Una muchedumbre se acercó. Al cabo de unos minutos el altar estaba rodeado de personas en éxtasis. Algunas estaban tiradas en el suelo. Rezaban, reían y lloraban.
– ¿Qué están haciendo? -preguntó Anna-Maria Mella.
– Se entregan al poder del espíritu -contestó Rebecka-. Cantan, hablan y bailan a través del espíritu. Pronto habrá algunos que empezarán a profetizar. Y el coro se pondrá a cantar algún himno para acompañarlos.
En efecto, el coro entonó un himno de fondo y cada vez se acercaba más gente. Muchos lo hacían bailando como embriagados.
Cada dos por tres la cámara enfocaba a Viktor Strandgård. Llevaba su Biblia en una mano mientras rezaba con intensidad por un hombre obeso que iba con muletas. A su espalda, Viktor tenía una mujer que le tocaba el pelo con las manos y que también se había puesto a rezar, como para imbuirse de la fuerza de Dios. Luego Viktor se acercó a un micrófono y comenzó a hablar. Empezó tal como solía hacerlo.
«¿De qué vamos a hablar?», le preguntó a la congregación.
Siempre predicaba así. Se preparaba rezando. Después la congregación decidía de qué querían que hablara. Gran parte del sermón era una conversación con los oyentes. También eso le había dado fama.
«Háblanos del cielo», gritaron algunos entre la multitud.
«¿Qué queréis que cuente del cielo? -dijo con una sonrisa cansada-. Para eso podéis comprar mi libro y leerlo. ¡Vamos! Otra cosa.»
«¡Háblanos del éxito!», dijo alguien.
«El éxito -dijo Viktor-. En el reino del Señor no hay atajos para alcanzar el éxito. Pensad en Ananías y Safira. Y rezad por mí. Rezad por lo que mis ojos han visto y están por ver. Rezad para que la fuerza de Dios siga fluyendo a través de mis manos.»
– ¿Qué ha dicho justo antes? -preguntó Anna-Maria-. Ana… -meneó la cabeza antes de continuar-… y Safira, ¿quiénes son?
– Ananías y Safira. Aparecen en los Hechos de los Apóstoles -respondió Rebecka sin apartar la vista del televisor-. Robaron dinero de la primera congregación y Dios los castigó con la muerte.
– Vaya, vaya, pensé que Dios sólo se cargaba a la gente en el Antiguo Testamento.
Rebecka negó con la cabeza.
Después de que Viktor hubiera hablado un rato, continuaron las súplicas. Un joven de unos veinticinco años, vestido con sudadera con capucha y tejanos ligeramente desgastados y un poco holgados, se acercó a Viktor Strandgård abriéndose paso entre la gente.
«Es Patrik Mattsson -pensó Rebecka-. De modo que sigue metido ahí.»
El joven de la sudadera fue a cogerle las manos a Viktor, pero justo antes de que la cámara cambiara de plano y enfocara al coro, Rebecka vio que Viktor se echaba hacia atrás, liberándose del agarrón de Patrik Mattsson.
«¿Qué ha sido eso? -pensó-. ¿Qué les pasa?»
Miró de reojo a Anna-Maria Mella, pero ella estaba agachada, buscando algo entre un montón de cintas de vídeo en una caja de cartón que había en el suelo.
– Aquí está la cinta de ayer por la tarde -dijo Anna-Maria, asomando por el otro lado de la mesa-. ¿Quieres ver un trozo?
En la cinta grabada al día siguiente del asesinato aparecía otra vez Thomas Söderberg predicando. Bajo sus pies, las tablas de madera eran ahora de un tono marrón por la sangre y había una gran cantidad de rosas esparcidas por el suelo.
En la congregación se respiraba un ambiente grave y fervoroso. Thomas Söderberg animaba a los miembros participantes a que se armaran para una guerra espiritual.
«Ahora, más que nunca, necesitamos la Conferencia de los Milagros -gritó-. Satanás no tomará las riendas.»
La congregación respondió al unísono con un aleluya.
– Esto no puede ser verdad -dijo Rebecka, consternada.
«Pensad bien en quién confiáis -gritó Thomas Söderberg-. No lo olvidéis: "El que no está conmigo, está contra mí."»
– Acaba de decirle a la gente que no hablen con la policía -dijo Rebecka, pensativa-. Quiere que la congregación se encierre en sí misma.
Anna-Maria miró sorprendida a Rebecka y pensó en los compañeros que se habían pasado el día llamando a las puertas para hablar con los miembros de la congregación. En la reunión posterior, los agentes se habían quejado de que había resultado imposible conseguir que la gente hablara con ellos.
Mientras se hacían las súplicas pasaron a hacer la colecta.
«Si piensas donar sólo un euro, ¡envuélvelo en un billete de diez!», exclamó el pastor Gunnar Isaksson.
Incluso Curt Bäckström tomó la palabra.
«¿De qué queréis hablar?», le preguntó a la congregación, tal como solía hacer Viktor Strandgård.
«¿Está loco o qué?», pensó Rebecka.
Los oyentes se sintieron incómodos pero nadie dijo nada y, al final, Thomas Söderberg salvó la situación.
«Háblanos de la fuerza de las súplicas», dijo.
Anna-Maria hizo un gesto con la cabeza hacia la tele, donde aparecía Curt instruyendo a la congregación.
– Estaba en la iglesia rezando cuando fuimos a hablar con los pastores -dijo-. Sé que tú fuiste miembro de la congregación. ¿Conocías a los pastores y a los demás miembros?
– Sí -dijo Rebecka con desgana para demostrar que no quería hablar de aquello.
«Y a algunos los conocí hasta en el sentido bíblico», pensó. De pronto la cámara cambió de plano y Thomas Söderberg miró directamente al objetivo, directamente a ella.
Rebecka está llorando sentada en la butaca para las visitas en la oficina de Thomas Söderberg. El centro está abarrotado de gente. Hay rebajas de fin de año y los escaparates están llenos de carteles con cifras rojas de porcentajes escritas a mano. El ambiente hace que uno se sienta vacío.
– Siento como si no me quisiera -gimotea.
Está hablando de Dios.
– Me siento como si fuera su hijastra -dice-. Como si me hubieran cambiado en la maternidad.
Thomas Söderberg sonríe ligeramente y le ofrece un pañuelo de papel. Ella se suena. Ya tiene dieciocho años cumplidos y está lloriqueando como una cría.
– ¿Por qué no puedo oír su voz? -solloza-. Tú puedes oírlo y hablar con él cada día. Sanna puede oírlo. Viktor incluso se ha cruzado con él…
– El caso de Viktor es especial -puntualiza Thomas Söderberg.
– Exacto -grita Rebecka-. Yo también quiero sentir que soy un poco especial.
Thomas Söderberg se queda callado un momento, como si estuviera buscando las palabras oportunas.
– Es cuestión de práctica, Rebecka -dice-. Debes creerme. Al principio, cuando yo creía que estaba oyendo su voz, lo que oía en verdad no era más que mi propia fantasía.
Junta las manos a la altura del pecho, mira al techo y dice con voz infanticlass="underline"
– ¿Me quieres, Dios?
Y responde él mismo con un tono de voz muy grave:
– Sí, Thomas, y lo sabes. Hasta el infinito.
Rebecka ríe entre lágrimas y se siente desbordada por aquella risa. Tras el llanto ha quedado un vacío que fácilmente se puede llenar con otra sensación. Thomas se deja llevar y ríe él también. Y de pronto se pone serio y se la queda mirando fijamente a los ojos.
– Y tú eres especial, Rebecka. Créeme, eres especial.
Entonces brotan las lágrimas de nuevo. Se deslizan en silencio por sus mejillas. Thomas Söderberg alarga el brazo y se las quita, y con la palma de la mano le roza los labios. Rebecka se queda inmóvil. Para no ahuyentarlo, pensará más tarde.
Thomas Söderberg le acerca la otra mano y con el pulgar le sigue secando las lágrimas mientras que con los demás dedos la coge suavemente del pelo. Ahora siente su aliento muy cerca. Fluye por la cara de Rebecka como agua caliente. Huele un poco fuerte por el café, un poco dulce por las galletas de jengibre y también a algo más que es sólo él.