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– Dad la cara, cobardes de mierda -se dijo a sí misma en voz alta cuando salió del parking.

En todo el trayecto hasta el centro educativo Bolags, no consiguió evitar la sensación de que alguien la estaba siguiendo.

La directora de las escuelas locales que incluían el colegio de primaria y la guardería infantil, se quedó mirando a Rebecka, sentada detrás de su mesa, con evidente desaprobación. Era una mujer regordeta que rondaba los cincuenta. Tenía la cara cuadrada y el pelo grueso y teñido de color tan negro que parecía que llevaba un casco. Sus gafas tenían forma de ojos de gato y le colgaban del cuello con un cordel, enredado en un collar de tiras de cuero, plumas y piezas de cerámica.

– No acabo de entender qué supone que puede hacer la escuela en este caso -dijo, a la vez que se quitaba un pelo de la chaqueta de punto.

– Ya se lo he explicado -afirmó Rebecka tratando de ocultar su impaciencia-. El personal no tiene que dejar que Sara y Lova se vayan con nadie que no sea yo.

La directora sonrió con indulgencia.

– Preferimos no mezclarnos en asuntos familiares, y eso ya se lo he explicado a la madre de las niñas, Sanna Strandgård.

Rebecka se puso en pie y se inclinó por encima de la mesa.

– Me da igual lo que usted quiera o deje de querer -dijo alzando la voz-. Es su maldita responsabilidad como directora de la escuela procurar que los niños estén seguros durante la jornada escolar hasta que pasen a recogerlos los padres o las personas responsables de ellos. Si no hace lo que le digo y le dice claramente a su personal que sólo yo puedo recoger a las niñas, tenga por seguro que su nombre saldrá en todos los medios como corresponsable de un secuestro de menores. Mi móvil está a reventar de mensajes de periodistas que quieren hablar conmigo sobre Sanna Strandgård.

A la directora se le tensaron las mandíbulas y la piel alrededor de la boca.

– ¿Así es como se vuelve una cuando vive en Estocolmo y trabaja en un bufete de abogados?

– No -dijo Rebecka conteniéndose-. Así es como se vuelve una cuando trata con gente como usted.

Se miraron en silencio hasta que la directora se rindió encogiéndose de hombros.

– Bueno, la verdad es que no es fácil saber qué hay que hacer con esas niñas -soltó-. Primero, las pueden venir a recoger tanto los padres como el hermano. Y luego, de repente, la semana pasada vino Sanna Strandgård como un torbellino diciéndonos que no se le podían dejar las niñas a nadie que no fuera ella, y ahora sólo te las podemos dejar a ti.

– ¿Dijo Sanna la semana pasada que sólo ella podía recoger a las niñas? -preguntó Rebecka-. ¿Por qué?

– Ni idea. Por lo que yo sé, sus padres son las personas más consideradas que se pueda imaginar. Siempre han estado dispuestos a ayudar.

– Sí, bueno, eso es lo que usted cree -dijo Rebecka irritada-. Ahora vendré yo a buscar a las niñas tanto a la guardería como al colegio.

A las seis de la tarde Rebecka estaba sentada en la cocina de su abuela, en Kurravaara. Sivving estaba a los fogones, arremangado y pasando por la sartén de hierro unas tiras de reno. Cuando las patatas estuvieron cocidas metió la batidora eléctrica en la cacerola de aluminio hasta hacer un puré, con un poco de leche, mantequilla y dos yemas de huevo. Por último, lo salpimentó. Chapi y Bella estaban sentadas a sus pies como obedientes caniches de circo, hipnotizadas por los deliciosos aromas que salían de los fogones. Lova y Sara estaban tumbadas en un colchón delante de la tele, mirando el programa infantil de cada tarde.

– He traído algunas películas por si queréis verlas -le dijo Sivving a las niñas-. Son El rey león y otras, también de dibujos animados. Están en una bolsa.

Rebecka, distraída, hojeaba un antiguo ejemplar de la revista Allers. La cocina estaba de lo más acogedora con Sivving moviéndose delante del fuego. Cuando Rebecka fue a buscar la llave por segunda vez el mismo día, él le preguntó enseguida si tenían hambre y se ofreció a cocinar. El fuego de la chimenea crepitaba y el aire susurraba por el tubo de la ventilación.

«Ha pasado algo raro en la familia Strandgård -pensó-. Mañana Sanna no se va a librar tan fácilmente.»

Miró a Sara. A Sivving no parecía preocuparle demasiado que estuviera callada y como ausente.

«No debería esforzarme tanto -pensó-. Tengo que dejarla tranquila.»

– Pueden necesitar algo con qué ocupar el tiempo -dijo Sivving haciendo un gesto con la cabeza hacia las niñas-. Aunque hoy en día parece que algunos críos no saben jugar fuera de casa por culpa de las películas y todos esos juegos de la consola. ¿Te acuerdas de Manfred, el que vive al otro lado del río? Me contó que fueron a verle sus nietos este verano. Al final los tuvo que obligar a salir para que jugaran fuera. «En verano sólo se puede estar dentro de casa si llueve a cántaros», les dijo. Y los niños salieron. Pero no tenían ni idea de cómo jugar. Se quedaron allí, en el jardín, totalmente apáticos. Al cabo de un rato, Manfred vio que se habían puesto en círculo cogidos de la mano. Cuando salió y les preguntó qué hacían le dijeron que le estaban pidiendo a Dios que se pusiera a llover a cántaros.

Retiró la sartén del fuego.

– Vamos, chicas, hora de cenar.

Puso la carne, el puré de patata y un envase reciclado de plástico lleno de mermelada de arándanos rojos sobre la mesa.

– Válgame Dios, qué críos -dijo soltando una risotada-. Manfred se quedó pasmado.

Måns Wenngren estaba sentado en un taburete, en su piso, escuchando un mensaje en el buzón de voz. Era de Rebecka. Aún llevaba el abrigo y no había encendido ninguna luz. Escuchó el mensaje tres veces, fijándose en su tono de voz. Sonaba diferente. Como si no lo controlara del todo. En el trabajo el tono de voz lo mantenía firme. Nunca dejaba que le afectara con los sentimientos y que el tono revelara lo que en verdad sentía.

«Gracias por arreglar el tema de la periodista -decía-. Por lo que veo no has necesitado mucho tiempo para encontrar una cabeza de caballo y dejársela a alguien en la cama, ¿o lo solucionaste de otra manera? Tengo el teléfono apagado todo el tiempo porque me están llamando un montón de periodistas, pero voy escuchando los mensajes y mirando el correo. Gracias otra vez. Buenas noches.»

Se preguntó si también tendría un aspecto diferente. Como aquella vez que se la cruzó en la recepción a las cinco de la mañana. Él había estado haciendo unas negociaciones nocturnas y ella acababa de llegar de dar un paseo. Llevaba el pelo alborotado y se le había pegado un mechón en la mejilla. Tenía la cara un poco enrojecida por el aire frío y los ojos le brillaban, como de alegría. Recordó la cara de sorpresa que puso. Casi se ruborizó. Él intentó charlar un rato, pero ella le dio una respuesta bastante escueta y se metió en su despacho.

– Buenas noches -dijo en el silencio del apartamento.

ATARDECIÓ

Y AMANECIÓ: DÍA TERCERO

A las tres y cuarto de la mañana empieza a nevar. Al principio, con suavidad, y después con más fuerza. Por encima de las gruesas nubes, la aurora boreal se retuerce imprevisible por el cielo. Se desliza como una serpiente extendiéndose ante la mirada de las constelaciones.

Kristina Strandgård está sentada en el garaje situado debajo de la casa, dentro del Volvo gris metalizado de su marido. El garaje está a oscuras. Sólo está encendida la luz interior del coche. Kristina lleva puesta una bata acolchada y unas pantuflas. Tiene la mano izquierda sobre las rodillas y con la derecha sujeta con rigidez las llaves del coche. Ha enrollado varias alfombras viejas y las ha colocado tapando la ranura de la puerta del garaje. La puerta que da a la casa está cerrada con llave. Las ranuras entre la puerta y el marco están precintadas con cinta adhesiva.