Cruzan el salón: muebles forrados de seda mate, vitrinas donde han sido colocados muñecos de porcelana, relojes musicales, condecoraciones y bolas de cristal; tapetes de diseño persa, cuadros con es-cenas bucólicas, las cortinas de terciopelo verde corridas. Aura viste de verde.
– ¿Se encuentra cómodo?
– Si. Pero necesito recoger mis cosas en la casa donde…
– No es necesario. El criado ya fue a buscarlas.
– No se hubieran molestado.
Entras, siempre detrás de ella, al comedor. Ella colocara el candelabro en el centre de la mesa; tú sientes un frió húmedo. Todos los muros del salón están recubiertos de una madera oscura, labrada al estilo gótico, con ojivas y rosetones calados. Los gatos han dejado de maullar. Al tomar asiento, notas que han sido dispuestos cuatro cubiertos y que hay dos platones calientes bajo cacerolas de plata y una botella vieja y brillante por el limo verdoso que la cubre.
Aura apartara la cacerola. Tu aspiras el olor pungente de los riñones en salsa de cebolla que ella te sirve mientras tu tomas la botella vieja y llenas los vasos de cristal cortado con ese liquido rojo y espeso. Tratas, por curiosidad, de leer la etiqueta del vino, pero el limo lo impide. Del otro platón, Aura toma unos tomates enteros, asados
– Perdón -dices, observando los dos cubiertos extra, las dos sillas desocupadas- Esperamos a alguien mas?
Aura continúa sirviendo los tomates:
– No. La señora Consuelo se siente débil esta noche. No nos acompañara.
– ¿La señora Consuelo? ¿Su tía?
– Si. Le ruega que pase a verla después de la cena.
Comen en silencio. Beben ese vino particularmente espeso, y tu desvías una y otra vez la mirada para que Aura no te sorprenda en esa impudicia hipnótica que no puedes controlar. Quieres, aún entonces, fijar las facciones de la muchacha en tu mente. Cada vez que desvíes la mirada, las habrás olvidado ya y una urgencia impostergable te obligara a mirarla de nuevo. Ella mantiene, como siempre, la mirada baja y tu, al buscar el paquete de cigarrillos en la bolsa del saco, encuentras ese llavín, recuerdas, le dices a Aura:
– ¡Ah! Divide que un cajón de mi mesa esta cerrado con llave. Allí tengo mis documentos. Y ella murmurara:
– Entonces… ¿quiere usted salir?
Lo dice como un reproche. Tu te sientes confundido y alargas la mano con el llavín colgado de un dedo, se lo ofreces.
– No urge.
Pero ella se aparta del contacto de tus manos, mantiene las suyas sobre el regazo, al fin levanta la mirada y tu vuelves a dudar de tus sentidos, atribuyes al vino el aturdimiento, el mareo que te producen esos ojos verdes, limpios, brillantes, y te pones de pie, detrás de Aura, acariciando el respaldo de madera de la silla gótica, sin atreverte a tocar los hombros desnudos de la muchacha, la cabeza que se mantiene inmóvil. Haces un esfuerzo para contenerte, distraes tu atención escuchando el batir imperceptible de otra puerta, a tus espaldas, que debe conducir a la cocina, descompones los dos elementos plásticos del comedor: el circulo de luz compacta que arroja el candelabro y que ilumina la mesa y un extremo del muro labrado, el circulo mayor, de sombra, que rodea al primero. Tienes, al fin, el valor de acercarte a ella, tomar su mano, abrirla y colocar el llavero, la prenda, sobre esa palma lisa.
La veras apretar el puño, buscar tu mirada, murmurar:
– Gracias.. -, levantarse, abandonar de prisa el comedor.
Tu tomas el lugar de Aura, estiras las piernas, enciendes un cigarrillo, invadido por un placer que jamás has conocido, que sabias parte de ti, pero que solo ahora experimentas plenamente, liberándolo, arrojándolo fuera porque sabes que esta vez encontrara respuesta… Y la señora Consuelo te espera: ella te lo advirtió: te espera después de la cena…
Has aprendido el camino. Tomas el candelabro y cruzas la sala y el vestíbulo. La primera puerta, frente a ti, es la de la anciana. Tocas con los nudillos, sin obtener respuesta. Tocas otra vez. Empujas la puerta: ella te espera. Entras con cautela, murmurando:
– Señora… Señora…
Ella no te habrá escuchado, porque la descubres hincada ante ese muro de las devociones, con la cabeza apoyada contra los puños cerrados. La ves de lejos: hincada, cubierta por ese camisón de lana burda, con la cabeza hundida en los hombros delgados: delgada como una escultura medieval, emaciada: las piernas se asoman como dos hebras debajo del camisón, llacas, cubiertas por una erisipela inflamada; piensas en el roce continuo de la tosca lana sobre la piel, hasta que ella levanta los puños y pega al aire sin fuerzas, como si librara una batalla contra las imágenes que, al acercarte, empiezas a distinguir: Cristo, Maria, San Sebastián, Santa Lucia, el Arcángel Miguel, los demonios sonrientes, los únicos sonrientes en esta iconografía del dolor y la cólera: sonrientes porque, en el viejo grabado iluminado por las veladoras, ensartan los tridentes en la piel de los condenados, les vacían calderones de agua hirviente, violan a las mujeres, se embriagan, gozan de la libertad vedada a los santos. Te acercas a esa imagen central, rodeada por las lagrimas de la Dolorosa, la sangre del Crucificado, el gozo de Luzbel, la cólera del Arcángel, las vísceras conservadas en frascos de alcohol, los corazones de plata: la señora Consuelo, de rodillas, amenaza con los puños, balbucea las palabras que, ya cerca de ella, puedes escuchar:
– Llega, Ciudad de Dios; suena, trompeta de Gabriel; ¡Ay, pero como tarda en morir el mundo!
Se golpeara el pecho hasta derrumbarse, frente a las imágenes y las veladoras, con un acceso de tos. Tú la tomas de los codos, la conduces dulcemente hacia la cama, te sorprendes del tamaño de la mujer: casi una niña, doblada, corcovada, con la espina dorsal vencida: sabes que, de no ser por tu apoyo, tendría que regresar a gatas a la cama. La recuestas en el gran lecho de migajas y edredones viejos, la cubres, esperas a que su respiración se regularice, mientras las lagrimas involuntarias le corren por las mejillas transparentes.
– Perdón… Perdón, señor Montero… A las viejas solo nos queda… el placer de la devoción… Páseme el pañuelo, por favor.
– La señorita Aura me dijo…
– Si, exactamente. No quiero que perdamos tiempo… Debe… debe empezar a trabajar cuanto antes… Gracias…
– Trate usted de descansar.
– Gracias… Tome…
La vieja se llevara las manos al cuello, lo desabotonara, bajara la cabeza para quitarse ese listen morado, luido, que ahora te entrega: pesado, porque una llave de cobre cuelga de la cinta.
– En aquel rincón… Abra ese baúl y traiga los papeles que están a la derecha, encima de los de-mas… amarrados con un cordón amarillo…
– No veo muy bien…
– Ah, si… Es que yo estoy tan acostumbrada a las tinieblas. A mi derecha… Camine y tropezara con el arcón… Es que nos amurallaron, señor Montero. Han construido alrededor de nosotras, nos han quitado la luz. Han querido obligarme a vender. Muertas, antes. Esta casa esta llena de recuerdos para nosotras. Solo muerta me sacaran de aquí… Eso es. Gracias. Puede usted empezar a leer esta parte. Ya le iré entregando las demás. Buenas noches, señor Montero. Gracias. Mire: su candelabro se ha apagado. Enciéndalo afuera, por favor. No, no, quédese con la llave. Acéptela. Confió en usted.
– Señora… Hay un nido de ratones en aquel rincón…
– ¿Ratones? Es que yo nunca voy hasta allá…
– Debería usted traer a los gatos aquí.
– ¿Gatos? ¿Cuales gatos? Buenas noches. Voy a dormir. Estoy fatigada.
– Buenas noches.
LEES ESA MISMA NOCHE LOS PAPELES AMARILLOS, escritos con una tinta color mostaza; a veces, horadados por el descuido de una ceniza de tabaco, manchados por moscas. El francés del general Llorente no goza de las excelencias que su mujer le habrá atribuido. Te dices que tú puedes mejorar considerablemente el estilo, apretar esa narración difusa de los hechos pasados: la infancia en una hacienda oaxaqueña del siglo XIX, los estudios militares en Francia, la amistad con el Duque de Morny, con el circulo intimo de Napoleón III, el regreso a México en el estado mayor de Maximiliano, las ceremonias y veladas del Imperio, las batallas, el derrumbe, el Cerro de las Campanas, el exilio en Paris. Nada que no hayan contado otros. Te desnudas pensando en el capricho deformado de la anciana, en el falso valor que atribuye a estas memorias. Te acuestas sonriendo, pensando en tus cuatro mil pesos.