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En la Iglesia de Cristal, Karin, la mujer del pastor Gunnar Isaksson, aparentaba rezar con los ojos medio cerrados. Faltaba una hora para el encuentro de la noche. Delante, en el escenario, el coro de gospel ensayaba. Treinta jóvenes, mujeres y hombres. Pantalón negro, jersey lila y, en la parte delantera, una pastilla de color amarillo y naranja y la palabra «Joy».

Antes, aquella nave le gustaba tanto que le dolía. La acústica era divina. Como ahora. Las vocales alargadas serpenteaban hacia el techo y después caían hasta una profundidad donde sólo llegaban los barítonos. La cálida luz. La noche polar de fuera, los enormes ventanales de cristal. Una burbuja de la fuerza de Dios en medio de la oscuridad y el frío.

Los guitarras y el del bajo afinaban los instrumentos. Hubo un ruido sordo cuando el técnico de las luces encendió los focos del escenario. Los chicos que se encargaban del sonido se estaban peleando con un micrófono que no quería funcionar. Hablaban a través de él sin que se oyera nada y, de pronto, salió un sonido metálico y penetrante.

Le picaban los brazos. Esa mañana la erupción estaba hinchada y roja. Se preguntaba si no tendría psoriasis. Que no lo viera Gunnar. No le apetecía oírlo.

Habían cambiado la disposición de los asientos de la sala de la iglesia. Las sillas estaban puestas alrededor del lugar donde había estado el cuerpo de Viktor. Era como un auténtico circo. Miró a su marido, sentado en la primera fila, su robusta nuca le sobresalía por el blanco cuello de la camisa. A su lado estaba Thomas Söderberg intentando concentrarse en el sermón de la noche. Ella vio que Gunnar se obligaba a fijar la vista en la Biblia, decidido a no estorbar. Después olvidaría lo que quería decir y se perdería en su discurso. Con la mano derecha trazaba en el aire unos dibujos circulares.

Después de Navidad había decidido adelgazar. Hoy se había saltado la comida principal. Mientras ella, sentada a la mesa de la cocina, le daba vueltas a los espaguetis de su plato con el tenedor, él, de pie, se comió tres peras junto al fregadero. Con sus anchas espaldas, inclinado sobre la pila. Sorbiendo y engullendo, el sonido del jugo de la pera al gotear. Con la mano izquierda se sujetaba la corbata contra el cuerpo.

Miró el reloj. Dentro de un cuarto de hora abandonaría su lugar al lado de Thomas Söderberg, se iría a hurtadillas hasta el coche y se acercaría hasta el Empes, para comerse una hamburguesa a escondidas. Volvería con la boca llena de chicles.

«Miéntele a alguien a quien le importe -quería gritar-. A mí me es igual.»

Al principio era otro hombre. Hacía una sustitución como conserje de la escuela de Berga, donde ella trabajaba como profesora de segundo ciclo. Ella había ido a la universidad y aquello a él le parecía muy bien. Fue un cortejo clamoroso, manifiesto. Él se inventaba recados que hacer en la sala de profesores cuando ella estaba libre. Bromas y risas y una serie sin fin de chistes malos. Y detrás de todo aquello, una inseguridad que a ella la conmovió. Los comentarios de los compañeros, que estaban fascinados. Cómo la alababa cuando ella se cortaba el pelo o estrenaba una blusa. Lo vio con los niños en el patio. Los niños lo adoraban. Un conserje que era buena persona. ¿Qué le importaba a ella que no le gustara leer?

Fue después, al quedarse a la sombra de Thomas Söderberg y Vesa Larsson, cuando se dio cuenta de que él no sabía imponerse.

Pero ya era tarde. Empezó a ir con él a la iglesia baptista. En aquel tiempo era una congregación a punto de sucumbir. No, mentira, ya había sucumbido. La gente que iba a misa parecía ir para descansar un rato camino de la tumba. Signe Persson, con su fino y transparente pelo, peinado con cuidado. El cuero cabelludo le brillaba debajo, rosado con manchas marrones. Arvid Kalla, en un tiempo obrero de LKAB. Ahora, medio dormido en el banco de la iglesia, con sus enormes puños impotentes sobre las rodillas.

Lógicamente, no tenían dinero para permitirse un pastor, y apenas había para calentar la iglesia. Gunnar Isaksson cuidaba de la congregación como un empresario. Reparaba y mantenía lo que se podía pagar. Suspiraba cuando no se podía. Por ejemplo, la humedad de la entrada. La pared se abultaba como un vientre hinchado. El papel se caía constantemente. La idea era que los feligreses se turnaran para hacer el sermón cuando se celebraba la misa, cada dos domingos. Pero dado que nadie se apuntaba voluntariamente, siempre lo hacía Gunnar Isaksson.

Su sermón era fácil de seguir. Pasaba de una cosa a otra hablando de la iglesia libre, un tema que conocía desde que era joven. Sin embargo, la base siempre era la misma, con las obligadas alusiones al «espíritu santo», «mi vida empieza de nuevo» y «el agua nos cae directamente del manantial». El sermón, siempre y sin excepción, terminaba con el tema del despertar de la fe para unos oyentes que ya hacía tiempo habían sido redimidos.

Era un consuelo que los sermones no fueran mucho mejores en las demás iglesias de la ciudad. El templo de Dios de Kiruna era una cabaña a punto de derrumbarse donde el olor a cerrado se había quedado para siempre.

Gunnar se levantó y fue hacia la salida. Por respeto, aminoró la marcha cuando pasó por delante del lugar donde había estado el cuerpo de Viktor Strandgård. Ya había muchas flores y tarjetas. A ella le sonrió haciéndole un guiño, una señal que parecía significar que sólo iba al baño o a intercambiar unas palabras con alguien en la entrada.

No era tonto. En absoluto. Si no, no hubiera llegado hasta allí. A la cima de esa congregación, junto a Thomas Söderberg y Vesa Larsson. Sin haber estudiado para pastor. Sin talento como pescador de almas. Hacía falta cierta capacidad para eso.

Recordaba cuando Gunnar le explicó que había un nuevo pastor, con su mujer, en la congregación de la Misión. Una pareja joven.

Unas semanas más tarde, Thomas Söderberg fue a una misa en la iglesia baptista. Se sentó en la segunda fila y asintió con la cabeza al sermón de Gunnar, con una sonrisa de ánimo, reflexionando seriamente. Su mujer, Maja, estaba a su lado, como una alumna modelo.

Después se quedaron a tomar café. Fuera había una oscuridad invernal. Nubes cargadas de nieve. Días que se acababan antes de que les diera tiempo a llegar.

Maja le hablaba alto, despacio y directamente al oído, a Arvid Kalla. Le pidió también la receta de los panecillos dulces a Edit Svonni.

Thomas Söderberg y Gunnar charlaban con entusiasmo con dos hermanos mayores de la iglesia. Había un intercambio que iba desde serios asentimientos de cabeza a grandes carcajadas, como un baile bien ensayado. La hermandad.

Y la pregunta obligada a la gente que venía del sur: «¿Estáis a gusto con el frío y la oscuridad?» La respuesta, como si de una sola boca se tratara: «Estamos la mar de bien. No echamos de menos en absoluto el barro y la lluvia. La próxima Navidad la celebraremos con la familia en Kiruna.»

Eso era todo lo necesario. Que no pareciera que habían sido desterrados a un lugar distante, más allá de la frontera de lo soportable. Nada de quejas ante la adversidad del cortante viento y la oscuridad que se asentaba en los sentidos. Las respuestas hicieron que las caras de los feligreses se relajaran.

Cuando se fueron, Gunnar le dijo:

– Gente agradable. El chico tiene muchas ideas.

Fue la última vez que llamó «chico» a Thomas Söderberg, que tenía diez años menos que él.

Dos semanas más tarde se encontró con Thomas Söderberg por la ciudad. Ella iba con el cochecito, luchando contra el viento y la nieve. Andreas tenía dos meses y medio e iba durmiendo. Paseaban por las calles de Kiruna. A Anna, de dos años, la arrastraba en un trineo, como un bulto que se quejaba todo el tiempo de frío en las manos y los pies.

Ella se sentía desgraciada. El cansancio le iba en aumento, lo mismo que crece la masa del pan. En cualquier momento podía reventar y venirse abajo. Odiaba a Gunnar. Constantemente perdía la paciencia con Anna. Sólo tenía ganas de llorar.