«Va a haber un ambiente increíble», pensó Thomas Söderberg.
Tenía que acordarse de decirle a más gente que llevara flores para ponerlas en el suelo. Sería como el lugar donde asesinaron a Olof Palme.
El pastor Vesa Larsson estaba sentado inclinado hacia adelante, en el mismo lugar donde estaba cuando hablaron con la policía. No participaba en la acalorada discusión, sino que se tapaba el rostro con las manos. Probablemente lloraba, pero era difícil saberlo.
Rebecka y Sanna iban en el coche en dirección a la ciudad. Los pinos cargados de nieve pasaban deprisa a la luz de los focos. El violento silencio que reinaba era como una habitación que iba encogiéndose por momentos. Las paredes y el techo se movían hacia dentro y hacia abajo. A cada minuto que pasaba se hacía más difícil respirar con libertad. Conducía Rebecka. Sus ojos iban del velocímetro a la carretera. El tremendo frío hacía que el firme no estuviera resbaladizo en absoluto, a pesar de estar cubierto de nieve apisonada.
Sanna iba sentada con la mejilla apoyada en el frío cristal de la ventanilla, enroscándose un mechón de pelo en un dedo.
– ¿No puedes decir algo? -preguntó al cabo de un rato.
– No estoy acostumbrada a conducir por carretera -respondió Rebecka-. No puedo hablar y conducir a la vez.
Ella misma se dio cuenta de que su mentira se traslucía tan bien como la suciedad bajo el agua. Pero daba lo mismo. Quizás ésa era su intención. Miró el reloj. Las ocho menos cuarto.
«No te vayas a pelear ahora -se ordenó-. Has subido a Sanna al barco, así que ahora haz el favor de llevarla a puerto.»
– ¿Crees que las niñas estarán bien?
– No tienen más remedio -respondió Sanna, acomodándose en el asiento-. Y estaremos de vuelta pronto, ¿no? No me atrevo a pedir ayuda a nadie. Cuantos menos sepan dónde estoy, mejor.
– ¿Por qué?
– Tengo miedo a los periodistas. Sé cómo son. Y luego mis padres… Bueno, vamos a hablar de otra cosa.
– ¿Quieres hablar de Viktor? ¿De lo que pasó?
– No. Dentro de un momento se lo explicaré a la policía. Hablemos de ti, así me tranquilizaré. ¿Cómo te van las cosas? ¿De verdad hace siete años que no nos veíamos?
– Mmm -respondió Rebecka-. Pero hemos hablado por teléfono alguna que otra vez.
– Y pensar que todavía tenéis la casa de Kurravaara.
– Sí, mis tíos, Affe e Inga-Lili, dicen que no tienen dinero para comprarme mi parte. Creo que están enfadados porque son los únicos que la cuidan e invierten en ella. Claro que, por otra parte, también son ellos los únicos que la disfrutan. Yo la vendería. A ellos o a cualquiera, me da lo mismo.
Se quedó pensando en lo que acababa de decir. ¿No disfrutaba ella de la casa de la abuela o de la cabaña de Jiekajärvi? ¿Qué importaba que nunca fuera allí? Simplemente con recordar la cabaña, que poseía un refugio, lejos de la civilización, en un lugar desierto, más allá de los bosques y de los pantanos, ¿no era alegría suficiente?
– Ahora eres tan…, ¿cómo lo podría decir? Tan encantadora -dijo Sanna-. Y se te ve tan segura, de alguna manera. Siempre he creído que eras guapa, pero ahora pareces sacada de una serie de televisión. Y llevas el pelo muy bonito también. El mío lo dejo crecer a lo salvaje hasta que me lo corto yo misma.
Con toda la intención, Sanna se metió los dedos entre sus rizos, gruesos y rubios.
«Ya lo sé, Sanna -pensó Rebecka, enojada-. Ya sé que eres la más guapa del mundo. Y eso sin necesidad de que te gastes el dinero en ropa o en peluquerías.»
– Cuéntame algo -pidió Sanna, quejumbrosa-. Me siento tan tremendamente avergonzada, pero ya te he pedido perdón. Y estoy completamente paralizada de miedo. Mira qué frías tengo las manos.
Se quitó la manopla de piel de oveja y alargó la mano hacia Rebecka.
«Está loca -pensó Rebecka enojada, con las manos apretando el volante-. Me cago en la hostia, está completamente chiflada.»
«Nota mi mano, Rebecka, está temblando. Está completamente fría. Te quiero tanto, Rebecka. Si fueras un chico, me enamoraría de ti, ¿lo sabes?»
– Tienes una perra muy bonita -comentó, Rebecka esforzándose por mantener la voz tranquila.
Sanna retiró la mano.
– Sí -respondió-. Chapi. Las niñas la adoran. Nos la dio un chico sami que conocemos. Su dueño no la cuidaba. Por lo menos cuando bebía, y siempre estaba bebido. Pero no logró echarla a perder. Es tan alegre y obediente. Y la verdad es que adora a Sara, ¿te has dado cuenta? Siempre le pone la cabeza en las rodillas. Es divertido porque las niñas han tenido muy mala suerte con las mascotas este último año.
– No me digas.
– O no era mala suerte. A veces son muy irresponsables. No sé lo que es. Esta primavera se escapó el conejo que teníamos porque Sara se olvidó de cerrar bien la puerta de la jaula. Y no hubo manera de que reconociera que había sido culpa suya. Después nos hicimos con un gato. Y desapareció en otoño. Claro que esta vez no tuvo la culpa Sara. Eso es lo que pasa con los gatos callejeros. Lo atropellarían o algo así. Hemos tenido jerbos, que también han desaparecido. No me atrevo a pensar dónde estarán ahora. Seguro que viven detrás de las paredes o debajo del suelo comiéndose la casa, lentos pero seguros. Sara y Lova me tienen loca. Como ahora que Lova se ha rebozado en detergente, a ella y a la perra. Y Sara se la queda mirando sin hacer nada. Yo es que no puedo más. Lova siempre está haciendo cochinadas así. Bueno, vale, vamos a hablar de algo más divertido.
– Mira qué aurora boreal tan formidable -dijo Rebecka, acercando la cabeza al volante para ver mejor el cielo.
– Sí, ha sido increíble todo el invierno. Debe de haber tormenta en el sol, por eso pasa esto. ¿No echas de menos estar aquí?
– No, quizá, no sé.
Rebecka se echó a reír.
A lo lejos se veía la Iglesia de Cristal. Parecía flotar como una nave espacial sobre la luz de la calle. Cada vez se veían más casas. La carretera se convirtió en una calzada y Rebecka apagó las luces largas.
– ¿Estás a gusto allá abajo? -preguntó Sanna.
– No hago más que trabajar -respondió Rebecka.
– ¿Y la gente?
– No sé. No me siento cómoda entre ellos, si es eso lo que quieres saber. Siempre siento que vengo de una familia sencilla. Puedes aprender las reglas de urbanidad, como mirar hacia donde se tiene que mirar cuando se brinda y dar las gracias por escrito a los anfitriones cuando has estado en una fiesta, pero no puedes esconder quién eres en realidad. Así que te sientes siempre un poco apartada. Y cultivas cierto resentimiento hacia la gente bien. Además, no se sabe qué opinión tienen de ti. Son igual de agradables con todo el mundo, tanto si les caes bien como si no. Aquí en casa por lo menos se sabe cómo es la gente.
– ¿Lo sabemos? -preguntó Sanna.
Se quedaron calladas, ensimismadas en sus pensamientos. Pasaron por delante del jardín de la iglesia y se aproximaron a la gasolinera de Statoil.
– ¿Compramos algo de beber? -preguntó Rebecka.
Sanna asintió con la cabeza y Rebecka giró hacia la gasolinera. Se quedaron sentadas en el coche, sin decir nada. Ninguna hizo gesto alguno de salir del coche para ir a comprar y ninguna miraba a la otra.
– No deberías haberte ido nunca -dijo Sanna con voz triste.
– Tú sabes por qué me fui -respondió Rebecka mientras volvía la cabeza hacia su ventanilla, de manera que Sanna no le pudiera ver la cara.
– Creo que fuiste el único amor de Viktor, ¿lo sabes? -estalló Sanna-. Creo que nunca pudo olvidarte. Si te hubieras quedado…
Rebecka se dio la vuelta. Sintió que la ira la atravesaba como la llama de un soldador. Estaba temblando, tiritando, y las palabras que le venían a la boca eran confusas e imprecisas. Pero le salieron. No pudo contenerse.