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Cuando Rebecka se ha marchado, Sanna coge el teléfono y hace una llamada. Maja, la esposa de Thomas Söderberg, es quien responde al otro lado.

Patrik Mattsson se despertó a las once y cuarto de la mañana por el ruido de una llave abriendo la puerta de su apartamento. Después, la voz de su madre. Frágil como el hielo en otoño. Llena de preocupación. Lo llamó por su nombre y él la oyó caminando por el pasillo, pasando de largo por delante del baño, donde él estaba tumbado. Su madre se paró en la puerta del salón y lo volvió a llamar. Al cabo de un rato llamó a la puerta del baño.

– ¡Hola! ¡Patrik!

«Debería contestar», pensó él.

Se movió un poco y los azulejos le refrescaron la cara. Al final debió de quedarse dormido en el suelo del baño, acurrucado como un feto. Seguía con la ropa puesta.

La voz de su madre otra vez. Golpeaba persistente la puerta.

– Oye, Patrik. Abre la puerta, hijo, por favor. ¿Te encuentras bien?

«No, no me encuentro bien -pensó-. No volveré a encontrarme bien nunca más.»

Dibujó el nombre con los labios, pero no fue capaz de pronunciar nada.

Viktor. Viktor. Viktor.

Su madre intentó forzar el pomo de la puerta.

– Patrik, abre la puerta ahora mismo o llamo a la policía para que la echen abajo.

«Oh, Dios mío.» Logró incorporarse hasta quedarse de rodillas. Sentía como si tuviese un taladro perforándole la cabeza y tenía la cadera dolorida por haberse pasado la noche tumbado sobre los azulejos.

– Ya voy -dijo con voz afónica-. Me he… me he puesto un poco malo. Espera.

Su madre dio un paso atrás para que pudiera abrir la puerta.

– Pero ¡qué aspecto tienes! -exclamó su madre-. ¿Estás enfermo?

– Sí -respondió.

– ¿Quieres que llame al trabajo para decir que te quedas en casa?

– No, me tengo que ir.

Miró la hora.

Su madre lo acompañó hasta el salón. Había macetas rotas esparcidas por el suelo, la alfombra estaba en un rincón y uno de los sillones estaba volcado.

– ¿Qué ha pasado aquí? -le preguntó su madre con voz tímida.

Él se volvió hacia ella y la cogió por los hombros.

– He sido yo, mamá. Pero no tienes por qué preocuparte. Ya me siento mejor.

Ella le respondió en silencio asintiendo con la cabeza, pero se notaba que se podía echar a llorar en cualquier momento. Patrik le dio de nuevo la espalda.

– Me tengo que ir al cultivo de setas -dijo.

– Me quedaré aquí recogiendo todo esto -respondió su madre a su espalda, mientras se agachaba para recoger un vaso del suelo.

Patrik Mattsson intentó ponerle freno a la atención tan posesiva que le dedicaba.

– No, mamá, por favor, no hace falta.

– Déjame hacerlo por mí -susurró ella, intentando encontrar la mirada de su hijo. Se mordió ligeramente el labio inferior para no ponerse a llorar-. Sé que no vas a contarme nada -continuó-, pero si por lo menos me dejas que ordene todo esto… -tragó saliva-, al menos habré hecho algo por ti.

Patrik relajó los hombros y se obligó a darle un abrazo rápido.

– Vale -dijo-. Eres muy buena.

Y salió huyendo por la puerta.

Se sentó en el Golf y le dio al contacto. Con el pie pisando el embrague aceleró para revolucionar el motor y acallar los pensamientos que le acudían a la mente.

«No llores», se ordenó.

Torció el retrovisor y se miró la cara. Tenía los ojos hinchados y el pelo le caía en mechones desaliñados. Soltó una risa corta y despojada de cualquier nota de alegría. Más bien parecía que hubiera tosido. Luego giró el retrovisor con un golpe.

«No volveré a pensar en él nunca más -se dijo-. Nunca más.»

Se incorporó a la calle Gruv derrapando y aceleró por la bajada, hacia la calle Lapp. Tenía que conducir guiándose por la memoria, porque la nevada no le dejaba ver nada. Habían pasado las máquinas por la mañana, pero había seguido nevando y con la nieve suelta la adherencia de los neumáticos se volvía de lo más traicionera. Pisó el acelerador con más fuerza. De vez en cuando alguna rueda patinaba y el coche invadía el carril contrario. Le daba igual.

En la travesía con la calle Lapp no tuvo opción y el coche la cruzó deslizándose sin evitarlo. Por el rabillo del ojo vio a una mujer empujando un trineo de madera con un bebé montado encima. Estaba intentando avanzar con gran esfuerzo por el talud de nieve que había acumulado la máquina a los lados de la calle, y al pasar el coche le levantó el brazo. Probablemente le estaría sacando el dedo. A la altura de la capilla de Laestadian la superficie cambió de textura. La nieve se había ido compactando por el peso de los coches, pero éstos habían formado un surco y el Golf prefería ir por su propio camino. Después no se acordaba cómo había cruzado la intersección de las calles Gruv y Hjalmar Lundbohm. ¿Se había parado en el semáforo?

Al llegar a la mina saludó al vigilante de la garita con la mano. El hombre estaba absorto en la lectura de la prensa y ni siquiera levantó la mirada. Paró al llegar a la barrera que había en la entrada del túnel que bajaba a la mina. Le temblaba todo el cuerpo. Los dedos apenas le obedecieron cuando intentó sacar un cigarrillo del bolsillo interior de la chaqueta. Se sentía vacío por dentro. Eso era bueno. En los últimos cinco minutos no había pensado en Viktor Strandgård ni una sola vez. Dio una profunda calada al cigarrillo.

«Tranquilo -susurró para consolarse-, tranquilo.»

Quizá debería haberse quedado en casa. Pero estar encerrado en el piso todo el día… Habría acabado tirándose por el balcón.

«Venga ya, hombre -se burló-. Como si te atrevieras. Si lo único de lo que eres capaz es de romper tazas y tirar macetas al suelo.»

Bajó la ventanilla y sacó el brazo para insertar el pase en la máquina.

Una mano le agarró la muñeca y con el sobresalto se le cayó un poco de ceniza del cigarrillo en el asiento. Al principio no vio quién era y se le encogió el estómago de miedo. Después apareció una cara conocida.

– Rebecka Martinsson -dijo Patrik.

La nieve le iba cayendo sobre el pelo oscuro, los copos se deshacían al tocarle la nariz.

– Quiero hablar contigo.

Patrik hizo un gesto con la cabeza, señalando el asiento del copiloto.

– Pues sube.

Rebecka dudó un instante. Pensó en la nota que se había encontrado en el coche. «Tienes que morir», «¡quedas avisada!».

– It's now or never, como dice Elvis -advirtió Patrik Mattsson, inclinándose por encima del asiento del copiloto para abrirle la puerta.

Rebecka miró la entrada de la mina. Un agujero negro directo al subsuelo.

– Vale, pero la perra está en el coche, así que tengo que volver dentro de una hora.

Rodeó el coche, se sentó y cerró la puerta.

«Nadie sabe dónde estoy», pensó cuando Patrik Mattsson metió la tarjeta en la máquina y la barrera que cerraba el paso a la mina empezó a elevarse lentamente.

Él soltó el embrague y empezaron a bajar.

Delante veían el brillo de los reflectantes que había en las paredes de la mina y que por detrás quedaban engullidos por la oscuridad compacta de una cortina de terciopelo negro.

Rebecka intentó hablar. Era como tirar de la correa de un perro que no se quiere mover.

– Se me tapan los oídos, ¿por qué?

– Por la diferencia de altura.

– ¿Cuánto vamos a bajar?

– Quinientos cuarenta metros.

– Así que te has hecho cultivador de setas.

No obtuvo respuesta.

– Shitakes, la verdad es que no los he probado nunca. ¿Lo llevas tú solo?

– No.

– Así que sois varios. ¿Hay más gente allí ahora?

No contestó, iban deprisa, siempre hacia abajo.

Patrik Mattsson aparcó el coche delante de un taller subterráneo. No había puerta, sólo una gran abertura en la roca de la montaña. Rebecka vio que dentro había hombres vestidos con mono y casco. Llevaban herramientas en las manos. Había una serie de perforadoras enormes de la marca Atlas Copco dispuestas en fila para ser reparadas.