanzas con cautela, como un ciego, con los brazos extendidos, rozando la pared, y es tu hombro lo que, inadvertidamente, aprieta el contacto de la luz eléctrica. Te detienes, guiñando, en el centre iluminado de ese largo pasillo desnudo. Al fondo, el pasamanos y la escalera de caracol..
Desciendes contando los peldaños: otra costumbre inmediata que te habrá impuesto la casa de la señora Llorente. Bajas contando y das un paso atrás cuando encuentres los ojos rosados del conejo que en seguida te da la espalda y sale saltando.
No tienes tiempo de detenerte en el vestíbulo porque Aura, desde una puerta entreabierta de cristales opacos, te estará esperando con el candelabro en la mano. Caminas, sonriendo, hacia ella; te detienes al escuchar los maullidos dolorosos de varios gatos -si, te detienes a escuchar, ya cerca de la mano de Aura, para cerciorarte de que son varios gatos- y la sigues a la sala: Son los gatos -dirá Aura-. Hay tanto ratón en esta parte de la ciudad.