– Sí -dijo Rebecka-. Haz venir a Martin Timell, el de la tele, y en un momento conseguirá que un matrimonio con tres niños se venga a vivir aquí y esté tan a gusto.
El guardia le devolvió las bolsas a Rebecka con una mirada de aprobación y se alejó. Rebecka le dio las bolsas a Sanna, que se puso a revolver como un niño el día de Navidad.
– Pero, bueno, qué ropa tan bonita -dijo Sanna sonriendo y con las mejillas encendidas de alegría-. ¡Qué jersey! ¡Mira! Qué lástima que no haya un espejo.
Levantó un jersey rojo escotado con detalles brillantes de hilo metálico y se volvió hacia Rebecka.
– Lo eligió Sara -aclaró Rebecka.
Sanna se volvió a sumergir en las bolsas.
– Y ropa interior, jabón, champú y un montón de cosas -dijo-. Tengo que pagártelo.
– No, no. Es un regalo -rehusó Rebecka-. No ha costado mucho. Lo hemos comprado en Lindex.
– Me has traído libros de la biblioteca. Y hasta me has comprado golosinas.
– También te he comprado una Biblia -dijo Rebecka señalando una pequeña bolsa-. Es una nueva traducción. Ya sé que a ti te parece que la traducción de 1917 es la mejor, pero ésa ya te la sabes de memoria. Pensé que podía ser interesante compararlas.
Sanna cogió el libro rojo y le dio una y otra vuelta antes de abrirlo al azar, hojeando las delgadas hojas.
– Gracias -dijo-. Cuando salió la traducción del Nuevo Testamento hecha por la Comisión de la Biblia, pensé que toda la belleza había desaparecido del idioma, pero será interesante leer ésta. Aunque es un poco raro leer una Biblia completamente nueva. Una está acostumbrada a la suya propia, con los subrayados y las notas. Pero puede ser muy bueno leer las nuevas formulaciones y las páginas sin marcar. Estaré menos condicionada.
«Mi vieja Biblia -pensó Rebecka-. Debe de estar en alguna de las cajas que tengo en el altillo del establo de la abuela. Porque… ¿no la habré tirado? Es como un viejo diario. Con todas las fotos y los recortes de prensa que puse dentro. Y todas las frases incómodas que subrayé en rojo. Aquello quería decir muchas cosas. "Como el ciervo busca los arroyos, mi alma te busca a ti, oh Dios." "Los días de necesidad busco a Dios. Estiro mi mano hacia la noche y no se cansa. Mi alma no quiere consuelo."»
– ¿Ha ido bien con las niñas? -preguntó Sanna.
– Al final, sí -respondió Rebecka un poco seca-. Conseguí llevarlas al colegio y a la guardería.
Sanna se mordió el labio inferior y cerró la Biblia.
– ¿Qué pasa? -preguntó Rebecka.
– Pienso en mis padres. Quizás las vayan a buscar.
– ¿Qué pasa entre tus padres y tú?
– Nada nuevo. Sólo que estoy cansada de ser de su propiedad. Seguro que recuerdas lo que pasaba cuando Sara era pequeña.
«Lo recuerdo», pensó Rebecka.
Rebecka sube corriendo las escaleras hasta el piso que comparte con Sanna. Llega tarde. Tenían que estar en el cumpleaños de un niño hace diez minutos y se tardan veinte en llegar hasta allí. Seguramente más ahora que ha nevado. Quizá Sanna y Sara ya se han ido sin ella.
«Ojalá, ojalá -piensa viendo que los zapatos de invierno de Sara no están en el rellano de la escalera-. Si ya se han ido no tendré que tener remordimientos de conciencia.»
Pero las botas de punta de Sanna sí están. Rebecka abre la puerta y respira hondo para que el aire le permita dar todas las explicaciones y excusas que se le ocurran.
Sanna está sentada a oscuras sobre el suelo del recibidor. Rebecka casi la pisa allí donde está, con las rodillas debajo de la barbilla y abrazándose las piernas dobladas. Y se mece, una y otra vez. Como para consolarse a sí misma. O como si ese mecerse pudiera mantener alejados los horribles pensamientos que le pasan por la cabeza. Rebecka tarda un momento en llegar hasta ella. En hacerla hablar. Y entonces empieza a llorar.
– Han sido mis padres -dice desconsolada-. Han venido y se han llevado a Sara. Les dije que íbamos a ir a una fiesta y que pensábamos hacer un montón de cosas divertidas, pero no me han escuchado. Sólo se la han llevado.
De pronto se enfada y golpea la pared con los puños.
– Mi voluntad no existe -grita-. Es igual lo que yo diga. Soy propiedad suya. Mi hija es de su propiedad. Igual que eran los amos de mis perros. Como cuando mi padre se deshizo de Laika. Tienen tanto miedo de quedarse a solas, el uno con el otro, que sólo…
Se interrumpe y la ira y el llanto se convierten en un aullido. Las manos se deslizan sin fuerza hacia el suelo.
– … se la han llevado -dice gimiendo-. Íbamos a hacer galletas de jengibre, tú, ella y yo.
– Shhh -susurra Rebecka apartándole el pelo de la cara a Sanna-. Ya lo arreglaremos. Te lo prometo.
Le seca las lágrimas de las mejillas a Sanna con el dorso de las manos.
– ¿Qué clase de madre soy -murmura Sanna- que ni siquiera puedo defender a mi propia hija?
– Eres una buena madre -la consuela Rebecka-. Son tus padres los que no lo han hecho bien. ¿Lo oyes? Tú no.
– No quiero vivir así. Él simplemente entra con su llave y coge lo que le apetece. ¿Qué podía hacer yo? No quería ponerme a gritar delante de Sara. Se moriría de miedo. Mi pequeñita.
La imagen de Olof Strandgård toma forma en la cabeza de Rebecka. Su voz profunda y segura. No está habituado a que le lleven la contraria. Su perenne sonrisa por encima del cuello almidonado de la camisa. Su mujer de cartón piedra.
«Lo voy a matar -piensa-. Lo voy a matar con mis propias manos.»
– Vamos -le dice a Sanna con una voz que no permite protesta ninguna.
Y Sanna se viste y la sigue como un niño. Dirige el coche hacia donde le indica Rebecka.
Es Kristina Strandgård quien abre la puerta.
– Hemos venido a buscar a Sara -dice Rebecka-. Vamos a una fiesta de niños y ya llevamos cuarenta minutos de retraso.
El miedo se trasluce en los ojos de Kristina. Mira de reojo hacia el interior de la casa, pero no se aparta para que entren. Rebecka oye que tienen invitados.
– Pero nos habíamos puesto de acuerdo en que Sara estaría con nosotros este fin de semana -dijo Kristina, buscando los ojos de Sanna.
Sanna fija su mirada insistentemente en el suelo.
– Por lo que yo sé, no os habéis puesto de acuerdo en nada -dijo Rebecka.
– Espera un momento -insiste Kristina, mordiéndose nerviosa los labios.
Desaparece en la sala de estar y al cabo de un momento se presenta Olof Strandgård por la puerta. No sonríe. Con los ojos taladra primero a Rebecka, después se vuelve hacia su hija.
– ¿Qué tonterías son éstas? -gruñe-. Creía que nos habíamos puesto de acuerdo, Sanna. A Sara no le sienta bien que la lleven de un sitio para otro. La verdad es que me defrauda que le hagas pagar todas tus ocurrencias.
Sanna se encoge de hombros pero sigue mirando tercamente hacia abajo. La nieve le está cayendo sobre el pelo y se le posa como un casco de hielo en la cabeza.
– ¿Vas a contestar cuando te hablo o es que no me puedes demostrar respeto ninguno? -inquiere Olof con voz controlada.
«Tiene miedo de provocar una escena cuando hay invitados», piensa Rebecka.
El corazón le late con fuerza pero da un paso hacia adelante. Le tiembla la voz cuando se pone a la altura de Olof.
– No estamos aquí para discutir -le dice-. O va a buscar a Sara o me voy con su hija directamente a la policía y lo denuncio por secuestro. Juro sobre la Biblia que lo hago. Y antes de hacerlo, entro en su sala de estar y armo la de Dios es Cristo. Sara es la hija de Sanna y la quiere tener ella. No tienen elección. La van a buscar o entra a buscarla la policía.