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– Nadie lo ha mantenido al margen. No sabíamos qué había pasado y en realidad todavía no sabemos nada -intentó responder Sven-Erik.

– ¡Tonterías! -cortó el fiscal-. Y usted, ¿qué hace aquí?

Lo último iba dirigido a Anna-Maria, que tenía la mirada fija en los brazos mutilados de Viktor Strandgård.

– Fui yo quien la llamó -aclaró Sven-Erik.

– Vaya -dijo Von Post entre dientes-. Así que la llamaste a ella pero a mí no.

Sven-Erik se quedó callado y Carl von Post miró a Anna-Maria, que levantó la vista y tranquilamente hizo frente a su mirada.

Carl von Post apretó los dientes hasta que le dolieron las mandíbulas. Siempre había tenido dificultades con aquella policía enana. Parecía tener a sus compañeros del departamento de investigación cogidos por las pelotas y él no se explicaba por qué. Y el aspecto que tenía. Como mucho, un metro cincuenta descalza, con una jodida cara de caballo que le cubría aproximadamente la mitad del cuerpo. Y encima ahora estaba como para que la llevaran al circo con aquella enorme barriga. Parecía un cubo ridículo, tan ancha como alta. El resultado inevitable de generaciones de endogamia en las pequeñas poblaciones de las aisladas tierras laponas.

Sacudió la mano como para obviar sus duras palabras y empezó con otro tema.

– ¿Cómo está, Anna-Maria? -preguntó con una sonrisa dulce y considerada.

– Bien -contestó ella, inexpresiva-. ¿Y usted?

– Cuento con tener a la prensa tras los talones dentro de una hora, más o menos. Va a ser una bomba, así que explíqueme lo que saben hasta el momento, tanto del asesinato como del muerto. En principio, yo sólo sé que era un religioso famoso.

Carl von Post se sentó en una de las sillas azules y empezó a quitarse los guantes.

– Sven-Erik puede explicarle -respondió Anna-Maria, escueta pero no desagradable-. Yo hago trabajo de oficina de momento. Acompañé a Sven-Erik porque me lo pidió y porque cuatro ojos ven más que dos…, bueno, ya sabe. Y ahora tengo que ir a mear. Si me disculpan.

Notó satisfecha la forzada sonrisa en la cara de Von Post cuando se dirigía hacia el servicio. Era curioso que la palabra «mear» lo ofendiera. Se apostaba algo a que su mujer dirigía la meada hacia la porcelana para que el ruido del chorrito no pudiera llegar hasta las sonrosadas orejas del pobre fiscal. Mierda de tío.

– Bueno -dijo Sven-Erik cuando desapareció Anna-Maria-, puede verlo usted mismo, porque mucho más no sabemos. Alguien lo ha matado. Y bien matado, se podría decir. El asesinado es Viktor Strandgård, o el Chico del Paraíso, como lo llamaban. Era la atracción principal de esta gran congregación. Hace nueve años sufrió un tremendo accidente. Murió en el hospital. Se le paró el corazón y todo eso, pero lo reanimaron y entonces explicó lo que le había ocurrido durante la operación y la reanimación. Cosas como que el médico había perdido las gafas y otras por el estilo. Dijo que había estado en el cielo. Que había visto ángeles y a Jesús. Bueno, y después una de las enfermeras que estaba en la operación y la mujer que lo había atropellado, se redimieron, y de pronto toda Kiruna se convirtió en un encuentro parecido a los de la Iglesia Maranata. Las tres iglesias libres más importantes se unieron en una nueva iglesia, la Fuente de Nuestra Fortaleza. La congregación creció y en los últimos años han construido esta iglesia, han puesto en marcha una escuela, una guardería y han tenido grandes encuentros de renovación religiosa. Les entra el dinero a raudales y viene gente de todo el mundo. Viktor Strandgård trabaja, bueno, trabajaba, quiero decir, a jornada completa en la congregación y había publicado un best seller…

– El Cielo, ida y vuelta.

– Exacto. Es su becerro de oro. Han escrito sobre él tanto en el Expressen como en el Aftonbladet, así que seguro que ahora volverán a escribir. Y la tele.

– Exacto -asintió Von Post levantándose con expresión impaciente-. No quiero que salga nada a la prensa. Me hago cargo de los contactos con ellos y quiero que regularmente me informe de lo que surja en los interrogatorios. ¿Entiende? Se me debe informar de todo. Cuando los periodistas empiecen a llamar, les puede decir que daré una conferencia de prensa en la escalera de la iglesia hoy, a las doce del mediodía. ¿Qué es lo próximo en su agenda?

– Tenemos que buscar a la hermana, ella fue la que lo encontró, y después deberemos hablar con los tres pastores. El forense viene en coche desde Luleå, así que debe de estar al llegar.

– Bien. Quiero un informe del motivo de la muerte, y un posible desarrollo de los acontecimientos a las once y media. A esa hora debe estar disponible para contestar al teléfono. Eso es todo. Si ustedes han acabado, voy a dar una vuelta por aquí.

– Venga, anímate -le dijo Anna-Maria Mella a Sven-Erik Stålnacke-. De todas formas, es mejor esto que estar interrogando a motoristas.

Su Ford Escort no se puso en marcha y Sven-Erik la llevó hasta su casa.

«Así aprovecho -pensó-. Necesita que lo animen para no perder la ilusión por el trabajo.»

– Es esa puta rata apestosa -respondió Sven-Erik con mala cara-. En cuanto tengo algo que ver con él, siento como si lo quisiera mandar todo al carajo y escaquearme el día entero, hasta la hora de irme a casa.

– Pues no pienses en él. Piensa en Viktor Strandgård. El loco de mierda que lo ha matado anda suelto y tú lo vas a encontrar. Deja que ese cabrito meta la bulla que quiera. De cualquier manera, los demás sabemos quién hace el trabajo.

– Y ¿cómo dejo de pensar en él? Lo tengo siempre encima.

– Ya lo sé.

Miró a través de la ventanilla del coche. A lo largo de las calles, las casas estaban todavía sumidas en la oscuridad. Sólo en alguna que otra ventana estaba encendida la luz. Aquí y allá seguían colgadas las estrellas de Navidad de papel color naranja. Ese año nadie había muerto quemado en casa. Naturalmente, sí había habido peleas y otras desgracias, pero no más de lo normal. Se sentía un poco indispuesta. No era raro. Llevaba levantada más de una hora y aún no había comido nada. Se dio cuenta de que estaba perdiendo la concentración en lo que le explicaba Sven-Erik e intentó esforzarse para no perder el hilo. Le había preguntado cómo lograba ella colaborar con Von Post.

– Lo cierto es que nunca hemos tenido mucho que ver -respondió.

– Joder, Anna-Maria, necesitaría que me ayudaras. Va a haber mucha presión sobre los que trabajamos en este caso y encima de todo el tinglado, el tirano ese. Es ahora cuando se necesita el apoyo de un compañero.

– Eso es chantaje -respondió Anna-Maria, y no pudo por menos que echarse a reír.

– Haré lo que haga falta. Chantajear y amenazar. Además, es bueno que te muevas un poco. Por lo menos podrías hablar con la hermana cuando la encontremos. Sólo ayúdame a ponerme en marcha.

– Claro que sí. Llámame cuando la encontréis.

Sven-Erik se inclinó hacia el volante y echó una mirada al cielo.

– ¡Vaya luna! -exclamó con satisfacción-. Sería un buen momento para ir a cazar zorros.

En el bufete de abogados Meijer & Ditzinger, Rebecka Martinsson le cogió el auricular a Maria Taube.

La «voz de dibujos animados», había dicho Maria; en su vida sólo había una persona así. Le vino a la mente la imagen de la cara de un muñeco.

– Rebecka Martinsson -respondió.

– Hola, soy Sanna. No sé si ya has oído las noticias, pero Viktor ha muerto.

– Sí, lo acabo de oír. Lo siento.

Inconscientemente, Rebecka cogió un lápiz de la mesa y escribió: «¡Di no! ¡no!» en un post-it amarillo.

Al otro lado de la línea, Sanna Strandgård respiró profundamente.