– Fue como si me grabara con láser en los ojos una parte de las palabras de la Biblia -continuó Curt-. Para que yo las divulgara. Isaías 43:19: «Mirad, voy a hacer algo nuevo: ya aparece, ¿no lo notáis? Sí, en el desierto trazaré un camino, senderos en la estepa.»
– Puedes pedírselo tú misma, a ver si encuentras las llaves -le respondió Sanna a Rebecka.
Rebecka se echó a reír de forma sarcástica.
– O Isaías 48:6 -salmodió Curt-: «Oíste el contenido de esta visión ¿y acaso no lo contarás? Pues desde ahora te cuento novedades, secretos que no conocías.»
Sanna se levantó y alumbró con la linterna directamente los ojos de Rebecka.
– ¿Has oído lo que te he dicho? -le preguntó, seria-. ¿Por qué no le pides tú lo de las llaves?
Rebecka levantó la mano para protegerse de la deslumbrante luz.
– ¡Vale ya! -dijo.
– Y creo que Dios me ha enseñado todos los lugares del Nuevo Testamento que dicen que no se puede echar vino nuevo en odres viejos -le dijo Curt a Chapi, que estaba a sus pies y parecía ser la única que lo escuchaba-. Porque en ese caso, explotan. Y todos los lugares donde se dice que no se puede poner un trozo de tela nueva en una ropa vieja porque entonces la tela nueva rompe la vieja y se hace una rasgadura mayor.
– Si quieres que recemos para que encuentres las llaves, lo hacemos -dijo Sanna sin quitar el haz de luz de la cara de Rebecka-. Pero no estés ahí como si Dios fuera a escuchar más mis plegarias o las de Curt que las tuyas. No pisotees la sangre de Jesús bajo tus pies.
– ¡Vale ya! -bufó Rebecka, dirigiendo su linterna encendida hacia la cara de Sanna.
Curt se quedó callado mientras las observaba.
– Curt -dijo Rebecka mirando directamente a la luz deslumbrante de la linterna de Sanna-. ¿Crees que Dios escucha igual las plegarias de todas las personas?
– Claro que sí. Nunca tiene problemas de oído, pero puede haber impedimentos para que su voluntad se cumpla e impedimentos para que responda a las plegarias.
– Si, por ejemplo, no se cumple su voluntad. En ese caso Dios no puede influir en tu vida de la misma manera, ¿no?
– Exacto.
– Entonces sería otra doctrina -exclamó Sanna, confusa-. En esa doctrina, ¿dónde está la misericordia? Y el mismo Dios, ¿qué crees que opina de esa doctrina de «oraciones-y-lectura-de-la-Biblia-una-hora-al-día-para-conseguir-la-fe»? Yo rezo y leo la Biblia cuando lo echo de menos. Yo misma quisiera ser amada así. ¿Por qué tiene Dios que ser diferente? Y eso de vivir según su voluntad. Ése debería ser uno de los fines de la vida, no un medio para hacerse con el premio si rezas.
Curt no respondió.
– Perdona, Sanna -dijo Rebecka, bajando la linterna-. No quiero pelearme contigo por la fe cristiana. Contigo no.
– Porque sabes que te gano -dijo Sanna con una sonrisa mientras bajaba también su linterna.
Se quedaron todos callados un momento mirando los haces de luz sobre la nieve.
– Esto de las llaves me está volviendo loca -exclamó Rebecka después-. Perra idiota. Todo es culpa tuya.
Chapi ladró a modo de asentimiento.
– No le hagas caso -dijo Sanna, abrazando a Chapi-. No eres idiota. Eres la perra más bonita y más maravillosa que hay. Y te quiero hasta el infinito. -Volvió a abrazar a Chapi, que le devolvió las muestras de cariño intentando lamerle la comisura de los labios.
Curt las observaba celoso.
– ¿Verdad que es un coche de alquiler? -preguntó-. Puedo ir hasta la ciudad a buscar una llave de reserva.
Le hablaba a Sanna pero parecía que ésta no lo oía. Estaba completamente absorta en Chapi.
– Te lo agradecería enormemente -le dijo Rebecka a Curt.
«Como si te preocupara si te lo agradezco o no -pensó observando los hombros caídos de Sanna y esperando mientras permanecía detrás de ella a que le prestara atención-. Sivving Fjällborg tiene una llave de la casa. Por lo menos la tenía antes. Iré a verlo.»
A las siete y cuarto Rebecka entró en la casa de Sivving Fjällborg sin llamar a la puerta, como tenían por costumbre ella y su abuela. A través de las ventanas sólo se veía oscuridad, así que seguramente él estaría durmiendo. Encendió la luz del pequeño recibidor. Sobre el suelo de linóleo marrón había una alfombra de trapo en la que se secó las botas. Las llevaba llenas de nieve, y no podía tener los pies más mojados. Una escalera subía hasta el piso de arriba y al lado había una puerta de color verde oscuro que bajaba al sótano, donde estaba la caldera. La puerta que daba a la cocina estaba cerrada. Todo estaba a oscuras pero llamó a ver si había alguien en el piso de arriba.
– ¡Hola!
De inmediato se oyó un ladrido sordo desde el sótano seguido de la fuerte voz de Sivving.
– Bella, ¡cállate! ¡Siéntate! ¡Espera!
Se oyeron unos pasos por la escalera, se abrió la puerta del sótano y apareció Sivving. Tenía el pelo completamente cano y quizá tuviera un poco menos que antes en la parte de arriba, pero por lo demás estaba igual. Las cejas muy separadas de los ojos, como si siempre estuviera dispuesto a descubrir algo inesperado o a oír una buena noticia. Apenas se podía abrochar la camisa de franela a cuadros blancos y azules por la enorme barriga, e iba bien abrigado con unos pantalones militares. La correa de piel marrón que le aguantaba los pantalones brillaba de tan vieja.
– ¡Pero si es Rebecka! -exclamó con una gran sonrisa-. ¡Bella, ven! -gritó volviendo la cara. En dos segundos apareció una hembra de braco alemán subiendo las escaleras a toda velocidad.
– Hola -exclamó Rebecka, saludando a la perra-. ¿Eres tú la que tiene ese vozarrón?
– Sí, ladra como un macho hecho y derecho -dijo Sivving-. Como mantiene a raya a los vendedores de rifas, no me quejo. ¡Entra!
Abrió la puerta que daba a la cocina y encendió la luz. Estaba limpio, rayando en la obsesión, y no olía a cerrado.
– Siéntate -dijo haciendo un gesto hacia el banco de madera.
Rebecka le explicó lo que pasaba y, mientras Sivving iba a buscar la llave, se dio una vuelta por la casa. La recién lavada alfombra de trapo, verde a rayas, quedaba perfectamente sobre el suelo de madera. En la mesa no había hule ninguno, sino un mantel blanco muy bien planchado, adornado con un pequeño florero de cobre martillado, con flores secas, ranúnculos y siemprevivas. Las ventanas daban a tres vientos y a través de ellas, a su espalda, se podía ver la casa de su abuela. Si era de día, claro. Ahora sólo veía reflejada la imagen de la lámpara de madera que colgaba del techo.
Cuando Sivving le dio la llave, éste se sentó al otro lado de la mesa. A pesar de que era su propia cocina no parecía estar a gusto. Estaba sentado casi en el canto de la silla barnizada de rojo. Bella tampoco parecía estar demasiado tranquila, iba de un lado a otro como alma en pena.
– ¡Cuánto tiempo! -dijo Sivving sonriendo y observando a Rebecka de arriba abajo-. Estaba a punto de hacer café, ¿quieres?
– Sí, gracias -respondió Rebecka a la vez que preparaba mentalmente un programa de horarios.
«En hacer la maleta no tardaría más de cinco minutos. Recoger y limpiar una media hora. Me daría tiempo de coger el avión de las diez y media, si es que Curt vuelve con la llave.»
– Ven -dijo Sivving levantándose.
Salió de la cocina y bajó la escalera que llevaba al sótano con Bella pegada a los talones. Rebecka bajó detrás.
En el cuarto de la caldera había un ambiente de lo más acogedor. Contra una de las paredes había una cama hecha. Bella se tumbó de inmediato en su sitio, al lado de la cama. El recipiente para agua brillaba de lo limpio que estaba. Había una cómoda debajo del calentador de agua y, sobre una mesa abatible, una placa eléctrica.
– Puedes coger el banco de ahí -dijo Sivving señalando el asiento.
Cogió una pequeña cafetera de campaña y dos tazas de un estante que había en la pared. El aroma del tarro del café se mezcló con el olor a perro, sótano y jabón. En una cuerda estaban tendidos unos calzoncillos, dos camisas de franela y una camiseta con el texto «Kiruna Truck».