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– Y necesito otro jersey -dijo Lova-. ¡Mira!

Abrió el edredón y apareció con una camiseta llena de detergente.

– Y necesitas un jersey -suspiró Rebecka cansada.

Una hora más tarde Lova y Sara estaban comiendo salchichas con puré de patatas. Lova llevaba unos vaqueros de los primos de Rebecka y un descolorido jersey rojo pálido, con Astérix y Obélix en la parte delantera. Chapi estaba sentada a los pies de las niñas, esperando pacientemente su ración. En la cocina chisporroteaba el fuego.

Rebecka le echó un vistazo al reloj. Las siete ya. Ella y Sanna tenían que ir a la comisaría. La tensión le encogió el estómago.

Sara se reía del jersey de Lova.

– Hueles mal -le dijo.

– No es eso -suspiró Rebecka-. La ropa huele un poco rara cuando ha estado doblada en un cajón durante mucho tiempo. Pero su ropa aún está peor, así que eso es lo que hay. Dadle a Chapi las salchichas que sobren.

Dejó a las niñas en la cocina, fue hasta la habitación y cerró la puerta tras de sí.

– Sanna -llamó.

Sanna no se movió. Estaba en la misma postura que antes, con la vista clavada en la pared.

Rebecka se acercó a la cama y se quedó de pie, con los brazos cruzados.

– Sé que me estás oyendo -dijo con voz dura-. No soy la misma persona que antes, Sanna. Me he vuelto más mala y más impaciente. No pienso sentarme y pasarte la mano por el pelo y preguntarte qué te pasa. Levántate inmediatamente y vístete. Si no, llevo a tus hijas al servicio de urgencias de la asistencia social y les digo que, por el momento, no te puedes hacer cargo de ellas. Después cojo el primer avión que me lleve de nuevo a Estocolmo.

Ninguna respuesta. Ningún movimiento.

– De acuerdo -dijo Rebecka al cabo de un momento.

Respiró hondo, como para dejar claro que ya había esperado bastante. Se dio la vuelta y se dirigió hacia la puerta que daba a la cocina.

«Bueno, pues eso es todo -pensó-. Voy a llamar a la policía y les voy a decir dónde está. Que se la lleven a rastras.»

Justo acababa de poner la mano en el pomo de la puerta cuando oyó que Sanna se sentaba en la cama.

– Rebecka -dijo.

Rebecka tardó un segundo. Luego se dio la vuelta y se apoyó en la puerta. Volvió a cruzar los brazos sobre el pecho. Como una madre, con la expresión de «¿Qué es lo que quieres en realidad?».

Y Sanna permanecía como una niña pequeña, mordiéndose el labio inferior, suplicando con los ojos.

– Perdón -murmuró con voz ronca-. Ya sé que soy la peor madre del mundo y la peor amiga. ¿Me odias?

– Tienes tres minutos para vestirte y salir a la cocina a comer -le ordenó Rebecka, y cruzó la puerta.

Sven-Erik Stålnacke había aparcado el coche delante del servicio de urgencias. Anna-Maria se apoyó en la puerta mientras él buscaba la llave en uno de los bolsillos de su chaqueta. No era fácil respirar profundamente cuando el aire pinchaba como agujas, pero tenía que relajarse. El vientre se le había puesto duro como una bola de nieve en el corto paseo desde la sala de autopsias hasta el coche.

– En la Fuente de Nuestra Fortaleza hay tres pastores -dijo Sven-Erik, buscando en otro bolsillo-. Han accedido a recibir a la policía para que los interroguemos. No podrán estar más de una hora. Y no piensan dejarse interrogar de uno en uno, sino los tres a la vez. Dicen que quieren colaborar pero…

– … pero no quieren colaborar -añadió Anna-Maria.

– Exacto, y ¿qué cojones hacemos? -preguntó Sven-Erik-. ¿Vamos a tener que ir de duros o qué?

– No, porque toda la congregación se cerraría como una ostra. Pero me pregunto por qué no quieren hablar con nosotros de uno en uno.

– Ni idea. Aunque uno de ellos me lo explicó, Gunnar Isaksson, pero no entendí ni una palabra de lo que decía. Se lo puedes preguntar cuando los veas. Joder, Anna-Maria, los debería haber sacado de la cama esta mañana bien temprano.

– No -respondió Anna-Maria sacudiendo la cabeza-. No podías hacer otra cosa.

La aurora boreal reinaba todavía en el cielo con sus velos blancos y verdes.

– Es increíble -dijo echando la cabeza hacia atrás-. Ha habido aurora boreal todo el invierno. ¿Habías visto algo así antes?

– No. Son esas tormentas solares -respondió Sven-Erik-. Es bonito pero dentro de poco nos enteraremos de que también producen cáncer. En realidad deberíamos ir por ahí con una sombrilla de esas metalizadas para prevenir la radiación.

– Estarías guapo -se rió Anna-Maria.

Se sentaron en el coche.

– A propósito -continuó Sven-Erik-, ¿cómo está Pohjanen?

– No sé. No era momento de preguntarle.

– No, claro.

«Que le pregunte él mismo», pensó Anna-Maria, huraña.

Sven-Erik aparcó al pie de la iglesia y subieron andando la cuesta. Los montones de nieve a los lados del camino habían desaparecido y por todas partes había huellas de gente y de perros. Habían estado inspeccionando la zona en busca del arma homicida. Se esperaba que quien hubiera matado a Viktor Strandgård se hubiera deshecho del arma cerca de la iglesia o quizá que la hubiera enterrado debajo de uno de los montones de nieve. Pero no habían encontrado nada.

– Imagina que no encontramos el arma -dijo Sven-Erik aminorando el paso cuando se dio cuenta de que a Anna-Maria le faltaba el aliento-. Actualmente, ¿se puede juzgar a alguien por asesinato sin pruebas técnicas?

– Bueno, acuérdate de Christer Pettersson * -dijo resollando Anna-Maria.

Sven-Erik se echó a reír ruidosamente.

– Sí, es un ejemplo para consolarse.

– ¿Aún no habéis encontrado a la hermana?

– No. Von Post ha dicho que ha conseguido que venga a declarar a las ocho, así que veremos lo que sacamos.

Anna-Maria Mella y Sven-Erik Stålnacke entraron en la iglesia de la Fuente de Nuestra Fortaleza a las cinco y diez de la tarde. Los tres pastores estaban sentados en la primera fila de la iglesia mirando hacia el altar. Había además otras personas en la nave. Una mujer de mediana edad utilizaba un pesado aspirador que hacía un ruido tremendo al pasar sobre las alfombras. A Anna-Maria le pareció que estaba muy delgada con sus anticuados vaqueros y una sudadera de algodón color lila que le llegaba casi hasta las rodillas. De vez en cuando la mujer tenía que arrodillarse para recoger alguna basura demasiado grande y evitar que entrara por el tubo del aspirador. Había otra mujer de mediana edad, con una elegante y pulcra falda, una blusa muy bien planchada y una americana a juego. Recorría las filas de sillas poniendo una hoja en cada asiento. La tercera persona era un hombre joven. Iba de un lugar a otro de la nave, aparentemente sin rumbo y parecía hablar solo. En la mano llevaba una Biblia. De vez en cuando se quedaba parado delante de una silla, alargaba la mano, como si estuviera charlando enojado con el mueble, pero su boca permanecía cerrada. O se quedaba parado con la Biblia levantada hacia arriba, recitando una serie de frases incomprensibles para Sven-Erik y Anna-Maria. Cuando pasaron cerca de él, les echó una mirada. La alfombra manchada de sangre seguía en el pasillo de la iglesia, pero alguien había movido las sillas, de manera que se podía pasar sin pisar la zona donde había estado el cuerpo.

– Bueno, aquí tenemos a la trinidad -dijo Sven-Erik en un intento de romper el hielo cuando los tres pastores se levantaron con expresión seria para saludarlos.

Ninguno de los tres sonrió.

Cuando se sentaron, Anna-Maria escribió sus nombres con algunos datos en su cuaderno de notas, de manera que pudiera recordar después quién era quién y lo que habían dicho. Lo de la grabadora era impensable. Ya iba a ser bastante difícil hacerles hablar.

«Thomas Söderberg -escribió-. Moreno, guapo, con gafas modernas. Unos cuarenta. Vesa Larsson, unos cuarenta, el único que no lleva traje ni corbata. Camisa de franela y chaleco de piel. Gunnar Isaksson. Gordo, con barba. Unos cincuenta.»

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* Sospechoso del asesinato del primer ministro sueco Olof Palme. (N. de los t.)