– Eh -le dijo Sven-Erik cuidadosamente a Sanna-. Sentimos profundamente todo esto, pero la situación es la que es. Tiene que acompañarnos a comisaría.
– ¿Hay algún sitio donde podamos llevar a las niñas? -preguntó Anna-Maria.
– No -respondió Sanna levantando la cabeza-. Quiero hablar con mi abogada, Rebecka Martinsson.
Rebecka suspiró.
– Sanna, yo no soy tu abogada…
– De todas formas quiero hablar contigo.
Sven-Erik Stålnacke le echó una mirada insegura a su compañera.
– No sé… -dijo un poco indeciso.
– Venga, vale ya -bufó Rebecka-. Está en arresto preventivo, así que aún no ha pasado a disposición judicial con restricciones. Tiene derecho a hablar conmigo. Quédese escuchando, no vamos a contarnos secretos.
Lova le gimió algo al oído a Sanna.
– ¿Qué me has dicho, cariño?
– Me he hecho pipí encima -dijo Lova llorando.
Todas las miradas se dirigieron hacia la pequeña. Realmente tenía una mancha oscura en los viejos vaqueros.
– Tenemos que ponerle otros pantalones a Lova -le dijo Rebecka a Anna-Maria Mella.
– Oídme, niñas -anunció Anna-Maria a Sara y a Lova-. Vamos a hacer lo siguiente. Subís conmigo arriba y buscamos unos pantalones para Lova y después volvemos a bajar con vuestra madre. No se va a ir a ninguna parte. Os lo prometo.
– Venga, haced lo que dice la señora -añadió Sanna-. Mis maravillosas rositas de pitiminí. Bajadme algo de ropa a mí también. Y traedle comida a Chapi.
– Lo siento -le dijo Anna-Maria a Sanna-. Su ropa, no. Y todo lo que lleva puesto, el fiscal lo querrá enviar a Linköping.
– De acuerdo -respondió Rebecka rápidamente-. Ya te llevaré ropa yo, Sanna. ¿Vale?
Las niñas desaparecieron dentro del edificio con Anna-Maria. Sven-Erik Stålnacke estaba de cuclillas, un poco alejado de Sanna y de Rebecka, hablando con Chapi. Parecía que tuvieran mucho en común.
– Yo no te puedo ayudar, Sanna -dijo Rebecka-. Soy especialista en derecho fiscal, no en derecho penal. Si necesitas un abogado defensor, te puedo ayudar a encontrar uno bueno.
– ¿Es que no lo entiendes? -murmuró Sanna-. Tienes que ser tú. Si no me ayudas tú, no quiero a nadie. En ese caso, Dios se hará cargo de mí.
– Por favor, déjalo ya -suplicó Rebecka.
– No, déjalo tú -respondió Sanna bruscamente-. Te necesito, Rebecka. Y mis hijas te necesitan. No me importa lo que opines de mí, pero te lo suplico. ¿Qué quieres que haga? ¿Que me ponga de rodillas? ¿Decirte que lo hagas por los viejos tiempos? Tienes que ser tú.
– ¿Qué quieres decir con que las niñas me necesitan?
Sanna cogió a Rebecka de la chaqueta con las dos manos.
– Mis padres me las quitarán -dijo, afligida-. Y eso no lo puedo permitir. ¿Lo entiendes? No quiero que Sara y Lova estén con mis padres ni siquiera cinco minutos. Y ahora yo no lo puedo impedir. Pero tú sí. Hazlo por Sara.
Sus padres. Las imágenes y los pensamientos competían por salir a la superficie en el interior de Rebecka. El padre de Sanna. Bien vestido. Con prestancia. Con sus formas dulces y empáticas. Se había hecho muy popular como político local. Rebecka incluso lo había visto alguna vez en los medios de comunicación nacionales. Probablemente sería uno de los primeros candidatos de las listas de los democristianos en las próximas elecciones generales. Pero era un personaje duro como una piedra, que engañaba con su cálida fachada. Incluso el pastor Thomas Söderberg le había demostrado respeto y sumisión en muchas cuestiones de la comunidad. Y Rebecka recordaba con desagrado que Sanna, con la voz tranquila, como si todo le hubiera ocurrido a otra persona, le contaba cómo había matado a sus mascotas. Siempre sin avisar. Perros, gatos, pájaros. Ni siquiera pudo quedarse el acuario que le regaló la maestra cuando era pequeña. A veces, su sumisa madre le explicaba que era porque Sanna era alérgica. Otras veces, porque no se ocupaba lo suficiente de las tareas de la escuela. A menudo no le daban ninguna explicación. El silencio no permitía ni siquiera que se hiciera la pregunta. Y Rebecka recordaba a Sanna por las noches, con Sara en su regazo cuando la pequeña no podía dormir. «No pienso ser como ellos -le había dicho-. A mí, me encerraban con llave en la habitación.»
– Tengo que hablar con mi jefe -dijo Rebecka.
– ¿Te quedarás? -preguntó Sanna.
– Unos días -respondió Rebecka con un nudo en la garganta.
El rostro de Sanna se relajó.
– Es todo lo que te pido -añadió-. ¿De cuánto tiempo estamos hablando? Yo soy inocente. ¿No creerás que lo hice yo?
La imagen de Sanna andando en mitad de la noche bajo la luz de los faroles, con un cuchillo ensangrentado en su mano, tomó forma en la mente de Rebecka.
«Pero, en ese caso, ¿por qué volvió? ¿Por qué se iba a llevar a Lova y a Sara a la iglesia para "encontrarlo"?», pensó.
– Naturalmente que no -respondió.
Caso número tal, tantas horas. Caso número tal, tantas horas. Caso número tal, tantas horas.
Maria Taube estaba en el bufete de abogados Meijer & Ditzinger llenando los formularios de los horarios de la semana. Parecían bastante bien, constató cuando sumó la cantidad de horas a facturar en la casilla inferior. Cuarenta y dos. A Måns no se le tenía nunca contento, pero por lo menos no estaría insatisfecho. Había trabajado más de setenta horas la última semana para poder facturar cuarenta y dos. Cerró los ojos y se inclinó hacia atrás en el respaldo de la silla. La cinturilla de la falda le apretaba el estómago.
«Tengo que empezar a hacer ejercicio -pensó-. No puedo quedarme aquí con el culo pegado delante del ordenador. Es martes por la mañana… Martes, miércoles, jueves y viernes. Cuatro días hasta el sábado. Entonces iré a hacer ejercicio. Y dormiré. Desconectaré el teléfono y me acostaré pronto.»
La lluvia tamborileaba monótona contra los cristales. En el mismo instante en que su cuerpo decidía tomarse un segundo de descanso y sus músculos se relajaban, sonó el teléfono. Fue como despertarse de un sueño de una patada en la cabeza. Se irguió en la silla con un movimiento brusco y cogió el auricular. Era Rebecka Martinsson.
– Hola, bonita -exclamó Maria con su clara voz-. Espera un momento. -Tomó impulso para separarse del escritorio y, sentada en la silla con ruedas, llegó hasta la puerta que daba al pasillo y la cerró con el pie-. Por fin llamas -dijo cuando volvió a coger el auricular-. He estado llamándote como una loca.
– Ya lo sé -respondió Rebecka-. Tengo cien mensajes en el teléfono, pero aún no los he escuchado. Me lo dejé en el coche y…, bueno, no me apetece quejarme más. Supongo que más de uno es de Måns Wenngren, que debe de estar con un enfado de cojones.
– Mmm, no te puedo mentir. Los socios se han reunido a primera hora por lo que se vio en las noticias. No están muy contentos de que saliera el bufete en TV4 y que se hablara de nuestros coléricos abogados. Y hoy esto parece una colmena.
Rebecka se inclinó sobre el volante respirando profundamente. Un nudo en la garganta le impedía hablar. En el patio estaban jugando Chapi, Sara y Lova con una alfombra que estaba colgada en el tendedor de delante de la casa. Esperaba que fuera de Sanna y no de algún vecino.
– De acuerdo -dijo al cabo de un instante-. ¿Vale la pena que hable con Måns o sólo quiere que le presente mi dimisión?
– No, qué va. Tienes que hablar con él. Según he oído, los demás socios estaban más que dispuestos a discutir la manera de despedirte, pero esa alternativa no estaba en absoluto en la lista de Måns. Así que todavía tienes trabajo.
– ¿Limpiar los lavabos y servir café?
– Y en tanga. No, en serio. Måns parece que se ha puesto de tu lado de verdad; cree que debe de ser un malentendido eso de que actuaras como la abogada de la hermana del Chico del Paraíso. Estabas con ella como amiga, ¿no?