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Salió del coche y abrió la puerta de atrás.

– ¡Fuera! -ordenó.

Sacó a Sara y a Lova del coche y las dejó en la nieve.

Las dos niñas se callaron de inmediato mientras las miraba con los ojos como platos.

– Es verdad -dijo Rebecka intentando dominar su voz-. No soy vuestra madre pero Sanna me ha pedido que os cuide, así que ni vosotras ni yo podemos elegir. Hagamos un trato. Primero vamos a la cafetería de la estación de autobuses a desayunar. Después vamos a comprarle ropa nueva a Lova. Y a Sanna también. Tenéis que ayudarme a elegir algo bonito para ella. Venga, entrad en el coche.

Sara se quedó callada, mirándose los pies. Luego, se encogió de hombros y se sentó en el coche. Lova entró detrás de ella y la hermana mayor ayudó a la pequeña a ponerse el cinturón de seguridad. Chapi lamió las lágrimas saladas que Lova aún tenía en las mejillas.

Rebecka Martinsson puso el coche en marcha y salió de allí.

«Dios mío -pensó por primera vez desde hacía muchos años-. Dios mío, ayúdame.»

Las casas residenciales de obra vista de la avenida Gasell eran como piezas de Lego puestas en filas, bien ordenadas, a lo largo de toda la calle. Había nieve por todas partes, cubriendo hasta los setos de los jardines. En las ventanas de la cocina las cortinas tapaban la parte inferior para proteger la intimidad de los que vivían dentro.

«Y esta familia va a necesitar mucha intimidad», pensó Anna-Maria Mella cuando ella y Sven-Erik Stålnacke salían del coche delante del número 35 de la avenida Gasell.

– Se siente la mirada de los vecinos en la nuca -dijo Sven-Erik como si le hubiera leído el pensamiento-. ¿Qué crees que nos pueden contar los padres de Sanna y de Viktor Strandgård?

– Ya veremos. Ayer no quisieron recibirnos, pero ahora que han oído que su hija ha sido detenida nos han llamado para pedirnos que vengamos.

Se quitaron la nieve de los zapatos y llamaron.

Olof Strandgård abrió la puerta. Iba arreglado, y con voz muy bien modulada les pidió que entrasen. Les dio la mano, los ayudó con las chaquetas y las colgó en un perchero. Era un hombre de mediana edad, pero sin el sobrepeso habitual de los hombres de esa edad.

«Tendrá el aparato de remo y las pesas en el sótano», pensó Anna-Maria.

– No, no se los quite, por favor -le pidió Olof Strandgård a Sven-Erik cuando éste se agachó para quitarse los zapatos.

Anna-Maria se dio cuenta de que Olof Strandgård llevaba un calzado impoluto.

Los condujo hasta la sala de estar. Un lado de la sala estaba dominado por unos muebles de comedor de estilo gustaviano. Candelabros de plata y un florero de la artista Ulrika Hydman-Vallien se reflejaban sobre el laminado de caoba oscuro de la mesa. Del techo colgaba una pequeña lámpara de cristal de fabricación moderna. En el otro lado de la sala había un pomposo sofá rinconera de piel de color claro y un sillón a juego. La mesa era de cristal ahumado con patas de metal. Todo muy limpio y ordenado.

En el sillón, muy hundida, estaba Kristina Strandgård. De forma ausente, saludó a los dos policías que aparecieron en su sala de estar.

Tenía el mismo pelo grueso y rubio que sus hijos. Pero Kristina Strandgård lo llevaba más corto, con un peinado a lo paje.

«Tiene que haber sido muy guapa -pensó Anna-Maria-. Antes de que el cansancio le clavara las garras. Y eso no ocurrió ayer. Debe de hacer mucho tiempo.»

Olof Strandgård se inclinó hacia su esposa. Su voz era dulce, pero la sonrisa de sus labios no se reflejaba en los ojos.

– Quizá deberíamos dejarle a la inspectora Mella el sillón, que es más cómodo -dijo a modo de orden.

Kristina Strandgård se levantó como si la hubiesen pinchado con una aguja.

– Oh, perdón; naturalmente.

Sonrió sofocada a Anna-Maria y por un segundo se quedó de pie, como si hubiera olvidado dónde se encontraba y qué debía hacer. De pronto, pareció aterrizar en el presente y se hundió en el sofá, al lado de Sven-Erik.

Anna-Maria se sentó con esfuerzos en el sillón. Era demasiado hondo y el respaldo estaba tan inclinado que le resultaba incómodo. Hizo un gesto en un intento de sonreír agradecida. El niño le presionaba el diafragma y notó de inmediato acidez en el estómago y dolor en la rabadilla.

– ¿Quieren tomar algo? -preguntó Olof Strandgård-. ¿Café, té, agua?

Como si hubiera recibido una señal, su mujer se levantó de nuevo.

– Claro que sí -dijo echándole una rápida mirada a su marido-. Debería haberles preguntado…

Tanto Sven-Erik como Anna-Maria negaron con la mano. Kristina Strandgård se volvió a sentar pero esta vez al borde del sofá, dispuesta a ponerse en pie en el momento que fuera necesario.

Anna-Maria se quedó observándola. No parecía una mujer que acababa de perder a su hijo. Llevaba el pelo recién lavado y peinado con secador. Vestía un polo, chaqueta y pantalones, de color arena y beige, a juego. Se había pintado los ojos y los labios. Sus manos no se entrelazaban de desesperación. No había sobre la mesa ni un solo pañuelo de papel arrugado frente a ella. Por el contrario, era como si se hubiera cerrado al mundo.

«No, no es eso -pensó Anna-Maria, sintiéndose de pronto muy incómoda-. No se ha cerrado al mundo. Se encierra en sí misma.»

– Agradecemos que pudieran venir enseguida -dijo Olof Strandgård-. Hace un momento hemos oído que han detenido a Sanna. Entenderán que eso es un error. Mi mujer y yo estamos muy preocupados.

– Naturalmente -respondió Sven-Erik-. Pero quizá deberíamos ir por partes. Primero les haremos unas preguntas relativas a Viktor y después podremos hablar de su hija.

– De acuerdo -dijo Olof Strandgård sonriendo.

«Bien, Sven-Erik -pensó Anna-Maria-. Coge el mando ahora porque, si no, esta visita se habrá acabado y no nos habrán dicho nada.»

– ¿Podrían explicarnos cosas de Viktor? -inquirió Sven-Erik-. ¿Qué clase de persona era?

– ¿En qué sentido les puede ayudar esa información en su trabajo? -preguntó Olof Strandgård.

– Es una pregunta que siempre se hace -insistió Sven-Erik sin dejarse provocar-. Tenemos que intentar hacernos una idea de su hijo, ya que no lo conocimos en vida.

– Tenía talento -dijo el padre, muy serio-. Mucho talento. Imagino que todos los padres dicen lo mismo de sus hijos, pero pregúntenles a sus antiguos maestros y confirmarán lo que les digo. Tenía excelentes notas en todas las asignaturas y estaba dotado para la música. Sabía concentrarse. Los deberes del colegio, las lecciones de guitarra… Y después del accidente se concentró en Dios al cien por cien.

Se echó hacia atrás en el sofá y se cogió ligeramente la pernera derecha del pantalón antes de cruzar la pierna sobre la izquierda.

– No es una empresa fácil lo que Dios le pidió al muchacho -continuó-. Lo dejó todo de lado. Dejó los estudios de bachiller y la música. Predicaba y rezaba. Y estaba obsesionado por su convicción de que la fe volvería a Kiruna, pero también estaba convencido de que era imprescindible que las iglesias libres se unieran. La unión hace la fuerza, como se dice. En aquellos tiempos no había ninguna hermandad entre la Iglesia de Pentecostés, la de la Misión y la Baptista, pero él era terco. Sólo tenía diecisiete años cuando recibió la llamada de la fe. Casi obligó a los pastores a que se encontraran y rezaran juntos: Thomas Söderberg, de la Iglesia de la Misión; Vesa Larsson, de la de Pentecostés; y Gunnar Isaksson, de la Baptista.

Anna-Maria se revolvió en el sillón. Estaba incómoda y el niño boxeaba con su vejiga.

– ¿Recibió la llamada de la fe cuando sufrió el accidente? -preguntó.

– Sí. El chico iba en bicicleta, era invierno, y lo atropellaron. Bueno, son de Kiruna, así que conocen el resto. La congregación no dejaba de crecer y pudimos construir la Iglesia de Cristal. Es tan conocida como nuestro muchacho. La popular Carola, la de Eurovisión, dio un concierto de Navidad en diciembre pasado.