Se queda callado, mirando a través de la ventana. Están sentados en la sala de oraciones, detrás de la nave de la iglesia de la Misión. La luz nítida del sol de finales de invierno entra a través de las ventanas, altas y estrechas. La iglesia está en un bloque de viviendas proyectada por el arquitecto Ralph Erskine. Los que viven en Kiruna la llaman La Tabaquera, porque el hormigón es de color marrón. Y a la iglesia, para ser consecuentes, la llaman La Hebra del Señor. A Rebecka le parece que la nave antes era más bonita. Más sobria y espartana. Como un claustro con paredes y suelo de hormigón, y duros bancos de madera. Pero Thomas Söderberg hizo quitar el púlpito, que estaba fijo, y lo sustituyó por uno de madera que se podía trasladar. También hizo poner suelo de madera en la parte delantera. Para que no fuera tan deprimente. Ahora la nave de la iglesia se parece a cualquier otra iglesia libre.
Thomas mira hacia el techo, donde hay una gran mancha de humedad. Siempre sale a finales del invierno, cuando la nieve se deshace en el tejado.
Es su forma de quedarse callado y no querer encontrarse con la mirada de ella lo que hace que Rebecka lo entienda. Thomas Söderberg está enojado con Sanna porque también lo tienta a él. Él es uno de los hombres que quiere meterle la mano en las bragas y…
La ira le sale como una rosa ardiente en su pecho.
«Maldita Sanna -dice para sí misma-. Serás puta.»
Sabe que no es fácil ser pastor. Thomas se ve tentado de todas las maneras posibles. Qué más quisiera el enemigo que pecara. Y él tiene una debilidad en cuanto al sexo. Lo ha explicado abiertamente a los jóvenes del grupo de estudios de la Biblia.
Recuerda cuando les contó a ellos la visita que recibió de dos ángeles. Sin poder hacer nada, él se sintió atraído por uno de ellos. Y ella lo sabía.
«Es lo peor que podía pasar -había dicho el ángel-. Sería todo lo contrario. Tendría tanta oscuridad como luz tengo ahora.»
Sanna llamó con cuidado a la puerta del baño.
– Rebecka -dijo-. Voy abajo a pedirle a Curt que suba. Supongo que saldrás de ahí. No quisiera quedarme a solas con él, y las niñas están durmiendo…
Cuando Rebecka salió del baño, Curt Bäckström estaba sentado junto a la mesa. Para beber, sujetaba la taza de café con las dos manos. Con cuidado, la levantaba de la mesa a la vez que agachaba la cabeza para no tener que alzar la taza demasiado. Llevaba puestas las botas y sólo se había quitado la parte superior del mono de invierno, que le colgaba hacia atrás, desde la cintura. Miró a Rebecka de reojo y la saludó sin buscar su mirada.
«¿Dónde cojones está el parecido con Elvis? -se preguntó Rebecka-. ¿Dos ojos y la nariz en medio de la cara? Sí, el pelo. Y la expresión triste.»
Curt tenía el pelo oscuro y ondulado. Se calaba tanto el grueso gorro de piel que se le pegaba a la frente. Los rabillos de los ojos le colgaban un poco hacia abajo.
– ¡Jo! -exclamó Sanna observando a Rebecka de arriba abajo-. Qué guapa estás. Es que es raro, porque sólo son unos vaqueros y un jersey, y parece que te hayas puesto lo primero que has encontrado en el armario. De todas formas te das cuenta enseguida de que es ropa de lo más cara. Perdona -dijo seguidamente poniéndose la mano sobre una sonrisa avergonzada-. Me acabas de decir que no comentara tu aspecto.
– Sí, como te he dicho, sólo quería saber cómo estabas -le dijo Curt a Sanna.
Apartó la taza un poco para indicar que se iba a ir.
– Estoy bien -respondió Sanna-. Bueno, relativamente. Pero Rebecka ha sido una ayuda tremenda. Si no hubiera venido y me hubiera acompañado a la comisaría, no sé cómo lo habría superado.
Su mano voló para rozar el brazo de Rebecka.
Rebecka notó cómo se ponían rígidos los músculos bajo la piel alrededor de la boca de Curt. Éste echó la silla hacia atrás para levantarse.
«Muy bien, Sanna -pensó Rebecka-. Dile lo bien vestida que voy. La gran ayuda que he sido. Y tócame para que se dé cuenta de lo mucho que nos queremos. De esa manera te distancias de él y él se enoja sólo conmigo. Como si fuera el peón que ponen delante de la reina en peligro en el tablero de ajedrez. Pero yo no soy tu jodida carabina. El peón se despide.»
Rápidamente puso la mano sobre la espalda de Curt.
– Por favor, quédate -dijo-. Hazle compañía a Sanna. Puede sacar pan y algo para picar y así almorzáis un poco. Yo tengo que ir al coche a buscar el teléfono y el ordenador. Me quedaré en el piso de abajo para llamar y mandar unos cuantos correos.
Sanna la siguió con una mirada difícil de descifrar cuando ella salió hacia el recibidor para ponerse las botas. Estaban mojadas pero sólo iba a ir hasta el coche y volver. Oyó que Sanna y Curt conversaban en voz baja junto a la mesa de la cocina.
– Pareces cansado -dijo Sanna.
– He estado despierto toda la noche, rezando en la iglesia -respondió Curt-. Hemos puesto en marcha una cadena de oración, de manera que siempre hay alguien rezando. Deberías ir. Apúntate para media hora sólo. Thomas Söderberg ha preguntado por ti.
– Pero ¿no le dirías dónde estoy?
– No, claro que no. Pero, de verdad, no deberías apartarte ahora de la congregación sino acudir a ella. Y deberías irte a tu casa.
Sanna suspiró.
– En estos momentos no sé en quién confiar. Así que no le digas a nadie dónde estoy.
– No lo haré. Y si hay alguien en quien puedas confiar, Sanna, ése soy yo.
Rebecka se puso en el vano de la puerta justo cuando las manos de Curt, por encima de la mesa, buscaban las de Sanna.
– Mis llaves -dijo Rebecka-. No encuentro ni las llaves del coche ni las de la casa. Tengo que haberlas perdido en la nieve cuando jugaba con Chapi.
Rebecka, Sanna y Curt buscaban las llaves en la nieve con linternas. Aún era noche cerrada y con la ayuda de los haces de luz, miraron por todas partes, tras las huellas que había en la espesa capa.
– Es imposible -suspiró Sanna quitando nieve de allí por donde pasaba-. Si la nieve no está apelmazada, las llaves pueden hundirse muchísimo.
Chapi se puso al lado de Sanna buscando como una posesa. Encontró una ramita y se fue como un cohete.
– Y en ésa tampoco se puede confiar -dijo Sanna mientras seguía con la mirada a Chapi, que desapareció en la oscuridad al cabo de unos pocos metros-. Las puede haber cogido y dejado caer si se ha encontrado con algo más interesante.
– Lo mejor será que tú y Curt os vayáis adentro con la perra -dijo Rebecka intentando esconder su irritación-. Igual se despiertan las niñas y dentro de poco no sabré cuáles son mis huellas y cuáles son las vuestras.
Sentía los pies helados y húmedos.
– No, yo no quiero entrar -se quejó Sanna-. Te quiero ayudar a buscar las llaves. Las encontraremos. Tienen que estar en alguna parte.
Curt era el único que parecía estar de buen humor. Era como si la oscuridad lo protegiera de su timidez. Además, el movimiento y el aire fresco hicieron que se despejara.
– ¡Esta noche ha sido increíble! -le dijo a Sanna de buen humor-. Dios me estuvo recordando su poder todo el tiempo. Me llenó por completo. Deberías ir a la iglesia, Sanna. Cuando estaba rezando, sentí cómo me invadía su fuerza. Hablaba sin parar. Como una máquina. Y dancé espiritualmente. A veces me sentaba y dejaba que la Biblia se abriera donde Dios quería que leyera. Y siempre había promesas de futuro. Una y otra vez. No hacía más que animarme con promesas.
– Podrías pedirle que encontráramos las llaves -murmuró Rebecka.