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– Pues eso, que es una asociación de utilidad pública y sin ánimo de lucro, por lo que no tiene que declarar impuestos ni sobre los ingresos ni sobre el patrimonio. No hace declaración de renta a Hacienda ni tampoco tiene que presentar la contabilidad. No se puede tener acceso a su actividad económica.

– Por lo que respecta a Viktor Strandgård, el sueldo que le pagaba la congregación era bastante modesto. Johan ha mirado los últimos dos años. No tiene más ingresos que ésos ni bienes patrimoniales.

Sivving apareció en el jardín. Llevaba un gorro de piel que casi le tapaba los ojos y arrastraba una pala quitanieves. Las perras fueron a su encuentro y empezaron a corretear entre sus pies. Rebecka lo saludó con la mano, pero él miraba hacia abajo y no la vio.

– Los otros pastores de la congregación ganan cuarenta y cinco mil coronas al mes.

– Eso es una cantidad bastante alta para un pastor -dijo Rebecka.

– Thomas Söderberg tiene una cartera de acciones importante, medio millón, más o menos. Y ahora es propietario de un solar aún por edificar en Värmdö.

– ¿Värmdö, Estocolmo? -preguntó Rebecka.

– Sí, tasado en cuatrocientas veinte mil, pero su valor auténtico puede alcanzar cifras astronómicas. La tasación estimada de la casa de Vesa Larsson da un millón doscientas mil. Es bastante nueva. La tasación se hizo el año pasado. Tiene un crédito de casi un millón. Seguramente es la hipoteca de la casa.

– Y ¿Gunnar Isaksson? -preguntó Rebecka.

– Nada en especial. Unos pocos bonos y algunos ahorros en el banco.

– Vale -dijo Rebecka-. Aparte de eso, ¿qué más me puedes decir de la congregación? ¿Son dueños de alguna empresa o algo así?

Sivving apareció justo detrás de Rebecka.

– ¡Buenos días! -saludó enérgicamente-. ¿Estás hablando sola o qué?

– Un segundo -le dijo Rebecka a Maria.

Se volvió hacia Sivving. Sólo se le veía la parte del rostro que no le tapaba la bufanda. Encima del gorro de piel ya se le había formado una capa de nieve.

– Estoy hablando por teléfono -dijo señalando el cable del auricular-. No he podido sacar el coche. Las ruedas no agarraban cuando he intentado salir.

– ¿Hablas por teléfono por el cable? -le preguntó Sivving-. Válgame Dios, dentro de poco en la maternidad ya te instalarán el teléfono en el cráneo. Tú habla, que yo me pongo con la pala -dijo mientras quitaba la nieve que había delante del coche.

– ¿Sigues ahí? -preguntó Rebecka por teléfono.

– Sí, aquí estoy -respondió Maria-. La congregación no tiene propiedades, pero les he echado un vistazo a los pastores y a sus familias. Las esposas de los pastores son copropietarias de una sociedad comercial, VictoryPrint HB.

– ¿La has controlado?

– No, pero las declaraciones son públicas, así que tendrás que pasarte por Hacienda. No quería pedirle otro favor a Johan. No le hizo mucha gracia tener que solicitar documentos de otra delegación.

– Muchísimas gracias -dijo Rebecka-. Tengo que ayudar a Sivving con la nieve. Te llamo.

– Ve con cuidado -dijo Maria, y colgó.

Poco a poco la noche fue abandonando a Sanna Strandgård. Se retiró. Abandonó la ventana de cristal reforzado y la pesada puerta de acero, y le dejó espacio al implacable día. Todavía tardaría un poco en hacerse más claro. Las farolas desprendían un suave resplandor que entraba por la ventana y se quedaba como una sombra debajo del techo. Sanna yacía totalmente inmóvil en el camastro.

«Un ratito más», pidió, pero el misericordioso sueño había desaparecido.

Sentía la cara entumecida. Sacó la mano de debajo de la manta y se acarició el labio. Por un momento la mano se convirtió en el suave pelo de Sara. Dejó que la nariz recordara el olor de Lova. Todavía olía a niña pequeña, pero ya se estaba haciendo mayor. Relajó todo el cuerpo y se sumió en el recuerdo. El dormitorio de casa, en el apartamento. Las cuatro en la cama. Lova rodeándole el cuello con los brazos. Sara acurrucada en su espalda, con Chapi tumbada encima de los pies. Las patitas negras que corrían cuando soñaba. Las llevaba a todas tatuadas en la piel, grabadas en las palmas de las manos y en el interior de los labios. Pasara lo que pasase, su cuerpo las recordaría.

«Rebecka -pensó-. No las voy a perder. Rebecka lo solucionará. No voy a llorar. No serviría de nada.»

Al cabo de una hora la puerta de la celda se entreabrió y se filtró un haz de luz mientras alguien susurraba:

– ¿Estás despierta?

Era Anna-Maria Mella. La policía de la trenza larga y la barriga enorme.

Sanna respondió, y la cara de Anna-Maria se hizo visible en la puerta.

– Pasaba para ver si querías desayunar. ¿Té y una tostada?

Sanna respondió que sí, agradecida, y Anna-Maria desapareció de su vista. Dejó la puerta de la celda un poco abierta.

En el pasillo se oyó la voz resignada del agente:

– ¡No jodas, Mella!

Después se oyó la respuesta de Anna-Maria:

– Venga, hombre. ¿Qué crees que va a hacer? ¿Venir hasta aquí y reventar la puerta de seguridad para escaparse?

«Debe de ser una buena madre -pensó Sanna-. Una de esas que dejan la puerta entornada para que los niños la puedan oír mientras recoge la cocina. Que deja encendida la lámpara de la mesilla de noche si la oscuridad les da miedo.»

Anna-Maria volvió al cabo de un rato con dos tostadas con mantequilla y pepino en una mano y una taza de té en la otra. Bajo el brazo sujetaba una carpeta y abrió la puerta con el pie. La taza estaba un poco desportillada y en algún momento había pertenecido a «La mejor abuela del mundo».

– Vaya -dijo Sanna, agradecida, poniéndose en pie-. Pensaba que en la cárcel se vivía a pan y agua.

– Esto es pan y agua -se rió Anna-Maria-. ¿Me puedo sentar?

Sanna la invitó con un gesto a sentarse a los pies del camastro y Anna-Maria se puso cómoda. Dejó la carpeta en el suelo.

– Se ha hundido -dijo Sanna entre trago y trago, señalándole la barriga-. Ya queda poco.

– Sí -dijo Anna-Maria con una sonrisa.

Dejaron que se hiciera el silencio. Sanna se comió las tostadas a bocados pequeños. El pepino crujía entre sus dientes. Anna-Maria miraba por la ventana, observando la nevada que estaba cayendo.

– La muerte de tu hermano fue tan…, cómo decirlo…, religiosa -dijo Anna-Maria pensativa-. Tan ritual, en cierto modo.

Sanna dejó de masticar. El bocado se le quedó inmóvil en la boca.

– Los ojos extirpados, las manos cortadas, las puñaladas -continuó Anna-Maria-. El lugar en el que estaba el cuerpo. En medio del pasillo que lleva al altar. Y ninguna señal de pelea ni de violencia.

– Como un cordero sacrificado -dijo Sanna en voz baja.

– Exacto -convino Anna-Maria-. Y me vino a la cabeza un fragmento de la Biblia, lo de «ojo por ojo, diente por diente».

– Sale en uno de los libros de Moisés -dijo Sanna alargando el brazo para coger la Biblia que había en el suelo, al lado del camastro.

Buscó un momento y luego leyó:

– «Pero si se sigue daño, pagarás vida por vida, ojo por ojo, diente por diente…»

Hizo una pausa y leyó primero en silencio, antes de continuar:

– «… mano por mano, pie por pie, quemadura por quemadura, herida por herida, golpe por golpe.»

– ¿Quién tenía motivos para vengarse de él? -le preguntó Anna-Maria.

Sanna no contestó. Se puso a hojear la Biblia sin buscar nada en concreto.

– En el Antiguo Testamento le sacan los ojos a la gente bastante a menudo -dijo-. Los filisteos le sacaron los ojos a Sansón. Los amonitas les prometieron la paz a los sitiados en Jabes de Galaad con la condición de que le sacaran el ojo derecho a todo el mundo.

Se calló porque la puerta se abrió de par en par y apareció un agente que acompañaba a Rebecka Martinsson. Ésta llevaba el pelo mojado y le llegaba hasta los hombros. Se le había corrido el rímel y parecía que tuviera unas ojeras enormes. Su nariz era como un grifo de color rojo chillón que no paraba de gotear.