A lo lejos vio a su compañero, Sven-Erik Stålnacke, el policía Tommy Rantakyrö y el inspector Fred Olsson, delante de la entrada de la iglesia. Sven-Erik, con la cabeza descubierta, como siempre, estaba completamente quieto y un poco echado hacia atrás, con las manos bien metidas en los calientes bolsillos de su anorak. Los dos hombres más jóvenes se movían a su lado intranquilos, como cachorros inquietos. No les podía oír pero, por el vaho que salía de sus bocas como blancas burbujas, parecía que Rantakyrö y Olsson conversaban entusiasmados. Los cachorros la saludaron con ladridos alegres en cuanto la vieron.
– Hola -aulló Tommy Rantakyrö-. ¿Qué tal por ahí?
– Por aquí bien -respondió de buen humor.
– Primero saludamos a la barriga y un cuarto de hora más tarde llegas tú -añadió Fred Olsson.
Anna-Maria se echó a reír.
Se encontró con la seria mirada de Sven-Erik. En su gran bigote de morsa se habían formado pequeños carámbanos de hielo.
– Gracias por venir -dijo-. Espero que hayas desayunado, porque esto no es muy apetitoso que digamos. ¿Entramos?
– ¿Queréis que os esperemos?
Fred Olsson pisoteaba la nieve una y otra vez. Su mirada iba constantemente de Sven-Erik a Anna-Maria. Sven-Erik iba a sustituir a Anna-Maria, de manera que formalmente ahora él era el jefe, pero cuando Anna-Maria estaba presente no se sabía bien quién mandaba.
Anna-Maria se quedó con la boca cerrada y fijó la mirada en Sven-Erik. Ella estaba allí sólo en calidad de acompañante.
– Iría bien que os quedaseis -respondió Sven-Erik-, para que no entre nadie antes de que retiren el cuerpo. Pero podéis entrar si tenéis frío.
– No, joder, nos quedaremos fuera. Sólo quería saberlo -aseguró Fred Olsson.
– Claro -sonrió Tommy Rantakyrö con los labios azules-. Somos hombres y los hombres no tienen frío.
Sven-Erik entró justo detrás de Anna-Maria, cerrando el pesado portón de la iglesia. Pasaron por el guardarropa que estaba a media luz. Las largas filas de perchas vacías sonaban como una campana átona, tocada por el movimiento que se producía cuando el frío se encontraba con el calor de dentro del edificio. Dos puertas giratorias daban a la nave de la iglesia. Inconscientemente, Sven-Erik bajó la voz cuando entraron.
– Fue la hermana de Viktor Strandgård la que llamó a jefatura a eso de las tres. Lo encontró muerto y llamó desde el teléfono que hay en la oficina de la congregación.
– ¿Dónde está? ¿En comisaría?
– No. No tenemos ni idea. Dije en jefatura que la buscaran. En la iglesia no había nadie cuando Tommy y Fred llegaron aquí.
– ¿Qué dijeron los de la científica?
– Mirar pero no tocar.
El cuerpo estaba en medio del pasillo que iba al altar. Anna-Maria se quedó parada un momento antes de llegar allí.
– ¡Me cago en la puta…! -le salió de dentro.
– Ya te lo he dicho -respondió Sven-Erik, que estaba justo detrás de ella.
Anna-Maria sacó una pequeña grabadora del bolsillo interior de su anorak. Dudó un momento. Tenía la costumbre de hablar en lugar de tomar apuntes. Pero no era su trabajo. Quizá debería estar callada y simplemente hacerle compañía a Sven-Erik. «Venga ya y deja de complicar las cosas», se ordenó a sí misma poniendo en marcha la grabadora sin mirar a su compañero.
– Son las cinco y treinta y cinco -dijo en el micrófono-. Es el dieciséis de febrero, no, el diecisiete. Estoy en la iglesia de la Fuente de Nuestra Fortaleza, mirando a alguien que, por lo que yo sé hasta el momento, es Viktor Strandgård, solían llamarlo el Chico del Paraíso. El muerto está tumbado en el pasillo central de la iglesia. Parece haber sido destripado a fondo, porque huele a demonios y la alfombra que hay debajo del cuerpo está mojada. Probablemente la mancha es de sangre, pero es un poco difícil saberlo porque está sobre una alfombra roja. La ropa también está ensangrentada y no se puede ver mucho de la herida del vientre, aunque parece que una pequeña parte del intestino está a punto de salírsele, pero que lo explique el médico después. Lleva vaqueros y un jersey. Los zapatos están secos por la parte inferior y la alfombra no está mojada debajo de los zapatos. Le han sacado los ojos…
Anna-Maria se interrumpió y apagó la grabadora. Caminó alrededor del cuerpo y se inclinó sobre la cara. Estuvo a punto de decir que era un cadáver bello, pero había límites para lo que podía decir en voz alta delante de Sven-Erik. La cara del muerto la hizo pensar en el rey Edipo. Había visto una representación en vídeo cuando iba al instituto. Le había afectado especialmente la escena en que él se sacaba los ojos, y ahora aquella imagen se le aparecía con una fuerza especial. Volvió a tener ganas de orinar. Y no podía olvidarse del coche. Lo mejor sería darse prisa. Puso en marcha la grabadora.
– Le han sacado los ojos y tiene el pelo ensangrentado. Debe de tener una herida en la cabeza. Herida de corte en la parte derecha del cuello, pero ahí no hay sangre, y le faltan las manos…
Anna-Maria se volvió con gesto interrogante hacia Sven-Erik, que señalaba entre dos hileras de sillas. Ella se agachó trabajosamente y miró a lo largo del suelo entre las sillas.
– Vaya, una mano está a tres metros entre las sillas. Pero ¿y la otra?
Sven-Erik se encogió de hombros.
– No hay sillas volcadas -continuó-. No hay señales de lucha, ¿qué dices tú, Sven-Erik?
– No -respondió, aunque no le gustaba que grabaran su voz.
– ¿Quién ha venido de la científica?
– Simon Larsson.
«Bien -pensó-. Tendrán buenas imágenes.»
– Por lo demás, la iglesia está en orden -continuó-. Es la primera vez que estoy aquí dentro. Cientos de bombillas esmeriladas en las partes de las paredes que no son de cristal. ¿Qué altura debe de haber hasta el techo? Seguro que más de diez metros. Enormes claraboyas. Las sillas azules están perfectamente alineadas. ¿Cuánta gente debe de caber aquí? ¿Dos mil?
– Además del coro -respondió Sven-Erik.
Éste iba por la nave, paseando la mirada por las superficies como si pasara un aspirador.
Anna-Maria se volvió y observó el coro que se levantaba detrás de ella. Los cañones del órgano se alzaban hacia las alturas, encontrando su reflejo en las claraboyas. Era una vista impresionante.
– No hay mucho más que decir. -Anna-Maria tardó en seguir, como si un pensamiento quisiera salir de su conciencia a través de algún hueco entre las sílabas de sus palabras-. Hay algo… algo que hace que me sienta frustrada cuando veo esto. Además de que sea el cadáver más maltratado que he visto…
– ¡Eh! El fiscal jefe en funciones está subiendo la cuesta -dijo Tommy Rantakyrö asomando la cabeza por el hueco de la puerta.
– ¿Y quién cojones lo ha llamado? -preguntó Sven-Erik con resquemor, pero Tommy ya había desaparecido.
Anna-Maria lo miró. Hacía cuatro años, cuando la hicieron jefa del grupo, Sven-Erik apenas habló con ella durante seis meses. Se había sentido profundamente ofendido cuando le dieron a ella el puesto que él había solicitado. Y ahora que se sentía a gusto siendo su mano derecha, no quería dar el paso definitivo. Se recordó a sí misma que debería animarlo en otra ocasión, pero ahora tenía que arreglárselas él solo. En el mismo momento en que el fiscal jefe en funciones, Carl von Post, atravesaba las puertas de la iglesia como una tormenta, ella le echó una mirada de ánimo a Sven-Erik.
– ¿Qué cojones significa todo esto? -gritó Von Post.
Se quitó bruscamente la gorra de piel, y la mano, por una antigua costumbre, se le fue hacia la melena de león. Caminaba con enérgicas zancadas. El corto paseo desde el aparcamiento había sido suficiente para que los pies se le helaran dentro de sus bonitos zapatos de Church's. Dio unos pasos hacia Anna-Maria y Sven-Erik, pero retrocedió cuando vio el cuerpo sobre el suelo.
– Joder -gritó mirándose intranquilo los zapatos, para comprobar si se los había manchado-. ¿Por qué no me ha llamado nadie? -continuó dirigiéndose hacia Sven-Erik-. A partir de este momento tomo el mando de la investigación preliminar y puede contar con una seria conversación con el comisario de lo criminal sobre por qué me ha mantenido al margen.