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– Buenos días -dijo echándole una mirada malhumorada a las dos mujeres que la miraban sonrientes sentadas en el camastro-. ¡No digáis nada!

El agente volvió a su puesto y Rebecka se quedó de pie en la puerta.

– ¿Estáis rezando maitines? -preguntó.

– Estábamos hablando de las veces que le sacan los ojos a alguien en la Biblia -dijo Sanna.

– «Ojo por ojo, diente por diente», por ejemplo -añadió Anna-Maria.

– Mmm -dijo Rebecka-. También está el pasaje ése en alguno de los Evangelios: «si tu ojo te hace pecar» y no sé qué más. ¿Dónde está eso?

Sanna se puso a buscar en la Biblia.

– Está en Marcos -dijo-. Aquí, Marcos 9:43-48: «Y si tu mano te escandaliza, córtatela; más te vale que entres manco en la vida que, con las dos manos, irte al infierno, al fuego que no se apaga. Y si tu pie te escandaliza, córtatelo. Más te vale que entres cojo en la vida que, con los dos pies, ser arrojado al infierno. Y si tu ojo te escandaliza, sácatelo; más te vale entrar tuerto en el Reino de Dios que, con los dos ojos, ser arrojado al infierno donde el gusano no muere ni el fuego se apaga.»

– ¡Válgame Dios! -dijo Anna-Maria afectada.

– ¿Por qué habéis empezado a hablar de esto? -preguntó Rebecka mientras se quitaba el abrigo.

Sanna dejó la Biblia a un lado.

– Anna-Maria dice que el asesinato de Viktor le parece un ritual -respondió.

En la pequeña celda se hizo un silencio tenso. Rebecka se quedó mirando a Anna-Maria con expresión severa.

– No quiero que hables del asesinato con Sanna si yo no estoy presente -dijo con sequedad.

Anna-Maria se inclinó con dificultad hacia adelante y recogió la carpeta del suelo. Se puso en pie y miró fijamente a Rebecka.

– No era mi intención -dijo-. Simplemente, ha surgido así. Os acompañaré a la sala de reuniones para que podáis hablar. Rebecka, puedes pedirle al vigilante que acompañe a Sanna a la ducha cuando hayáis terminado. Nos vemos luego en el interrogatorio, dentro de cuarenta minutos.

Le dio la carpeta a Rebecka.

– Toma -le dijo con una sonrisa conciliadora-. Las copias de la Biblia de Viktor que me has pedido. Espero de verdad que podamos colaborar.

«Uno a cero para ti», pensó Rebecka cuando Anna-Maria pasó delante para indicarles el camino.

Una vez solas, Rebecka se desplomó sobre una silla y miró seria a Sanna, que estaba junto a la ventana observando cómo caía la nieve.

– ¿Quién puede haber metido el arma homicida en tu apartamento? -preguntó Rebecka.

– No se me ocurre nadie -respondió Sanna-. Y no sé más ahora de lo que sabía antes. Estaba durmiendo. Viktor estaba junto a la cama. Me llevé a Lova en el trineo y a Sara de la mano y nos fuimos a la iglesia. Allí estaba él.

Se quedaron calladas. Rebecka abrió la carpeta que le había dado Anna-Maria. La primera página era la fotocopia del reverso de una postal. No llevaba sello. Rebecka se quedó mirando la letra. El frío le recorrió todo el cuerpo. Era la misma letra que la de la nota que le habían dejado en el coche. Enmarañada. Como si quien lo había escrito llevara guantes o lo hubiese hecho con la zurda. Leyó:

Lo que hemos hecho no está mal a los ojos de Dios.

Te quiero.

– ¿Qué pasa? -preguntó Sanna asustada cuando vio a Rebecka palidecer.

«No puedo decirle nada sobre la nota del coche -pensó Rebecka-. Se va a desesperar. Tendrá pánico de que le pase algo a las niñas.»

– Nada -contestó-, pero escucha esto.

Leyó la postal en voz alta.

– ¿Quién le quería, Sanna? -preguntó.

Sanna bajó la mirada.

– No lo sé -contestó-. Un montón de gente.

– Tú no sabes nada de nada -dijo Rebecka, irritada.

Estaba confusa. Había algo que no encajaba, pero no se le ocurría el qué.

– ¿Estabas peleada con Viktor cuando murió? -quiso saber-. ¿Por qué no podían ir él ni tus padres a recoger a las niñas?

– Ya lo he explicado -dijo Sanna, incómoda-. Viktor se las habría dejado a mis padres.

Rebecka se quedó en silencio y miró por la ventana. Pensó en Patrik Mattsson. En la cinta de la ceremonia había intentado coger a Viktor por la ropa y Viktor se había echado hacia atrás.

– Me tengo que ir a duchar, si no, no me dará tiempo de hacerlo antes del interrogatorio -dijo Sanna.

Rebecka asintió, como ausente.

«Iré a hablar con Patrik Mattsson», pensó.

Sanna la arrancó del ensimismamiento acariciándole el pelo con cierta prisa.

– Te quiero, Rebecka -le dijo con suavidad-. Mi hermana más querida.

«Joder, cuánto me quieren todos -pensó Rebecka-. Me mienten, me traicionan y se me meriendan de puro amor.»

Rebecka y Sanna están sentadas junto a la mesa de la cocina. Sara está tumbada en un puf, en la sala de estar, escuchando a Jojje Wadenius. Es su ritual de cada mañana. Papilla y Jojje en el puf. En la cocina han puesto la radio y escuchan el programa cultural del P1. La estrella navideña de cartón naranja sigue colgada en la ventana a pesar de que ya están en febrero. Es importante dejar puesta alguna decoración y algunas velas porque hace más llevadero el tiempo que tarda en llegar la primavera. Sanna está untando mantequilla en las tostadas. La cafetera eléctrica hace una última gárgara y se queda callada. Sirve dos tazas y las pone en la mesa.

A Rebecka le entra un mareo repentino. Sale disparada de la cocina y se mete en el baño. Ni siquiera le da tiempo a levantar del todo la tapa del retrete. Casi todo el vómito acaba sobre la tapa y el suelo.

Sanna la ha seguido. Se detiene ante la puerta del baño, con su desgastada bata verde de felpa, y mira a Rebecka a los ojos con preocupación. Rebecka se limpia un hilo de baba y vómito de la comisura de los labios con el reverso de la mano. Cuando vuelve la mirada hacia Sanna ve que lo ha comprendido todo.

– ¿Con quién? -pregunta Sanna-. ¿Es Viktor?

– Tiene derecho a saberlo -dice Sanna.

Están sentadas de nuevo a la mesa de la cocina. Han tirado el café al fregadero.

– ¿Por qué? -dice Rebecka con severidad.

Se siente como encapsulada en cristal grueso. Ya lleva así un tiempo. Por las mañanas su cuerpo se despierta mucho más temprano que ella. La boca se le abre ante el cepillo de dientes. Las manos le hacen la cama. Las piernas la llevan hasta el instituto Hjalmar Lundbohm. A veces se queda de pie en medio de la calle, preguntándose si no es sábado. Planteándose si de verdad tiene que ir al instituto. Pero es curioso, sus piernas siempre tienen razón. Llega al aula correcta el día correcto y a la hora correcta. Su cuerpo se las apaña bien sin ella. Ha estado evitando la iglesia. Se ha excusado diciendo que tiene mucho que estudiar y que ha pasado la gripe y que ha ido a visitar a su abuela en Kurravaara. Y Thomas Söderberg no ha preguntado por ella ni la ha llamado ni una sola vez.

– Porque es su hijo -dice Sanna-. Se dará cuenta de todos modos. Quiero decir, dentro de unos meses se notará.

– No -dice Rebecka sin fuerza-. No se notará.

Observa cómo va penetrando en Sanna la trascendencia de lo que acaba de decir.

– No, Rebecka -le dice negando con la cabeza.

Le brotan lágrimas e intenta coger la mano de Rebecka, pero ésta se levanta y se pone los zapatos y el anorak.

– Te quiero, Rebecka -le suplica Sanna-. ¿No te das cuenta de que es un regalo? Yo te ayudaré a…

Se queda callada al ver la mirada de desprecio que le lanza Rebecka.

– Lo sé -dice muy bajo-. Piensas que ni siquiera puedo ocuparme de mí y de Sara.

Sanna esconde la cara en las manos y empieza a llorar desconsoladamente.

Rebecka se pone en pie y sale del piso. La rabia le bombea por dentro. Cierra los puños en el interior de los guantes. Siente como si pudiera matar a alguien. No importa a quién.