Выбрать главу

Kristina Strandgård mira intranquila por detrás del hombro de su marido.

Olof Strandgård sonríe sarcástico a Rebecka.

– Sanna -le exige a su hija sin dejar de mirar a Rebecka-. Sanna.

Sanna mira hacia el suelo. Casi sin que se note, niega con la cabeza.

Y entonces ocurre. De golpe, Olof cambia de carácter. Su expresión es ahora preocupada y herida.

– Entrad -dice dejándolas pasar al recibidor.

– Si sentías que era importante para ti, no tenías más que decirlo -le dice Olof a Sanna, que le está poniendo el mono de invierno y las botas a Sara-. No puedo leer tus pensamientos. Creíamos que podía ser bueno para ti pasar un fin de semana sin la niña.

En silencio, Sanna le pone a Sara el gorro y las manoplas. Olof habla suavemente, con miedo a que le oigan los invitados.

– No necesitabas venir amenazando y actuar de esta manera -añade.

– Desde luego, no acostumbras a comportarte así -susurra Kristina mirando con rencor a Rebecka, que está apoyada en la puerta de la entrada.

– Mañana cambiaremos la cerradura de la puerta -le dice Rebecka cuando se dirigen hacia el coche.

Sanna lleva a Sara en brazos y no dice nada. La abraza como si nunca pensara dejar de sujetarla así.

«Dios mío, cómo me enfadé -piensa Rebecka-. Y ni siquiera era cosa mía. Era Sanna la que debería haberse enojado. Pero ella, simplemente, no podía. Y cambiamos la cerradura, aunque dos semanas más tarde ella le dio una llave a sus padres.»

Sanna la cogió del brazo y la trajo de nuevo al presente.

– Querrán cuidar de las niñas cuando a mí me metan en la cárcel.

– No te preocupes -respondió Rebecka ausente-. Hablaré con la escuela.

– ¿Cuánto tiempo tendré que estar aquí?

Rebecka se encogió de hombros.

– No te pueden retener más de tres días. Después, el fiscal debe pedir que pases a disposición judicial. Para eso tienen que aportar pruebas como muy tarde cuatro días después de la detención. Es decir, como máximo el sábado.

– ¿Y entonces me meterán en la cárcel?

– No sé -contestó Rebecka revolviéndose en el asiento-. Quizá. No fue bueno que encontraran la Biblia de Viktor y aquel cuchillo en tu sofá.

– Pero cualquiera pudo haberlos puesto allí cuando fui a la iglesia -gritó Sanna-. Sabes que nunca cierro con llave.

Se quedó callada toqueteando el jersey rojo.

– Imagina que fui yo -dijo de pronto.

Rebecka sintió que le costaba respirar. Era como si el aire se hubiera acabado en aquella habitación.

– ¿Qué quieres decir?

– No sé -gimió Sanna apretándose las manos contra los ojos-. Yo dormía y no sé qué pasó. Imagina que fui yo. Tienes que enterarte.

– No entiendo lo que quieres decir -respondió Rebecka-. Si estabas durm…

– ¡Pero ya sabes cómo soy! Me olvido. Como cuando me quedé embarazada de Sara. Ni siquiera me acordaba de que Ronny y yo nos habíamos acostado. Me lo tuvo que explicar él. Lo bonito que fue. Todavía no me acuerdo. Pero quedé embarazada, así que tuvo que ocurrir.

– De acuerdo -respondió Rebecka lentamente-. Pero no creo que fueras tú. Tener ciertas lagunas en la memoria no significa que puedas asesinar a alguien. Pero tienes que recapacitar.

Sanna la miró interrogante.

– Si no fuiste tú -dijo Rebecka lentamente-, entonces alguien puso allí el cuchillo y la Biblia. Alguien quería echarte la culpa. Alguien que sabe que nunca cierras con llave. ¿Lo entiendes? No uno que pasaba por allí.

– Tienes que enterarte de lo que pasó -rogó Sanna.

Rebecka sacudió la cabeza.

– Eso es trabajo de la policía.

Las dos se quedaron calladas y miraron hacia la puerta cuando un vigilante asomó la cabeza. No era el mismo que las había acompañado a la sala de visitas. Éste era alto y de hombros anchos, con el pelo muy corto, a lo militar. Sin embargo, a Rebecka le pareció que allí, en el umbral de la puerta, tenía aspecto de chico perdido. Primero le sonrió, ruborizado, a Rebecka y después le dio una bolsa de papel a Sanna.

– Perdonad que moleste -dijo-. Pero acabo dentro de un momento y yo… Bueno, pensé que a lo mejor quería usted algo para leer. Y le he comprado una bolsa de golosinas.

Sanna le devolvió la sonrisa. Una sonrisa abierta con los ojos chispeantes. Enseguida bajó la mirada como si hubiera sido descubierta. Las pestañas le hacían sombra en las mejillas.

– Oh, gracias -respondió-. Qué atento.

– De nada -respondió el agente pasando el peso de su cuerpo de un pie al otro-. Es que pensé que su estancia aquí se le haría larga.

Se quedó callado un momento, pero como ninguna de las dos mujeres dijo nada, continuó.

– Bueno, pues me voy a ir.

Cuando hubo desaparecido, Sanna miró la bolsa que le había dado.

– Tus golosinas son mejores -dijo.

Rebecka suspiró rendida.

– No es necesario que digas que mis caramelos te gustan más -respondió.

– Pero es la verdad.

Después de estar con Sanna, Rebecka se fue a ver a Anna-Maria Mella. Ésta estaba sentada en una sala de reuniones de la comisaría de policía, comiéndose un plátano como si alguien fuera a robárselo. Encima de la mesa había restos de tres manzanas. En la esquina del fondo de la sala destacaba un televisor. En pantalla se veía la grabación de uno de los encuentros en la Iglesia de Cristal. Cuando Rebecka entró, Anna-Maria la saludó con alegría, como si fueran viejas conocidas.

– ¿Quieres café? -le preguntó-. Antes he ido a buscar uno, pero no sé para qué. Soy incapaz de tomármelo desde que… -acabó la frase señalándose la barriga.

Rebecka permaneció inmóvil. Sintió que el pasado cobraba vida dentro de ella al ver las caras que aparecían en la parpadeante pantalla. Buscó el marco de la puerta para sostenerse en pie. La voz de Anna-Maria le llegó de muy lejos.

– ¿Todo bien? Siéntate.

En la pantalla salía Thomas Söderberg hablándole a la congregación. Rebecka se dejó caer en una silla. Notó que Anna-Maria tenía la mirada pensativa.

– Es del encuentro de la noche del asesinato -dijo Anna-Maria-. ¿Quieres verlo?

Rebecka asintió. Pensó que debería decir algo para justificarse. Algo así como que no había comido, o cualquier cosa. Pero se quedó callada.

Detrás de Thomas se podía ver el coro. Algunos ratificaban con un grito lo que él iba diciendo. Tanto ellos como las personas de la congregación acompañaban el mensaje gritando «aleluya» y «amén».

«Está cambiado -pensó Rebecka-. Antes llevaba camisa a rayas de cuello redondo, vaqueros y chaleco de piel, y ahora parece un corredor de bolsa con un traje de Oscar Jacobsson y con gafas a la última moda. Además, los de la congregación parecen unos horteras pretenciosos de H &M.»

– Es un buen orador -comentó Anna-Maria.

Thomas Söderberg iba alternando las bromas desenfadadas con la seriedad más grave. El tema era abrirse a lo que la religión ofrecía. Hacia el final del breve sermón invitaba a todos los presentes a que se acercaran y se dejaran llenar por el Espíritu Santo.

«Acércate y rezaremos por ti», dijo acompañado de Viktor Strandgård, los otros dos pastores de la iglesia y algunos miembros del Consejo de Ancianos.

«Shabala shala, amén -exclamó el pastor Gunnar Isaksson. Caminaba de un lado a otro agitando las manos-. Acércate, tú, que has sufrido enfermedad y dolor. No es la voluntad del Señor que permanezcas enfermo. Hay aquí una persona que sufre migrañas. El Señor te ve. Acércate. El Señor dice que hay aquí una hermana que tiene problemas de úlcera. Ahora Dios va a poner fin a tu tormento. Ya no necesitas más pastillas. El Señor ha neutralizado el ácido corrosivo de tu cuerpo. Acercaos y recibid el regalo de la sanación. Aleluya.»