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Anna-Maria lamenta que su querido Robert se haya despertado. Éste se apoya en el codo y le acaricia el pelo.

– Shhh, Mia-Mia -le dice para tranquilizarla. Una y otra vez repite su nombre y le acaricia el pelo color paja hasta que ella, de pronto, respira muy hondo y se relaja. Su cara se suaviza y deja de gemir. Cuando su respiración vuelve a ser tranquila y regular, él se duerme de nuevo.

Los que conocen a Carl von Post suponen que aquella noche dormirá tranquilo, satisfecho con la atención que se le ha prestado, y que tendrá felices sueños con lo que le tiene preparado el futuro en su cálido regazo. Seguro que está durmiendo en su cama con una sonrisa de satisfacción.

Pero incluso Carl von Post no hace más que dar vueltas. Aprieta las mandíbulas y los dientes hasta hacerlos rechinar. Así es su sueño siempre. Los acontecimientos del día no lo han salvado.

Y Rebecka Martinsson duerme profundamente en el sofá cama de la cocina, en casa de sus abuelos paternos. Su respiración es tranquila y regular. Chapi se ha tumbado a su lado y Rebecka duerme abrazada al caliente cuerpo del animal, con la nariz enterrada en su lanoso pelo negro. No hay ruidos del mundo de fuera. Nada de coches ni aviones. Nada de trasnochadores vocingleros y nada de fuertes lluvias de invierno golpeando contra los cristales de las ventanas. Dentro de la habitación, Lova murmura algo en sueños y se aprieta contra Sanna. La casa cruje también, y hace algún que otro ruido, como si se diera la vuelta en el sueño del invierno.

MARTES, 18 DE FEBRERO

Poco antes de las seis, Chapi despertó a Rebecka apretando el hocico contra su cara.

– Hola, pequeñita -susurró Rebecka-. ¿Qué quieres? ¿Tienes ganas de salir a hacer pis?

Buscó la lámpara de noche y la encendió. La perra corrió hacia la puerta de salida, gimoteó un poco y volvió hacia Rebecka, apretando de nuevo el hocico contra su cara.

– Ya voy, ya voy.

Se sentó en el borde de la cama y se envolvió en el edredón. En la cocina hacía frío.

«Todo lo de aquí dentro me recuerda a mi abuela -pensó-. Es como si acabara de dormir con ella en el sofá de la cocina y me pudiera quedar calentita en la cama mientras ella enciende el fuego y hace café.»

Podía ver a Theresia Martinsson sentada junto a la mesa de alas abatibles, enrollando el cigarrillo de la mañana. La abuela usaba papel de periódico en lugar de papel de fumar, que era caro. De una página del ejemplar del día anterior del Norrbottenskuriren cortaba el margen con mucho cuidado. Era ancho y no tenía letras, muy adecuado para su propósito. Ponía un pellizco de tabaco y enrollaba un delgado cigarrillo entre los pulgares y los índices. Llevaba el pelo plateado muy recogido bajo un pañuelo e iba vestida con una bata de tela sintética a cuadros azules y negros. Las vacas la llamaban desde el establo. «Hola, pikku-piika -solía responderles con una sonrisa-. ¿Ya estáis despiertas?»

Pikku-piika, en su idioma, significaba pequeña criada.

Chapi ladró impaciente.

– Vale, vale. Ya voy -respondió Rebecka-. Sólo voy a encender el fuego.

Con los calcetines de lana con los que había dormido y envuelta en el edredón fue hasta la vieja cocina y abrió la trampilla. Chapi se sentó junto a la puerta a esperar. De vez en cuando gemía ligeramente para que no se olvidaran de ella.

Rebecka cogió un cuchillo típico de la zona de Mora y con mano hábil cortó unas astillas de un leño que estaba al lado de la cocina. Puso dos troncos encima de unas cortezas de abedul y de las astillas, y encendió el fuego, que prendió con rapidez. Metió un poco de leña de abedul, que duraría más que la de pino, y cerró la portezuela.

«Debería dedicar más tiempo a pensar en mi abuela -se dijo-. ¿Quién ha decidido que es mejor concentrarse en el presente? Tengo muchos rincones en la memoria donde vive mi abuela, pero no paso ningún tiempo con ella allí. ¿Y qué puede ofrecerme el presente?»

Chapi volvió a ladrar haciendo una pirueta delante de la puerta. Rebecka se puso la ropa. Estaba helada y eso hacía que sus movimientos fueran precipitados y torpes. Metió los pies en un par de botas de invierno que había en el recibidor.

– Tendrás que darte prisa -le dijo a Chapi.

Al salir encendió la luz de fuera y la del establo.

Hacía menos frío. El termómetro indicaba quince grados bajo cero y el cielo estaba pegado al suelo, no dejaba pasar la luz de los cuerpos celestes. Chapi se agachó un poco alejada y Rebecka miró a su alrededor. La finca estaba limpia de nieve hasta la puerta del establo. También la habían quitado de alrededor de la casa y la habían puesto contra las paredes para aislarla del frío.

«¿Quién la habrá quitado? -pensó Rebecka-. ¿Puede ser Sivving Fjällborg? ¿Es que sigue quitando la nieve de la finca a la abuela aunque ella ya no esté? Debe de tener unos setenta años.»

Intentó mirar a través de la oscuridad, hacia la casa de Sivving, al otro lado del camino. Cuando se hiciera más claro iría a ver si todavía ponía «Fjällborg» en el buzón.

Fue andando por el camino que iba al establo. La luz de fuera brillaba sobre las rosas que formaba el hielo en los cristales de las ventanas. Al otro lado estaba el invernadero de la abuela. Había varios cristales rotos que, con mirada tuerta, observaban a Rebecka como quejándose.

«Deberías estar aquí -le dijeron-. Deberías cuidar de la casa y del jardín. Mira, se ha caído la masilla. Imagina cómo estarán las tejas de la casa debajo de la nieve. Se han roto y han saltado. La abuela tenía mucho cuidado. Era muy trabajadora.»

Como si Chapi hubiera leído sus tristes pensamientos, fue hacia Rebecka corriendo a través de la oscuridad y la saludó con un afectuoso ladrido.

– Shhhh. Vas a despertar a todo el pueblo -dijo Rebecka.

De inmediato se oyeron a lo lejos y como respuesta unos ladridos. La perra se quedó escuchando atentamente.

– Ni se te ocurra -le advirtió Rebecka.

«Quizá debería haber cogido la correa.»

Chapi le echó una alegre mirada y decidió que Rebecka servía como compañera de juegos. Metió el hocico en la blanda nieve, lo sacó y luego sacudió la cabeza. Después invitó a Rebecka a jugar, primero dejando caer las patas anteriores en el suelo y luego agachando la parte delantera del cuerpo.

«Venga, vamos», decían sus brillantes ojos negros.

– Ahora verás -gritó alegre Rebecka, yendo hacia la perra.

Se resbaló inmediatamente. Chapi fue corriendo hacia ella, le saltó por encima como un perro de circo, dio la vuelta sobre sí misma y medio segundo más tarde estaba con su lengua rosada colgando de la sonriente boca, animando a Rebecka a que se levantara y a que lo intentara de nuevo. Rebecka se echó a reír y volvió a lanzarse hacia la perra. Chapi voló por encima del montón de nieve y Rebecka trepó detrás. Se hundieron en la capa de un metro de nieve virgen que había allí.

– Me rindo -jadeó Rebecka al cabo de diez minutos.

Se sentó. Le ardían las mejillas y estaba cubierta de nieve.

Cuando regresaron vieron que Sanna se había levantado y estaba haciendo café. Rebecka se desnudó. La ropa de abrigo enseguida se mojaba con la nieve casi deshecha y la más cercana al cuerpo estaba empapada de sudor. En el cajón de una cómoda encontró una camiseta, un polar de la marca Helly-Hansen y un par de calzoncillos largos de su tío Affe.

– ¡Qué guapa! -comentó Sanna riéndose-. Es divertido ver que enseguida te pones a la moda de aquí.

– Unos pantalones auténticos del norte no le sientan mal a nadie -respondió Rebecka moviendo el trasero en los abolsados calzoncillos.

– Dios mío, qué delgada estás -exclamó Sanna.

Rebecka metió de inmediato el trasero y se sirvió el café, dándole la espalda.

– Es que parece que estés deshidratada -continuó Sanna-. Deberías comer y beber mejor.

Su voz era dulce y preocupada.