– Me cago en…
Rebecka le acababa de decir que iba allí porque conocía a los familiares, pensó. Lo de que era la abogada de la hermana tenía que ser un error.
Observó la cara seria de Rebecka cuando, a paso rápido, se dirigía hacia la entrada de la comisaría con un brazo sobre los hombros de la otra mujer, que tenía que ser la hermana de Viktor Strandgård. Con el brazo que tenía libre intentaba apartar a la mujer del micrófono que corría detrás de ellas.
– ¿Es verdad que le han sacado los ojos? -preguntó la periodista con un claro acento de Luleå-. ¿Cómo te sientes, Sanna? -continuó cuando vio que no le respondían-. ¿Es verdad que tus hijas iban contigo cuando lo encontraste en la iglesia?
Ya en la puerta de la comisaría, la de la coleta de zorro les cortó el paso con decisión.
– Dios mío, qué chica -suspiró Måns-. ¿Qué es esto? ¿Periodismo amarillo americano a la lapona?
– ¿Creéis que es un asesinato ritual? -preguntó la reportera.
La cámara enfocó de cerca el perfil de la cara enrojecida de la otra mujer. Sanna Strandgård, asustada, se la tapó con las manos. Los ojos color gris arena de Rebecka fulminaron primero la cámara y después a la periodista.
– Apártate -le dijo, áspera.
La orden y la expresión de la cara de Rebecka le trajeron un desagradable recuerdo a Måns. Fue en una fiesta de Navidad de la empresa, hacía dos años. Intentó hablar y ser agradable, y ella le echó una mirada como si él fuera lo que se encuentra al limpiar el váter. Si no recordaba mal, ella había dicho exactamente lo mismo con la misma áspera voz:
«Apártate.»
Después de aquello había mantenido las distancias. Lo último que quería era que se sintiera molesta y se despidiera. Y tampoco quería que se imaginara nada. Si no quería nada, pues no había más que hablar.
De pronto, todo ocurría a mucha velocidad en la pantalla. Måns prestó más atención con el dedo preparado sobre la tecla de pausa en el mando a distancia. Rebecka levantó el brazo para pasar y, al instante, la periodista desapareció de la imagen. Rebecka y Sanna Strandgård casi le pasaron por encima y continuaron su camino hacia la comisaría. La cámara las siguió enfocándoles las espaldas, y se oyó la voz de la enojada reportera diciendo antes de cortar la conexión:
– ¡Ay, mi brazo!, joder. ¿Has podido grabarlo?
Se oyó de nuevo la voz del periodista del canal TV4.
– La abogada trabaja en el conocido bufete Meijer & Ditzinger, pero nadie de allí ha querido comentar los acontecimientos de esta noche.
Måns parecía impresionado. Habían sacado una foto de archivo de la fachada del edificio donde se encontraba el bufete. Apretó la tecla de pausa.
– ¡Los cojones! -maldijo, levantándose del sofá tan deprisa que se salpicó de leche la camisa y los pantalones.
«Pero ¿qué coño está haciendo? -pensó-. ¿Está actuando realmente como la abogada de aquella Sanna Strandgård sin que lo sepan en el bufete? Tiene que ser un malentendido. Es imposible que sea tan inconsciente.»
Cogió su móvil y marcó un número. Sin respuesta. Se apretó la punta de la nariz con el índice y el pulgar intentando aclarar las ideas. Mientras se dirigía hacia el recibidor a buscar el ordenador portátil, marcó otro número de teléfono. Tampoco recibió respuesta. Estaba jadeante y sudoroso. Puso de cualquier manera el ordenador encima de la mesa del salón y accionó de nuevo el vídeo. En imagen ahora salía el fiscal jefe en funciones, Carl von Post, delante de la iglesia de la Fuente de Nuestra Fortaleza.
– Maldito sea -se quejó Måns, que intentaba abrir el ordenador a la vez que sujetaba el móvil entre el hombro y la oreja.
Sentía las manos torpes e inseguras.
Måns encontró el manos libres y pudo llamar a la vez que tecleaba en el ordenador. En todos los números que marcó sonaba la señal, pero nadie descolgó el teléfono. Seguramente los teléfonos habían estado bastante ocupados durante la noche después de las noticias. Con toda probabilidad los demás accionistas se preguntarían cómo cojones una de sus adjuntas en derecho fiscal estaba allí arriba apaleando periodistas, uno tras otro. Examinó su teléfono y vio que tenía quince mensajes. Quince.
Carl von Post miró directamente a Måns desde la pantalla del televisor e informó de cómo iba la investigación. Eran los comentarios obligados acerca de los trabajos que se estaban realizando: llamar a las puertas, interrogar a los miembros de la congregación y buscar el arma homicida. El fiscal iba elegantemente vestido con un abrigo gris de lana, con guantes y bufanda a juego.
– Jodido pijillo -comentó Måns Wenngren sin darse cuenta de que Von Post iba vestido casi exactamente como él mismo.
En esos momentos alguien levantó el auricular. Era el marido de una de las socias del bufete, y no estaba muy contento. Esta mujer se había vuelto a casar con un hombre mucho más joven que ella, el cual vivía muy bien a su costa, mientras aparentaba estudiar o no se sabía qué coño hacía.
«Joder, a ver si para de quejarse», pensó Måns.
Cuando la compañera cogió el auricular hubo una conversación muy corta.
– ¿Podríamos vernos de inmediato? -dijo Måns irritado-. ¿Qué quieres decir con que es de madrugada?
Se miró el Breitling. Las cuatro y cuarto.
– De acuerdo -respondió-. Pues nos vemos a las siete. Una reunión temprana para desayunar. A ver si conseguimos que vayan los demás.
Cuando acabó la conversación envió un correo a Rebecka Martinsson. Ella tampoco había contestado al teléfono. Cerró el ordenador y cuando se levantó notó que tenía los pantalones pegajosos. Se los miró y descubrió la leche que se había salpicado encima.
– Jodida niñata -gruñó mientras se quitaba los pantalones-. Jodida niñata.
ATARDECIÓ
Y AMANECIÓ: DÍA SEGUNDO
La inspectora jefa, Anna-Maria Mella, está durmiendo intranquila a la hora del lobo. Las nubes se han tumbado en el cielo y en la habitación reina la oscuridad. Es como si el mismo Dios hubiera ahuecado su mano sobre la ciudad como un niño la ahueca para un insecto volador. Nadie que se meta en el juego podrá salir de él.
Anna-Maria mueve la cabeza de un lado a otro para escapar de las voces y las caras de ayer, que han entrado en su sueño. El niño, enojado, le da patadas en el vientre.
En su sueño, el fiscal Carl von Post inclina la cabeza sobre Sanna Strandgård intentando obligarla a darle una respuesta que ella no tiene. La presiona y la amenaza diciendo que va a interrogar a sus hijas si no le contesta. Y cuanto más le pregunta, ella más se encierra en sí misma. Al final parece como si no recordara nada en absoluto.
– ¿Qué hacía en la iglesia en mitad de la noche? ¿Qué le hizo ir hasta allí? Algo tendrá que recordar. ¿Vio a alguien allí? ¿Recuerda cuando llamó a la policía? ¿Estaba enfadada con su hermano?
Sanna esconde la cara entre las manos.
– No me acuerdo. No sé. Vino a verme por la noche. De pronto Viktor estaba al lado de mi cama. Parecía triste. Cuando se disolvió su imagen, supe que algo había ocurrido…
– ¿Se disolvió?
Parece como si el fiscal no supiera si echarse a reír o darle una bofetada.
– Espere un momento. ¿Recibió la visita de un fantasma y comprendió que algo le había pasado a su hermano?