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Era un policía uniformado que, con rápidos pasos, llegó hasta Sanna. No pudo oír lo que dijo.

Rebecka se miró el reloj de pulsera. Era absurdo pensar que llegaría a coger el avión. No podía irse ahora. Con un profundo suspiro salió del coche. Su cuerpo se movía despacio hacia Sanna y el policía. Las niñas seguían en la entrada, inclinándose sobre la barandilla cubierta de nieve. La mirada de Sara estaba fija en Sanna y el policía. Sanna se estaba comiendo la nieve que llevaba adherida a la gruesa manopla de lana.

– ¿Cómo que registro domiciliario?

El tono de voz de Sanna hizo que Chapi se quedara parada e intranquila, y luego se fuera hacia su ama.

– No pueden entrar en mi casa sin permiso. ¿Pueden?

Lo último se lo dijo a Rebecka.

En ese momento salió el fiscal jefe en funciones, Carl von Post. Tras él, dos policías de paisano. Rebecka los reconoció. Era aquella mujer bajita con cara de caballo, cómo se llamaba, Mella. Y el hombre con bigote de morsa. Dios mío, creía que aquellos bigotes habían desaparecido en los años setenta. Era como si le hubieran pegado una ardilla muerta debajo de la nariz.

El fiscal se dirigió a Sanna. Llevaba una bolsa en la mano y de ella sacó una bolsa de plástico transparente y más pequeña. Dentro había un cuchillo. Mediría unos veinte centímetros. El mango era negro brillante y tenía la punta un poco levantada hacia arriba.

– Sanna Strandgård -dijo levantando la bolsa con el cuchillo un poco demasiado cerca de la cara de Sanna-. Acabamos de encontrar esto en su casa. ¿Lo reconoce?

– No -respondió Sanna-. Parece un cuchillo de caza y yo no cazo.

Sara y Lova fueron hasta Sanna. Lova tiró de la manga del abrigo de piel de oveja para llamar la atención de su madre.

– Mamá -se quejó.

– Espera un momento, hija -respondió Sanna, ausente.

Sara, de espaldas, se apretó contra su madre de tal manera que Sanna se vio obligada a dar un paso hacia atrás para no perder el equilibrio. La niña de once años seguía los movimientos del fiscal con los ojos, intentando entender qué les pasaba a aquellos adultos tan serios que rodeaban a su madre.

– ¿Está completamente segura? -preguntó de nuevo Von Post-. Mírelo bien -dijo dándole la vuelta a la bolsa con el cuchillo.

El frío hizo que la bolsa de plástico crujiera al enseñar las dos partes del arma, primero la hoja y después el mango.

– Sí, estoy segura -contestó Sanna, separándose del cuchillo. Evitó mirarlo de nuevo.

– Quizá las preguntas pueden esperar -le replicó Anna-Maria Mella a Von Post a la vez que señalaba con la cabeza a las dos niñas, que se habían colgado de Sanna.

– Mamá -repetía Lova una y otra vez tirándole de la manga a Sanna-. Mamá, tengo que hacer pipí.

– Tengo frío -gimió Sara-. Quiero ir a casa.

Chapi se movía intranquila e intentaba meterse entre las piernas de Sanna.

«Imagen dos del cuento -pensó Rebecka-. La ninfa del bosque ha sido apresada por la gente del pueblo. La han rodeado y algunos la tienen cogida por los brazos y la cola.»

– Usted guarda las toallas y las sábanas en el cajón del sofá de la cocina, ¿no? -continuó Von Post-. ¿Suele guardar cuchillos entre las toallas?

– Espera un momento, hija -le dijo Sanna a Sara, que le estaba tirando del abrigo.

– Tengo que hacer pipí -se lamentó Lova-. Me lo voy a hacer encima.

– ¿Va a responder a la pregunta? -presionó Von Post.

Anna-Maria Mella y Sven-Erik Stålnacke intercambiaron miradas a espaldas de Post.

– No -dijo Sanna con voz tensa-. No guardo ningún cuchillo en el sofá.

– Y esto, ¿qué? -insistió Von Post, a la vez que sacaba otra bolsa de plástico transparente de la bolsa grande-. ¿Reconoce esto?

Dentro de la bolsa había una Biblia. Era de piel marrón y estaba brillante por el uso. Los cantos de las hojas habían sido dorados, pero ya no quedaba mucho de aquel color y las hojas del libro estaban oscuras de tanto pasar las páginas con los dedos. Por todas partes había puntos de lectura que sobresalían de las páginas, tarjetas postales, cintas trenzadas y recortes de prensa.

Gimiendo y desvalida, Sanna se dejó caer en el montón de nieve.

– En la parte interior de la cubierta pone «Viktor Strandgård» -continuó Carl von Post sin misericordia ninguna-. ¿Podría responder si es su Biblia y por qué estaba dentro del cajón del sofá de su cocina? ¿Es verdad que se la llevaba a todas partes y la tenía en la iglesia la última noche que estuvo con vida?

– No -susurró Sanna-, no.

Se cubría la cara con las manos.

Lova quiso separarle las manos en un intento de encontrarse con su mirada. Cuando vio que no podía, rompió a llorar desesperadamente.

– Mamá, me quiero ir -dijo sollozando.

– Levántese -ordenó Von Post con dureza-. Está detenida como sospechosa del asesinato de Viktor Strandgård.

Sara se volvió rápidamente hacia el fiscal.

– Déjala en paz -le gritó.

– Llévese a las niñas de aquí -le dijo Von Post con impaciencia al agente Tommy Rantakyrö.

Tommy Rantakyrö dio un paso decidido hacia Sanna. En ese momento Chapi salió corriendo y se puso delante de su ama. La perra agachó la cabeza, echó las orejas hacia atrás y enseñó sus afilados dientes con un gruñido sordo. Tommy Rantakyrö dio un paso atrás.

– De acuerdo, pero ya es suficiente -le dijo Rebecka a Carl von Post-. Quiero hacer una denuncia.

Lo último se lo dijo a Anna-Maria Mella, que estaba a su lado, mirando las casas de alrededor. En todas las ventanas la curiosidad movía las cortinas.

– Quiere hacer… -dijo Von Post, pero se interrumpió con un movimiento brusco de cabeza-. Por mi parte no hay inconveniente en que nos acompañe a la comisaría para interrogarle respecto a la denuncia por maltrato que ha presentado una periodista de la redacción de Norrbotten de TV4.

Anna-Maria Mella le tocó ligeramente el brazo a Von Post.

– Empezamos a tener público -le dijo-. No quedaría bien si alguno de los vecinos llamara a la prensa y empezara a hablar de la brutalidad de la policía y todo ese rollo. Quizá estoy equivocada, pero creo que el viejo del piso de allí arriba a la izquierda nos está filmando con una cámara de vídeo.

Levantó el brazo para señalar una de las ventanas.

– Lo mejor sería que Sven-Erik y yo nos fuéramos de aquí para que no parezca que hemos mandado a todo el ejército -continuó-. Podríamos llamar a los de la científica, porque supongo que querrá que vean el piso.

El labio superior de Von Post se movió con desagrado. Intentaba ver la ventana que le había señalado Anna-Maria, pero el piso estaba completamente a oscuras. Así que pensó que quizá estaba mirando directamente al objetivo de una cámara y apartó la vista al momento. Lo último que quería era que lo asociaran con la brutalidad de la policía o salir en la prensa por badwill.

– No, quiero hablar personalmente con los de la científica -respondió-. Usted y Sven-Erik se encargarán de Sanna Strandgård. Hagan que precinten la vivienda.

– Volveremos a vernos -le dijo a Sanna antes de subirse a su Volvo Cross Country.

Rebecka se dio cuenta de que Anna-Maria Mella se había quedado mirando el coche del fiscal mientras desaparecía de su vista.

«Joder -pensó asombrada-. Cara de Caballo lo ha engañado. Quería que se fuera y…, sí, joder, qué lista es.»

En cuanto Carl von Post dejó el lugar se hizo silencio. Tommy Rantakyrö estaba perplejo, esperaba una señal de Anna-Maria o de Sven-Erik. Sara y Lova estaban de rodillas en la nieve; abrazaban a su madre, que seguía sentada en el suelo. Chapi estaba tumbada a su lado, comiendo un poco de nieve. Cuando Rebecka se agachó y le acarició el lomo, empezó a mover la cola como para demostrar que todo estaba bien. Sven-Erik le lanzó una mirada interrogativa a Anna-Maria.

– Tommy -dijo Anna-Maria rompiendo el silencio-. ¿Puedes subir con Olsson y precintar la vivienda? Pon una marca extra en el grifo de la cocina para que nadie lo utilice antes de que vayan los de la científica.