La voz de Maria la envolvió. Su mente quería obviar la interrupción y dejarse llevar, pero se esforzó y se encontró con las interrogantes cejas de su compañera.
– ¡Eh! Te he preguntado si querías oír las noticias.
– Claro que sí.
Rebecka se inclinó hacia atrás en la silla y alargó el brazo para conectar la radio que estaba en el alféizar.
«Dios mío, está más delgada que un silbido», pensó Maria observando la caja torácica de su compañera, que sobresalía de la americana; las costillas se le marcaban como las tablas de la quilla de un barco.
Rebecka subió el volumen de la radio y las dos mujeres se quedaron con sus tazas en la mano, agachando la cabeza como si estuvieran rezando.
Maria parpadeó. Tenía los ojos cansados. Hoy debía acabar el recurso del caso Stenman para el tribunal provincial. Måns la mataría si le pedía más tiempo. Sintió que le ardía el estómago. «Se acabó el café hasta después de comer. Aquí está una sentada como una princesa en una torre, días y noches, tardes y fiestas, en este encantador despacho con sus jodidas tradiciones, que podrían irse a tomar por saco lo mismo que los socios del bufete que te atraviesan la blusa con la mirada, mientras la vida simplemente transcurre allí fuera. No sé si es para echarse a llorar o para hacer una revolución. Después, lo único para lo que sirves es para irte a casa a ver la tele y quedarte como un tronco delante de la pantalla.»
«Son las seis y sintonizáis El Eco Matinal. Un conocido dirigente religioso, de unos treinta años de edad, ha sido encontrado asesinado esta mañana en la iglesia de la Fuente de Nuestra Fortaleza de Kiruna. La policía todavía no ha querido comentar el asesinato, pero a lo largo de la mañana ha notificado que nadie ha sido detenido como sospechoso y que tampoco ha sido localizada el arma homicida… Según un nuevo estudio, cada vez más municipios dejan de lado sus obligaciones derivadas de la ley de dependencia…»
Rebecka giró la silla con tanto ímpetu que se dio con la mano en el alféizar de la ventana. Apagó la radio de golpe, salpicándose de café la rodilla.
– ¡Viktor! -exclamó-. No puede ser otro.
Maria la miraba sorprendida.
– ¿Viktor Strandgård? ¿El Chico del Paraíso? ¿Lo conocías?
Rebecka apartó la vista de Maria y se quedó mirando fijamente la mancha de café de la falda. Tenía la cara pálida e inexpresiva y los delgados labios muy apretados.
– Claro que había oído hablar de él. Pero hace años que no voy a Kiruna. Ya no conozco a nadie de allí.
Maria se levantó del sillón y fue hacia Rebecka para quitarle la taza de café de entre sus rígidas manos.
– Si dices que no lo conocías, por mí vale, bonita, pero te vas a desmayar dentro de treinta segundos. Estás completamente pálida. Échate hacia adelante y pon la cabeza entre las rodillas.
Rebecka obedeció como un escolar mientras Maria iba al baño a buscar papel para intentar limpiar la mancha de café del traje de chaqueta de Rebecka. Cuando volvió, ésta se había reclinado en la silla donde estaba sentada.
– ¿Estás bien? -preguntó Maria.
– Sí -respondió Rebecka ausente. Sin fuerzas, miraba a Maria mientras ésta le limpiaba la falda con papel húmedo-. Lo conocía -dijo después.
– Mmm, no hace falta un detector de mentiras -dijo Maria sin apartar la vista de la mancha-. ¿Estás triste?
– ¿Triste? No sé. No, quizá tengo miedo.
– ¿Miedo?
Maria dejó de frotarle la falda.
– ¿Miedo de qué?
– No sé. De que alguien vaya a…
Rebecka no llegó a terminar la frase porque el teléfono empezó a emitir su estridente sonido. Dio un respingo y se lo quedó mirando, sin levantar el auricular. Tras la tercera señal, Maria respondió. Puso la mano tapando el receptor para que la persona al otro lado de la línea no la oyera susurrar:
– Es para ti y tiene que ser desde Kiruna, la que te llama tiene voz de dibujos animados.
Cuando el teléfono sonó en casa de la inspectora jefa Anna-Maria Mella, ella estaba despierta. La luna de invierno llenaba la habitación con su intensa y blanca luz. Los abedules de la montaña, al otro lado de la ventana, formaban en la pared imágenes azules con sus retorcidos cuerpos. Tan pronto como el teléfono empezó a sonar, levantó el auricular.
– Soy Sven-Erik. ¿Ya estás despierta?
– Sí, pero estoy en la cama. ¿Qué pasa?
Oyó que Robert suspiraba y lo miró. ¿Se habría despertado? No, la respiración volvió a ser regular y profunda. Bien.
– Posible asesinato en la iglesia de la Fuente de Nuestra Fortaleza -dijo Sven-Erik.
– ¿Y? Yo trabajo de administrativa desde el viernes, ¿lo has olvidado?
– Ya lo sé -dijo Sven-Erik con voz afligida-, pero joder, Anna-Maria, esto es algo especial. Podrías venir y mirar, simplemente. Los de la científica habrán acabado dentro de poco, así que podremos entrar. El que está allí dentro es Viktor Strandgård y aquello parece un auténtico matadero. Me imagino que tenemos una hora antes de que las putas televisiones lleguen con sus cámaras y toda la parafernalia.
– Estaré allí dentro de veinte minutos.
«Joder -pensó-. Me llama para pedirme ayuda. Ha cambiado.»
Sven-Erik no contestó, pero Anna-Maria oyó un contenido suspiro de alivio antes de acabar la conversación.
Se dio la vuelta hacia Robert y dejó descansar los ojos sobre su dormido rostro. La mejilla reposaba sobre el dorso de la mano y sus labios, rojo arándano, se habían entreabierto. Estaba irresistiblemente sexy y le habían empezado a salir canas en el enmarañado bigote y en las sienes. Él se inquietaba delante del espejo del baño estudiando el avance de las entradas en la frente.
– El desierto se va extendiendo -solía decir.
Le dio un beso en la boca. El vientre se interponía, pero llegó. Dos veces.
– Te quiero -le aseguró él, todavía dormido. Su mano la buscó debajo del edredón para atraerla hacia sí, pero ella ya se había sentado en el borde de la cama. Inmediatamente le entraron ganas de orinar. Como siempre. Aquella noche ya se había levantado dos veces para ir al baño.
Un cuarto de hora más tarde, Anna-Maria salía de su Ford Escort en el aparcamiento de la iglesia de la Fuente de Nuestra Fortaleza. Todavía hacía un frío del demonio. El aire pellizcaba y mordía las mejillas. Si respiraba por la boca le dolían la garganta y los pulmones. Si respiraba por la nariz se le helaban los delgados pelillos de las fosas nasales. Se tapó la boca con la bufanda y miró el reloj. Como máximo media hora, después el coche no arrancaría. Era un gran aparcamiento, con capacidad para cuatrocientos coches, como mínimo. Su Escort, rojo pálido, parecía pequeño y miserable al lado del Volvo 740 de Sven-Erik Stålnacke. Había un coche patrulla al lado del Volvo. Por lo demás, sólo había unos diez coches en el aparcamiento, completamente cubiertos por la nieve. Los de la científica debían de haberse ido. Se puso a subir la estrecha cuesta de Sandstensberget hacia la iglesia. La escarcha parecía haberse helado en los abedules, y arriba del todo se levantaba la imponente Iglesia de Cristal hacia el oscuro cielo de la noche, rodeada de estrellas y planetas. Era como un enorme cubo de hielo reluciendo por la luz de la aurora boreal.
«Vaya presuntuosa construcción de mierda -pensó mientras se esforzaba en subir la cuesta-. Sería mejor que esta rica congregación enviara un poco de dinero a los de Aldeas Infantiles. Pero seguro que es más divertido cantar los salmos en una iglesia moderna que cavar pozos en África.»