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Y la seguridad de quedarse dormida cuando los mayores seguían hablando junto a la mesa. O cuando empezaba el ruido de los cacharros al fregarlos la abuela en el barreño rojo; el calor que emanaba de la chimenea.

– Pero ha sido agradable verte -dijo Sivving-. Muy agradable. ¿Verdad, Bella?

Rebecka llevó a casa a Sanna y a las niñas, y se detuvo delante de la puerta. Hubiera preferido una corta despedida desde el coche y después seguir su camino. Las cortas despedidas en los coches están muy bien. Sentado ahí era difícil abrazarse, especialmente si se llevaba puesto el cinturón de seguridad. Así que nada de abrazos. Y en un coche había siempre algo de qué hablar además de lo de que «nos veremos pronto» y «a ver si no pasa tanto tiempo». Unas palabras más sobre lo de no olvidarse la maleta en el asiento de atrás o en el portaequipajes y lo de «no te dejes nada». Después, cuando la puerta ha truncado el resto de frases no pronunciadas, se puede decir adiós con la mano y pisar el acelerador sin mal sabor de boca. No hay necesidad de quedarse allí como un idiota mientras las frases adecuadas aparecen como una confusa nube de mosquitos. No, se quería quedar sentada en el coche sin quitarse el cinturón de seguridad.

Pero cuando paró el coche, Sanna salió sin decir ni una palabra. Chapi la siguió al instante. Rebecka se sintió obligada a salir también. Se subió el cuello para taparse las orejas, pero no la protegió del frío que inmediatamente se filtró por debajo de la tela y se fijó como dos pinzas de tender en sus lóbulos. Miró hacia la casa de Sanna. Un pequeño edificio de viviendas de alquiler con fachada de madera de color verde oscuro y tejado de planchas de color rojo. Hacía tiempo que no quitaban la nieve del patio. Los pocos coches que había aparcados habían dejado unas profundas huellas en la nieve. Un viejo Dodge hibernaba bajo un grueso manto blanco. Esperaba no quedarse atrapada cuando saliera de allí. El edificio era propiedad de la empresa LKAB, pero como la gente que vivía allí era normal y corriente, LKAB se ahorraba dinero quitando la nieve menos frecuentemente de lo que debiera. Si querías salir con el coche por la mañana, tenías que sacar la nieve tú mismo.

Sara y Lova seguían sentadas en el asiento de atrás. Sus manos y sus codos se juntaban al son de una canción que Sara dominaba a la perfección y que Lova, con gran esfuerzo, intentaba aprender. Cuando la pequeña se equivocaba, se echaban a reír a carcajada limpia y volvían a empezar desde el principio.

Chapi daba vueltas como un torbellino mientras descubría los últimos olores en el suelo con su pequeño y negro hocico. Dio una vuelta alrededor de dos coches desconocidos que había en el patio. Descubrió con interés una oferta que el perro del vecino había dibujado en amarillo sobre el montón de nieve. Siguió una huella molesta de un ratón que desaparecía debajo de una alcantarilla y por donde ella no podía pasar.

Sanna echó la cabeza hacia atrás y olfateó el aire.

– Huele a nieve. Va a nevar. Mucho -dijo volviéndose hacia Rebecka.

«¡Cómo se parece a Viktor!», pensó Rebecka e inspiró hondo.

La piel azul transparente, estirada sobre los pómulos. Aunque las mejillas de Sanna eran un poco más redondeadas, como de niña.

«Y el porte -siguió cavilando Rebecka-. Igual que Viktor. La cabeza siempre un poco inclinada, a un lado o al otro, como si no la pudiera mantener recta.»

– Bueno, pues me voy -dijo Rebecka amagando una despedida, pero Sanna se había agachado para llamar a Chapi.

– Ven aquí, bonita. Ven aquí, preciosa.

Chapi corrió hacia ella como una manopla negra a través de la nieve.

«Es como la imagen de un cuento -pensó Rebecka-. La bonita perra negra con pequeñas estrellas de nieve por todo el pelo. Sanna como una ninfa del bosque con el abrigo de piel de oveja, que le llega hasta las rodillas, y el gorro de la misma piel sobre su pelo rubio rizado.»

Había algo en Sanna que hacía que tuviera mucha mano izquierda con los animales. De alguna manera eran iguales, ella y la perra. Aquella pequeña hembra que había sido desatendida e incluso maltratada durante años, ¿adónde se habían ido sus penas? Le habían resbalado y habían sido sustituidas por la alegría de poder meter el hocico en la nieve recién caída o ladrarle a una ardilla asustada en un pino. Y Sanna. Acababa de encontrar a su hermano descuartizado en la iglesia. Y ahí estaba, jugando con la perra en la nieve.

«No he visto ni una lágrima en sus ojos -pensó Rebecka-. Nada le deja huella. Ni las penas ni las personas. Probablemente, ni siquiera sus propias hijas. Pero lo cierto es que ya no es asunto mío. No tengo deudas con ella. Ahora me voy y no volveré a pensar nunca más ni en ella, ni en sus hijas, ni en su hermano, ni en este agujero de ciudad.»

Fue hasta el coche y abrió la puerta de atrás.

– Tenéis que bajaros, chicas -les dijo a Sara y a Lova-, porque tengo que llegar al avión.

– Adiós -les gritó cuando desaparecían escaleras arriba hacia la puerta de la casa.

Lova se dio la vuelta y la saludó con la mano. Sara hizo como que no la oía.

Luchó contra el sentimiento de abandono que experimentó cuando desapareció la chaqueta roja de Sara tras la puerta. Un juego de imágenes del tiempo en que vivía con Sanna y Sara iluminaron una habitación en la oscuridad de su memoria. Estaba sentada con Sara en el regazo, leyendo un cuento, Pedrito y las cuatro cabras. La mejilla contra el pelo suave de la niña. El índice de Sara sobre los dibujos.

«Pero así son las cosas -pensó Rebecka-. Siempre lo recordaré. Ella ya lo ha olvidado.»

De pronto vio que Sanna estaba a su lado. En sus azules mejillas habían florecido dos pálidas rosas por el esfuerzo de jugar con Chapi.

– Tendrás que subir y comer algo antes de irte.

– Mi avión sale dentro de media hora, así que… -Rebecka acabó su frase meneando la cabeza.

– Pero habrá más aviones -rogó Sanna-. Ni siquiera he tenido la oportunidad de darte las gracias por haber venido. No sé qué hubiera hecho si…

– No te preocupes -sonrió Rebecka-. De verdad que tengo que irme.

Seguía sonriendo y alargó la mano para despedirse.

Era una señal, y ella misma se dio cuenta en el momento en que se sacaba el guante de la mano. Sanna bajó la mirada y rechazó estrecharle la mano.

«Joder», pensó Rebecka.

– Tú y yo -dijo Sanna sin levantar la vista- éramos como hermanas. Y ahora he perdido a mi hermano y a mi hermana a la vez.

Dejó salir una risa corta y sin alegría. Parecía más bien un sollozo.

– El Señor nos da y el Señor nos quita. Alabado sea el nombre del Señor.

Rebecka hizo un enorme esfuerzo contra el impulso de abrazar a Sanna y consolarla.

«No lo intentes conmigo -pensó airada bajando la mano-. Ciertas cosas no se pueden arreglar. No en tres minutos, pasando frío mientras nos despedimos.»

Se le empezaban a enfriar los pies. Los zapatos que utilizaba en Estocolmo eran demasiado finos. Hacía un momento le dolían los dedos, ahora era como si hubieran desaparecido. Intentó doblarlos un poco.

– Te llamaré cuando llegue -dijo sentándose en el coche.

– Vale -respondió Sanna sin interés y fijando la vista en Chapi, que se agachaba junto a una esquina de la casa para responder a un mensaje dejado en la nieve.

«O el año que viene», pensó Rebecka girando la llave.

Cuando fijó la mirada en el retrovisor vio que Sara y Lova salían del edificio.

Había algo en sus ojos que hizo que el suelo debajo del coche se balanceara.

«No, no -pensó-. Todo marcha bien. No pasa nada. Sal corriendo de aquí.»

Pero los pies no querían ni embragar ni pisar el acelerador. Miró a las niñas en la entrada. Vio sus ojos desesperados, sus labios moviéndose, gritándole algo a Sanna que Rebecka no podía oír. Vio que levantaban los brazos y sus manos señalaban su vivienda, y después vio que los bajaban rápidamente, a la vez que alguien salía de la casa.