Después todo pasa muy deprisa. Su boca está dentro de la de Rebecka. Los dedos se le enredan en el pelo. Ella le agarra la nuca con una mano y con la otra intenta inútilmente desabrocharle un botón de la camisa. Él le manosea los pechos por encima y trata de meterse debajo de su falda. Tienen prisa. Se apresuran el uno sobre el cuerpo del otro antes de que la razón los atrape. Antes de que llegue la vergüenza.
Ella se abraza a su cuello y él la levanta de la silla y la sienta sobre la mesa. Le sube la falda con un solo movimiento. Ella quiere estar dentro de él. Lo aprieta contra su cuerpo. Cuando él le quita los leotardos le hace daño en el muslo, pero no se dará cuenta hasta más tarde. No puede quitarle las bragas. No hay tiempo. Thomas aparta la tela hacia un lado y se desabrocha el pantalón. Rebecka mira por encima de su hombro y ve la llave en la cerradura de la puerta. Piensa que deberían cerrar, pero él ya está dentro. Ella tiene la boca entreabierta y pegada a la oreja de Thomas. Respira siguiendo el ritmo de cada embestida. Se agarra a él como una cría de mono se sujeta a su madre. Él se corre en silencio y conteniéndose en una última convulsión. Se inclina hacia adelante, de modo que ella tiene que buscar apoyo en el escritorio con la mano para no caerse hacia atrás.
Entonces él se aparta. Da varios pasos hacia atrás, hasta que topa con la puerta. Se la queda mirando inexpresivo y sacude la cabeza con nerviosismo. Después le da la espalda y mira por la ventana. Rebecka baja del escritorio, se sube los leotardos y se arregla la falda. La espalda de Thomas Söderberg es como una pared.
– Lo siento -le dice ella con un hilo de voz-. No era mi intención.
– Por favor, vete -dice él con la voz ronca-. Márchate.
Rebecka va corriendo todo el camino hasta su casa, donde vive con Sanna. Cruza las calles a toda prisa, sin mirar. Nota algo pegajoso en el interior de los muslos.
La puerta se abrió con fuerza y apareció el rostro enfadado del fiscal Carl von Post.
– ¿Qué coño está pasando aquí? -preguntó. Al no recibir respuesta continuó, dirigiéndose a Anna-Maria-: ¿Qué está haciendo? ¿Está revisando el material de la investigación preliminar con ella aquí? -inquirió señalando a Rebecka con la cabeza.
– Esto no es confidencial -respondió Anna-Maria con calma-. Las cintas se pueden comprar en la librería de la Fuente de Nuestra Fortaleza. Estábamos hablando un poco. Si es que podemos.
– Ah -resopló Von Post-. ¡Pues ahora venga a hablar conmigo! En mi despacho. Cinco minutos -exigió, y cerró la puerta de golpe.
Las dos mujeres se miraron.
– La periodista que te denunció por agresión ha retirado los cargos -dijo Anna-Maria Mella.
Hablaba con suavidad, como para demostrar que había cambiado de tema y que lo que le estaba diciendo no tenía nada que ver con Carl von Post. Pero el mensaje llegó sin problemas.
«Y éste se habrá puesto como un basilisco, claro», pensó Rebecka.
– Ha dicho que se resbaló y que no había sido tu intención tirarla al suelo -continuó Anna-Maria, poniéndose en pie poco a poco-. Me tengo que ir. Por cierto, ¿querías algo de mí?
A Rebecka las ideas le revoloteaban en la cabeza: desde Måns, que debía de haber hablado con la periodista, hasta la Biblia de Viktor.
– La Biblia -le dijo a Anna-Maria-. La Biblia de Viktor, ¿la tienen aquí o…?
– No, en Linköping aún no han acabado con ella. Cuando hayan terminado nos la mandarán. ¿Por qué lo preguntas?
– Me gustaría echarle un vistazo, si puede ser. ¿Podríais hacer unas copias? No de todas las páginas, claro, sólo de las que tengan algo anotado. Y copias de todas las notas en papeles, tarjetas y otras cosas que pueda haber dentro.
– Claro -dijo Anna-Maria, pensativa-. No debería haber ningún problema. A cambio, quizá podrías echarme una mano si me surgiesen algunas preguntas sobre la congregación.
– Siempre y cuando no tengan que ver con Sanna -dijo Rebecka, y miró el reloj.
Era la hora de pasar a recoger a Sara y a Lova. Se despidió de Anna-Maria, pero antes de salir al coche se sentó en el sofá de la recepción, sacó el ordenador y se conectó a través del móvil. Tecleó la dirección de correo electrónico de Maria Taube y escribió:
Hola, Maria:
¿Verdad que conoces a un abogado de Hacienda que tenía debilidad por ti? ¿Le puedes pedir que le eche un vistazo a unas organizaciones?
Envió el e-mail y antes de que se desconectara le llegó la respuesta.
Hola, querida:
Le puedo pedir que mire cosas siempre y cuando no sean confidenciales,
M
«Pero si ésa es la cuestión -pensó Rebecka, desilusionada, y se desconectó-. Documentos no confidenciales ya los puedo sacar yo misma.»
Apenas le dio tiempo de cerrar el ordenador cuando sonó su móvil. Era Maria Taube.
– No eres tan lista como creía -dijo.
– ¿Qué? -respondió Rebecka sorprendida.
– ¿No te das cuenta de que pueden revisar todos los correos del trabajo? Una empresa puede entrar en el servidor y leer todo el correo entrante y saliente de sus trabajadores. ¿Quieres que los socios se enteren de que me pides que saque material secreto de Hacienda? ¿Crees que yo quiero que se enteren?
– No -dijo Rebecka, sumisa.
– ¿Qué quieres saber?
Rebecka puso orden en su cabeza y dijo deprisa:
– Dile que entre en STL y STC y que mire…
– Espera, que lo tengo que apuntar -dijo Maria-. STL y STC, ¿qué es eso?
– El Sistema de Transacciones Locales y Centrales. Pídele que mire la congregación de la Fuente de Nuestra Fortaleza y los pastores que tiene contratados, Thomas Söderberg, Vesa Larsson y Gunnar Isaksson. Pídele también que mire Viktor Strandgård. Quiero el balance y el resultado. Y quiero saber un poco más de la economía de los pastores y de Viktor. Sueldo, cuánto y de quién. Propiedades. Valores. Bienes en general.
– Vale -dijo Maria mientras apuntaba.
– Una cosa más. ¿Te puedes conectar al Registro del Mercado de Valores y buscar qué hay sobre la congregación? La conexión va muy lenta cuando me conecto a través del móvil. Mira a ver si la congregación posee acciones en alguna empresa que no esté cotizando en bolsa o participaciones en alguna sociedad limitada o así. Mira también a nombre de los pastores y de Viktor.
– ¿Puedo preguntar por qué?
– No lo sé -se excusó Rebecka-. Sólo es una idea. Ya que estoy aquí arriba, mano sobre mano, aprovecharé para hacer algo.
– ¿Cómo se dice en inglés? -preguntó Maria-. Shake the tree. A ver qué cae. ¿Es algo por el estilo?
– A lo mejor -respondió Rebecka.
Fuera ya había empezado a oscurecer. Rebecka dejó que Chapi saliera del coche. La perra se fue disparada hacia un montón de nieve y se agachó. Las farolas se acababan de encender y la luz caía sobre algo blanco, cuadrado, que estaba debajo del limpiaparabrisas del Audi. Lo primero que pensó Rebecka fue que le habían puesto una multa de aparcamiento, pero después vio que habían escrito su nombre con letras gruesas y a lápiz en un sobre. Dejó que Chapi se subiera en el lado del copiloto, se sentó en el coche y abrió el sobre. Dentro había un mensaje escrito a mano. La letra era torpe y enmarañada. Como si la persona que lo había escrito lo hubiera hecho con guantes o con la zurda.
Si le digo al impío: «Tienes que morir», y tú no le adviertes ni le dices nada sobre su impío camino para salvarle la vida, entonces él deberá morir por sus fechorías, pero su sangre la exigiré de tu mano. Pero si adviertes al impío y, a pesar de ello, él no retrocede en su impiedad y no se aparta de su impío camino, en ese caso, sin duda morirá por sus fechorías, pero tú habrás salvado tu alma.
¡QUEDAS AVISADA!
A Rebecka se le encogió el estómago. Se le erizó el vello de la nuca y de los brazos, pero pudo resistir el impulso de volver la cabeza para ver si alguien la estaba observando. Arrugó la nota y tiró la bola dentro del coche, en el suelo, delante del asiento del copiloto.