– Sí, sí -suspiró al ver que Rebecka seguía callada-. Una tiene suerte de que a la mayor parte de los chicos les guste un poco de culo y de pechera. Aunque naturalmente a mí me parece bonito ser así de plana.
«Qué suerte tengo -pensó Rebecka, sarcástica-. Que por lo menos a ti te parezca guapa.»
Su silencio hizo que Sanna se sintiera insegura en su cháchara.
– Cómo soy -dijo-. Parezco una madraza. Dentro de poco te preguntaré qué vitaminas estás tomando.
– ¿Te importa que ponga las noticias? -le dijo Rebecka.
Sin esperar respuesta fue hacia el televisor y lo encendió. La imagen era borrosa. Probablemente había nieve sobre la antena.
A una corta noticia sobre una malversación de fondos de la Unión Europea, le siguió la del asesinato de Viktor Strandgård. La voz del periodista explicó cómo iba el trabajo de búsqueda del asesino y luego continuó con la habitual investigación; añadió que la policía aún no tenía a ningún sospechoso del asesinato. Las imágenes se sucedían unas a otras. Policías con perros registrando la zona alrededor de la Iglesia de Cristal, en busca del arma homicida; el fiscal jefe en funciones, Carl von Post, explicando que se estaba llamando a las puertas, interrogando a los miembros de la congregación y a los que habían asistido a los servicios religiosos. Después se vio en la imagen el Audi rojo que había alquilado Rebecka.
– Oh, no -exclamó Sanna, poniendo bruscamente la taza de café sobre la mesa.
«Esta noche también la hermana de Viktor Strandgård, que encontró el cuerpo en el lugar donde fue asesinado, entró en la comisaría de forma algo dramática para hacer una declaración.»
Todo el incidente fue grabado, pero en la versión de las noticias de la mañana prácticamente habían quitado el sonido, menos la palabra apagada de Rebecka: «Apártate.» También dijeron que la reportera había denunciado a la abogada por maltrato, antes de que el periodista del estudio dijera unas palabras sobre el pronóstico del tiempo que ofrecerían después de la pausa.
– Pero no se ha visto lo pesada que se puso la reportera -dijo Sanna, sorprendida.
Rebecka sintió que el estómago le quemaba.
– ¿Qué pasa? -preguntó Sanna.
«¿Qué le digo? -pensó Rebecka hundiéndose en la silla junto a la mesa de la cocina-. Que tengo miedo de perder el trabajo. Que me van a hacer el vacío hasta que me despida yo misma. Si ella acaba de perder a su hermano. Le debería preguntar de nuevo por Viktor. Preguntarle si quiere hablar de ello. Lo único que quiero es no involucrarme en su vida y volver a cargar con sus sufrimientos. Quiero irme a casa. Quiero sentarme delante del ordenador y escribir informes sobre impuestos especiales, sobre el beneficio conseguido rebajando los gastos de las pensiones.»
– En realidad, ¿qué crees que pasó, Sanna? -le preguntó-. Quiero decir, con Viktor. Me dijiste que estaba completamente mutilado. ¿Quién pudo haber hecho una cosa así?
Sanna se revolvió en la silla, incómoda.
– No sé. Ya se lo dije a la policía. De verdad que no lo sé.
– ¿No tuviste miedo cuando lo encontraste?
– No lo pensé.
– ¿En qué pensaste?
– No sé -respondió Sanna, poniéndose las manos sobre la coronilla como para protegerse a sí misma-. Creo que grité, pero tampoco estoy segura.
– Le dijiste a la policía que Viktor te despertó, que por eso fuiste hasta allí.
Sanna levantó la mirada para observar directamente a Rebecka.
– ¿De verdad te parece que sea una cosa rara? ¿Has empezado a creer que todo ha acabado sólo porque las funciones corporales se detengan? Estaba al lado de mi cama, Rebecka. Parecía tremendamente triste y vi que no era sólo físicamente. Supe que algo había ocurrido.
«No, no me parece que sea tan raro -pensó Rebecka-. Siempre ha visto más que los demás. Un cuarto de hora antes de que llegara una visita inesperada, Sanna solía preparar el café. "Ya viene Viktor", decía.»
– Pero de todas formas… -continuó Rebecka.
– Por favor -rogó Sanna-. De verdad que no quiero hablar de eso. No me atrevo. Aún no. Tengo que reponerme. Por las niñas. Gracias por haber venido. Y eso que tienes una carrera profesional. Quizás creas que hemos perdido el contacto, pero yo pienso en ti muy a menudo. Me da fuerza saber que estás, allí donde estés.
Ahora fue Rebecka la que se revolvió en la silla.
«Vale ya -pensó-. Antes significaba mucho saber lo que opinaba de mí. Que dijera que yo era importante en su vida. Pero ahora es como si estuviera tejiendo una tela de araña alrededor de mi cuerpo.»
Chapi fue la primera en reconocer el ruido de la moto e interrumpió con un ladrido. Levantó las orejas y dirigió la mirada hacia la ventana.
– ¿Esperas a alguien? -preguntó Rebecka.
No estaba segura de dónde procedía el ruido, pero le pareció que sonaba como si alguien hubiera parado la moto y la dejara con el motor en marcha, un poco alejada de la casa. Sanna inclinó la frente contra el cristal de la ventana y ahuecó las manos a los lados de los ojos para poder ver algo más que su propia cara reflejada.
– Oh, no -exclamó con una sonrisa molesta-. Es Curt Bäckström. Fue el que nos trajo hasta aquí. Creo que le gusto un poco y es bastante guapo. Se parece a Elvis, de alguna manera. Quizá te podría interesar, Rebecka.
– Vale ya -respondió Rebecka, tensa.
– ¿Qué pasa? ¿Qué he dicho?
– Desde que te conozco has hecho siempre lo mismo. Te pasas la vida atrayendo a los chiflados y después opinas que pueden ser para mí. Gracias, pero no.
– Perdona -respondió Sanna, ofendida-. Siento que la gente que yo conozco y con la que salgo no tenga la clase o el nivel adecuado para ti. Y ¿cómo le puedes llamar chiflado si no lo conoces?
Rebecka fue hasta la ventana para poder ver el patio.
– Ahí está con su moto, casi en mitad de la noche, guardando la casa donde vives, sin subir -dijo-. I rest my case.
– Pues no es culpa mía si le gusto a ciertos hombres -continuó Sanna-. ¿O quizá crees, como Thomas, que soy una puta?
– No, sólo quiero que hagas el puto favor de no comentar mi aspecto ni me ofrezcas a tus admiradores.
Rebecka cogió de mal talante su maleta y se metió en el baño. Cerró la puerta con un golpe de manera que el pequeño cartelito con el texto «Aquí es» se quedó balanceándose.
– Dile que suba -gritó desde dentro-. No se puede quedar ahí fuera como un perro abandonado con el frío que hace.
«Dios mío -pensó mientras cerraba la puerta-. Los chiflados admiradores de Sanna y el libertino estilo de vestirse que tiene. Ya no son problema mío. Pero eso hacía que Thomas Söderberg se indignara. Y entonces, cuando Sanna y yo compartíamos piso, de alguna extraña manera era mi responsabilidad.»
– Me gustaría que hablaras con Sanna sobre su forma de vestir -le dice Thomas Söderberg a Rebecka.
Está insatisfecho con ella. Lo nota en cada poro de su cuerpo y es como si la presionaran contra el suelo. Cuando él sonríe, el cielo se abre y puede sentir el amor de Dios a pesar de que no pueda oír su voz. Pero cuando a Thomas se le pone esa expresión de decepción en los ojos es como si todo se apagara para ella. Se queda como una habitación vacía.
– Ya lo he intentado -se defiende-. Le he dicho que debe pensar en cómo se viste. Que no se ponga esos jerséis tan escotados. Que utilice sujetador y que lleve faldas más largas. Y lo entiende pero…, bueno, es como si por la mañana no se diera cuenta de lo que se pone. Y yo no estoy allí para vigilarla cuando se viste. Así que es como si se olvidara de todo. Después se encuentra una con ella en la ciudad y parece…
Duda y rechaza la palabra «puta». A Thomas no le gustaría que pronunciara esa palabra.
– … y parece no sé qué -continúa-. Si se le pregunta qué es lo que se ha puesto, se mira a sí misma sorprendida. No lo hace a propósito.
– No me importa si lo hace a propósito -responde Thomas Söderberg duramente-. Mientras no se vista de forma decente no puedo dejar que tenga un papel importante en nuestra congregación. ¿Cómo voy a dejarla testimoniar, cantar en el coro o dirigir la oración cuando sé que el noventa por ciento de los hombres que están escuchando, van a estar mirándole los pezones que le sobresalen por debajo del jersey y que en lo único que estarán pensando es en meterle la mano entre las piernas?