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– ¿Puedo interrumpir? -dijo amablemente y continuó, ya que nadie se lo impidió-. Para el encuentro de esta noche, ¿qué vamos a hacer con…?

Se quedó callada haciendo un gesto con la mano derecha hacia el ensangrentado lugar donde había estado el cuerpo de Viktor Strandgård.

– Dado que el suelo no está barnizado, no creo que se puedan borrar todas las huellas… Quizá se podría enrollar la alfombra y poner algo encima hasta que nos traigan una nueva.

– De acuerdo -respondió Gunnar Isaksson.

– No, por favor, Ann-Gull -interrumpió el pastor Söderberg a la vez que miraba rápidamente a Gunnar Isaksson-. Yo lo arreglaré dentro de un momento. Déjalo así, por ahora. La policía acabará enseguida ¿no es cierto?

Lo último iba dirigido a Anna-Maria y a Sven-Erik. Al ver que éstos no contestaban, Thomas Söderberg sonrió a la mujer, con lo que parecía dar por acabada la conversación. Ella desapareció como un espíritu servicial, en dirección a la otra mujer. Al cabo de un momento volvió a oírse el aspirador.

Los pastores y la policía se quedaron sentados en silencio, observándose unos a otros.

«Típico -pensó Anna-Maria, enojada-. Suelo de madera sin tratar, gruesa alfombra hecha a mano, sillas sueltas en lugar de bancos. Es muy bonito, pero estoy segura de que no es fácil mantener esto limpio. Menos mal que hay tantas mujeres sumisas que le hacen la limpieza gratis a Dios.»

– La verdad es que no tenemos demasiado tiempo -dijo Thomas Söderberg. Su voz había perdido toda la amabilidad.

– Tenemos una misa esta noche y, como comprenderán, debemos preparar un montón de cosas -añadió al ver que ninguno de los policías le respondía.

– Bueno -aclaró Sven-Erik, como si tuvieran todo el tiempo del mundo-. Si Viktor Strandgård no tenía enemigos, sí que tendría amigos. ¿Quiénes estaban más cerca de Viktor Strandgård?

– Dios -respondió el pastor Isaksson con una sonrisa triunfal.

– Su familia, naturalmente, su madre y su padre -rectificó Thomas Söderberg, ignorando el comentario de su compañero-. El padre de Viktor, Olof Strandgård, es el presidente del Partido Demócrata Cristiano y comisionado municipal. La congregación tiene bastantes representantes en el concejo municipal, sobre todo del Partido Demócrata Cristiano, que es el partido con más adeptos entre la clase media de Kiruna. Nuestra influencia en el municipio es cada vez más grande y tendremos la mayoría absoluta en las próximas elecciones. También esperamos que la policía no haga nada que pueda dañar la confianza que hemos alcanzado entre nuestros electores. Después está la hermana de Viktor, Sanna Strandgård. ¿Han hablado con ella?

– No, todavía no -respondió Sven-Erik.

– Vayan con cuidado cuando lo hagan; es una persona muy frágil -informó el pastor Söderberg-. También debo incluirme entre sus allegados.

– ¿Era su confesor? -preguntó Sven-Erik.

– Bueno -contestó Thomas Söderberg sonriendo de nuevo-. No lo llamamos así. Más bien, mentor espiritual.

– ¿Saben si Viktor Strandgård estaba a punto de descubrir algo antes de morir? -inquirió Anna-Maria-. ¿Sobre sí mismo, quizás? ¿O sobre la congregación?

– No -respondió Thomas Söderberg tras un segundo de silencio-. ¿Qué podría ser?

– Perdonadme -dijo Anna-Maria levantándose-. Tengo que ir al baño.

Abandonó a los hombres y se dirigió hacia los aseos, al final de la iglesia. Orinó un poco pero siguió sentada, descansando la mirada sobre las blancas paredes alicatadas. Había una idea que le volvía una y otra vez a la cabeza. Durante los años que había trabajado como policía había aprendido a notar las señales de la tensión. Todas, desde sudores a mareos. Normalmente, la gente se pone nerviosa cuando habla con la policía. Pero cuando empezaba a intentar esconder esa tensión, era cuando convenía poner atención.

Y había un síntoma de tensión que sólo se presentaba una vez. Aparecía una única vez. Y ella acababa de notarlo. Justo después de haber preguntado si Viktor Strandgård estaba a punto de descubrir algo antes de morir. Uno de los tres pastores, no pudo darse cuenta de quién, había respirado hondo. Una única vez. Una inspiración.

– Bueno, joder -dijo en voz alta pero para sí misma, sorprendiéndose de lo bien que le sentaba soltar tacos en secreto dentro de la iglesia-. Puede ser que no signifique una mierda. La gente respira. Lo que está claro es que no son trigo limpio. A ver qué directiva de una organización lo es. Ni la policía. Y seguro que esta pandilla tampoco. Pero eso no les convierte en asesinos -continuó Anna-Maria mientras accionaba el mando de la cisterna.

Pero había algo más. Por ejemplo, ¿por qué contestó Vesa Larsson que no había nada que preocupara a Viktor Strandgård si Thomas Söderberg era su «mentor espiritual» y, por tanto, quien lo conocía mejor?

Cuando Sven-Erik y Anna-Maria abandonaron la iglesia e iban camino del aparcamiento, la mujer que estaba pasando el aspirador salió corriendo tras ellos. Llevaba calcetines de deporte y zuecos, por lo que iba bajando la cuesta a veces corriendo y a veces resbalando.

– He oído que preguntaban si tenía enemigos -dijo resollando.

– Sí, ¿por qué?

– Sí que los tenía -dijo aferrándose convulsivamente al brazo de Sven-Erik-. Y ahora que está muerto, el enemigo será más fuerte. Yo siento cómo me acosa a mí también.

Soltó a Sven-Erik y se abrazó a sí misma en un intento infructuoso de protegerse del incisivo frío. No se había puesto ropa de abrigo. Dobló un poco las rodillas para mantener el equilibrio en la cuesta. La mínima inclinación de los zuecos hacia atrás la hacía resbalar.

– ¿Acosada? -preguntó Anna-Maria.

– Por los demonios -dijo la mujer-. Quieren que vuelva a fumar. Antes yo estaba poseída por el demonio del tabaco, pero Viktor Strandgård puso sus manos sobre mí y me liberó.

– Tomamos nota -dijo la policía, y reemprendió la marcha hacia el coche.

Sven-Erik se quedó allí y sacó un bloc de notas del bolsillo interior de su anorak.

– Él fue quien mató a Viktor -dijo la mujer.

– ¿Quién? -preguntó Sven-Erik.

– El príncipe de los demonios -susurró-. Satán. Intenta abrirse paso.

Sven-Erik se volvió a guardar el bloc de notas y cogió las frías manos de la mujer entre las suyas.

– Gracias -le dijo-. Ahora será mejor que entre para que no se quede helada.

– Sólo quería decírselo -les gritó la mujer cuando se alejaban.

Dentro de la iglesia los pastores discutían en voz alta.

– No se puede hacer de esa manera -gritó Gunnar Isaksson, indignado, mientras seguía los pasos de Thomas Söderberg alrededor de la mancha de sangre que había en el suelo. Söderberg iba apartando las sillas para que la oscura huella de la muerte de Viktor Strandgård quedara en medio, como en el centro de una pista de circo.

– Claro que sí -respondió Thomas Söderberg, tranquilo. Volviéndose hacia la mujer bien vestida añadió-: Quita la alfombra del pasillo pero deja que la mancha de sangre que hay debajo siga ahí. Compra tres rosas y ponlas sobre el suelo. Cambiaremos la disposición. Yo predicaré al lado del lugar donde murió. Las sillas deben ponerse alrededor.

– Tendrás oyentes por todos lados -gritó Gunnar Isaksson-. ¿Es que la gente va a estar mirándote la espalda?

Thomas Söderberg se acercó al hombre bajo y grueso y le puso las manos sobre los hombros.

«Mierdecilla -pensó-. No tienes retórica suficiente para hablar desde una palestra. Necesitas un teatro. Una plaza. Tienes que tener a todo el mundo delante y un atrio donde agarrarte por si las cosas se ponen feas. Pero no puedo dejar que tu incapacidad sea un impedimento para mí.»

– ¿Recuerdas lo que dijimos, hermano? -preguntó Thomas Söderberg a Gunnar Isaksson-. Tenemos que mantenernos unidos. Te prometo que esto saldrá bien. La gente tiene que poder llorar, rezar, gritar a Dios y nosotros esta noche vamos a triunfar. Dile a tu mujer que traiga una flor y la ponga en el lugar donde estaba tendido su cuerpo.