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– Tienes que perdonarme -dijo Sivving mirando los calzoncillos-, pero es que no sabía que iba a tener una visita tan importante.

– No lo entiendo -confesó Rebecka, confundida-. ¿Duermes aquí abajo?

– Bueno -se excusó Sivving, pasándose la mano por la barba incipiente y luego se concentró en contar las cucharadas de café que ponía en la cafetera-. Maj-Lis murió hace dos años.

Rebecka murmuró unas condolencias como respuesta.

– Cáncer de estómago. La abrieron pero no pudieron hacer nada más que volver a cerrar. De todas maneras, la casa era demasiado grande para mí. Dios mío, los críos se habían ido hacía tiempo y, cuando murió Maj-Lis, pues… Bueno, primero dejé de utilizar el piso de arriba. Era suficiente con la cocina y la pequeña habitación de la planta baja. Después Bella y yo descubrimos que sólo usábamos la cocina, así que trasladé el televisor y empecé a dormir en el banco que hay allí, o sea, que ni usaba la habitación pequeña.

– Y al final pasaste a vivir aquí abajo.

– Sí, así hay que limpiar menos. Aquí abajo hay lavadora y ducha, y compré esa nevera pequeña. Es suficiente para mí.

Señaló una nevera que estaba en la esquina. Encima había un escurreplatos.

– Pero ¿qué dicen Lena y…? -Rebecka no recordaba el nombre del hijo de Sivving.

– … Mats. ¡Huy, que sale el café! Bueno, Lena se pelea conmigo, arma jaleo y cree que su padre se ha vuelto loco. Cuando viene a verme con los críos, están por toda la casa. Y, de alguna manera, es bueno, porque si no, igual se podría vender. Se ha ido a vivir a Gällivare y tiene tres niños, pero ya se están haciendo mayores, así que hacen su vida. Aunque les gusta la pesca, de manera que en primavera vienen bastante a echar la caña. ¿Leche y azúcar?

– Solo.

– Mats está separado pero tiene dos críos. Robin y Julia. También suelen venir en vacaciones. Y tú, Rebecka, ¿qué? ¿Marido y niños?

Rebecka dio un sorbo al café caliente. Le sentó bien para sus fríos pies.

– No, nada.

– Bueno, me imagino que no se atreven a acercarse.

– ¿Por qué? -preguntó Rebecka riéndose.

– Tu talante, niña -respondió Sivving mientras se levantaba para ir al congelador a buscar una bolsa de bollos de canela-. Porque siempre has tenido poca correa. Toma, coge un bollo. Dios mío, recuerdo aquella vez que hiciste fuego en la cuneta. No levantabas dos palmos del suelo y estabas como un agente de policía con la mano alzada cuando llegamos corriendo, tu abuela y yo. «Stop. No se puede pasar», rugiste con voz de adulta y, caramba, cómo te enfadaste cuando lo apagamos. Tenías pensado asar pescado en aquel fuego.

Sivving se echó a reír con aquellos recuerdos hasta que tuvo que secarse las lágrimas. Desde donde estaba tumbada Bella levantó la cabeza y ladró de alegría.

– O aquella vez, cuando le tiraste una piedra a la cabeza a Erik porque no te dejaban que fueras en la balsa de los chicos. -Sivving continuó riendo tan fuerte que la barriga le brincaba.

– Todo prescrito -dijo Rebecka sonriendo y dándole a Bella un trozo de su bollo-. ¿Eres tú quien ha quitado la nieve del patio?

– Es cómodo para Inga-Lili y Affe poder hacer otras cosas cuando vienen. Y yo necesito hacer ejercicio -comentó dándose unas palmadas en el vientre.

– ¡Hola!

Se oyó la voz de Sanna en la escalera. Bella salió ladrando.

– Estamos aquí abajo -gritó Rebecka.

– Hola -dijo Sanna mientras bajaba-. No pasa nada, me gustan los perros.

Lo último iba dirigido a Sivving, que tenía cogida a Bella por el collar. Se agachó y dejó que la perra se familiarizara con la nueva cara. Sivving parecía serio.

– Sanna Strandgård -dijo-. Me he enterado de lo de tu hermano. Ha sido horrible. Lo siento.

– Gracias -contestó Sanna abrazando a la perra, que estaba encantada-. Rebecka, ha llamado Curt. Viene de camino con la llave.

Sivving se levantó.

– ¿Café? -preguntó.

Sanna asintió con la cabeza y cogió la taza que le ofrecían, de loza, con un ribete de flores marrones y amarillas. Sivving la animó a que mojara un bollo en el café.

– Qué bollos tan buenos -exclamó Rebecka-. ¿Quién los ha hecho? ¿Has sido tú?

Sivving, vergonzoso, dio un pequeño gruñido como respuesta y aclaró:

– No, los ha hecho Mary Kuoppa. No soporta saber que hay un congelador que no esté hasta arriba de bollos para el café.

Rebecka sonrió por su forma de pronunciar «Mary». Lo decía de tal forma que rimaba con Harry.

– Se llama «Maarry», la pobre -dijo Sanna echándose a reír.

– Sí, es verdad, eso es lo que decía el maestro -dijo Sivving sacudiendo unas migas del mantel, que Bella, inmediatamente, lamió-. Pero Mary se limitaba a mirar por la ventana como si no entendiera que le estaba hablando a ella cuando él decía «Maarry».

Esta última palabra la dijo como si balara una oveja. Rebecka y Sanna se echaron a reír mirándose como dos niñas. Parecía que de pronto las asperezas que había habido entre ellas se hubieran desvanecido.

«De todas formas le tengo cariño», pensó Rebecka.

– ¿No había alguien en el pueblo que se llamaba Slark? -preguntó-. Que se lo pusieron porque el ídolo de sus padres era Slark Gabble.

– No, aquí no -se rió Sivving-. Tiene que haber sido en otro lugar. En este pueblo nunca ha habido nadie que se llamara Slark. Sin embargo, tu abuela, en su juventud, conoció a una chica que le daba mucha pena. Nació muy débil y, dado que creían que no sobreviviría, dejaron que el maestro de la escuela la bautizara con toda urgencia. El maestro se llamaba Fredrik no sé qué. De cualquier forma, la chiquilla sobrevivió y, claro, la fueron a bautizar de verdad. El maestro sólo sabía sueco, naturalmente, y los padres sólo hablaban finlandés de Tornedal. Así que el cura cogió a la niña y les preguntó a los padres cómo la querían llamar. Los padres, que creían que le preguntaban quién había bautizado a la cría, respondieron: «Fekisekasti», que quería decir «La bautizó Fredrik». Muy bien, dijo el cura y escribió «Fekisekasti» en el registro de la iglesia. Y ya sabéis el respeto que se tenía por los curas en aquellos tiempos. La niña se llamó Fekisekasti el resto de su vida.

Rebecka miró el reloj. Seguro que Curt ya habría llegado. Podría coger el avión, aunque no le sobraba mucho tiempo.

– Gracias por el café -dijo levantándose.

– ¿Ya te vas? -preguntó Sivving-. Ha sido una visita bien corta.

– Llegué ayer y me voy hoy -respondió Rebecka con una sonrisa.

– Ya sabes cómo son las mujeres con carrera -le explicó Sanna a Sivving-. Se van volando.

Rebecka se puso los guantes con movimientos bruscos.

– Lo que pasa es que éste no ha sido un viaje de placer, que digamos -aclaró Rebecka.

– Colgaré la llave en el sitio de siempre -añadió mirando a Sivving.

– Tienes que volver en primavera -le pidió Sivving-. Vuelve a tu cabaña de siempre en Jiekajärvi. ¿Recuerdas cuando íbamos todos? Tu abuelo y yo íbamos en la moto de nieve; y tú, tu abuela, Maj-Lis y los críos ibais en esquís hasta allí.

– Sí que me gustaría -dijo Rebecka, que se dio cuenta de la sinceridad de sus propias palabras.

«La cabaña -pensó-. Era el único lugar donde la abuela se permitía estar sin hacer nada. Cuando habían limpiado las bayas o las aves de caza que habían conseguido a lo largo del día, claro.»

Vio ante sí a su abuela, ensimismada con una novela por entregas de la revista Hemmets Journal, mientras Rebecka jugaba al parchís o a la brisca con su abuelo. Como en la cabaña había humedad cuando no vivía nadie, la baraja se había hinchado al doble de su tamaño. El parchís se había doblado y las fichas no paraban quietas en su sitio. Pero daba lo mismo.