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– Por aquí -dijo Patrik Mattsson echando a andar.

Rebecka lo siguió. Miró a los hombres del taller, deseando que alguno se volviera y la viese.

A ambos lados se elevaba la roca primaria de color negro. En varios puntos el agua salía de la roca y coloreaba la piedra de verde.

– Es el cobre, que se vuelve verde con el agua -explicó Patrik cuando Rebecka le preguntó.

Apagó el cigarrillo con el pie y abrió una gran puerta de hierro que estaba cerrada con llave.

– Pensaba que estaba prohibido fumar aquí abajo -dijo Rebecka.

– ¿Por qué? -preguntó Patrik-. Aquí no hay gases inflamables ni nada por el estilo.

Ella soltó una carcajada.

– Qué bien. Entonces te puedes esconder aquí, a quinientos metros bajo tierra, y fumar a escondidas.

Él le sostuvo la puerta y le indicó, con la palma de la mano hacia arriba, que pasara ella primero.

– Nunca he entendido bien esa lista de pecados que hay en la iglesia libre -dijo Rebecka mientras se volvía para no tenerlo de espaldas cuando entraba-. No fumarás. No tomarás alcohol. No irás a la discoteca. ¿De dónde han sacado todo eso? De la gula y de no compartir con los necesitados, dos pecados que se mencionan claramente en la Biblia, no es que digan gran cosa.

La puerta se cerró. Patrik encendió la luz. La sala parecía un gran bunker. Del techo colgaban estantes de acero engastados en rieles. En todos ellos había paquetes envueltos en plástico que parecían salchichas grandes o troncos de leña.

Rebecka preguntó qué era aquello y Patrik Mattsson se lo explicó.

– Son paquetes de serrín de aliso -le dijo-. Están inyectados con esporas. Cuando han estado así cierto tiempo se les puede quitar el plástico y golpear un poco la madera con la mano. Entonces empiezan a crecer y a los cinco días ya se pueden recolectar.

Desapareció por detrás de una cortina de plástico al otro extremo de la cavidad. Al cabo de un rato apareció con unos cuantos paquetes de serrín repletos de shitakes. Los puso sobre una mesa y comenzó a recoger las setas con la mano. A medida que las quitaba las iba poniendo dentro de una caja de cartón. El olor a seta y a madera húmeda inundó el local.

– Aquí abajo el clima es el idóneo -dijo-. Y las lámparas se encienden y se apagan automáticamente simulando días y noches supercortos. Bueno, se acabó la cháchara, Rebecka, ¿qué quieres?

– Quiero hablar de Viktor.

Patrik se la quedó mirando inexpresivo. Rebecka pensó que se debería haber vestido un poco más sencilla. Ahora estaban allí los dos, cada uno en su planeta, intentando hablar. Y ella con su maldito abrigo y los guantes, tan delicados y caros.

– Cuando yo vivía aquí erais buenos amigos.

– Sí.

– ¿Cómo era él? Quiero decir, después de que yo me fuera.

El sistema de riego se puso en marcha detrás de la cortina con un resoplido. Comenzó a caer humedad del techo y al acumularse se iba deslizando por el plástico, rígido y transparente.

– Era perfecto. Hermoso. Dedicado. Un gran orador. Pero tenía un dios bastante severo. Si hubiese vivido en la Edad Media se habría flagelado y habría caminado descalzo a los Santos Lugares.

Recolectó las setas del último paquete y las repartió en la caja de cartón nivelando la superficie.

– ¿De qué manera se flagelaba? -preguntó Rebecka.

Patrik Mattsson iba tocando las setas y poniéndolas bien. Era como si estuviera hablando más con ellas que con Rebecka.

– Ya sabes. El rollo ése de eliminar todo lo que no tenga que ver con Dios. Sólo música cristiana, porque si no, te expones a que te invadan los espíritus malignos. Durante un tiempo estuvo pensando en tener un perro, pero un perro exige tiempo y ese tiempo pertenecía a Dios, así que rechazó la idea.

Sacudió la cabeza.

– Debería haberse comprado el perro.

– Pero ¿cómo era él? -preguntó Rebecka.

– Ya te lo he dicho: perfecto. Todo el mundo lo quería.

– ¿Y tú?

Patrik Mattsson no dijo nada.

«No he venido hasta aquí para aprender el cultivo de las setas», pensó Rebecka.

Patrik respiró profundamente por la nariz, cerró los labios y fijó la mirada en el techo.

– Era una farsa -dijo con rabia-. Ahora ya nada importa. Y me alegro de que esté muerto.

– ¿A qué te refieres? ¿Cómo que era una farsa?

– Déjalo -dijo-. Déjalo así, Rebecka, no te metas.

– ¿Le escribiste una postal diciéndole que lo querías y que lo que hacíais no estaba mal?

Patrik Mattsson se tapó la cara con las manos y sacudió la cabeza.

– ¿Teníais una relación o qué?

Se puso a llorar.

– Pregúntale a Vesa Larsson -dijo sorbiéndose las lágrimas-. Pregúntale a él sobre la vida sexual de Viktor.

Se calló de repente y se puso a buscar un pañuelo en los bolsillos. Al no encontrar ninguno se secó la nariz con la manga del jersey. Rebecka se le acercó.

– ¡No me toques! -gritó.

Rebecka se quedó helada.

– ¿Tienes idea de lo que estás pidiendo? Tú, que simplemente te largaste cuando todo se complicó.

– Sí -susurró.

Patrik levantó las manos hacia el techo.

– ¿Te das cuenta de que puedo echar abajo el templo entero? Sólo quedarían las cenizas de la congregación, de la escuela y… ¡de todo! El Ayuntamiento podría hacer una pista de hockey con la Iglesia de Cristal.

– «La verdad os hará libres», pone.

Él se quedó callado un momento. Luego exclamó:

– ¡Libres! -escupió-. ¿Es que tú eres libre?

Miró a su alrededor. Parecía que estuviera buscando algo.

«Un cuchillo», pensó de pronto Rebecka.

Patrik hizo un movimiento con la mano, enseñándole la palma, como queriendo decir que esperara allí. Luego desapareció por una puerta que estaba un poco más alejada. Se oyó un pesado clic cuando se cerró, después silencio. Sólo se oía el goteo del cultivo detrás de la cortina de plástico y el zumbido eléctrico de los fluorescentes.

Pasó un minuto. A Rebecka le vino a la mente el hombre que desapareció en la mina en los años sesenta. Bajó y no volvió a subir nunca más. Su coche seguía en el aparcamiento, pero él no aparecía. Sin rastro. No se encontró el cuerpo. Nada. Nunca lo localizaron.

Y Chapi, que estaba en el coche, ¿cuánto tiempo se las arreglaría si Rebecka no volvía? ¿Se pondría a ladrar hasta que la descubriera alguien que pasara por allí? ¿O se echaría a dormir dentro del coche cubierto de nieve?

Rebecka se acercó a la puerta que daba al pasillo de la mina para ver si se abría. Con alivio, vio que no estaba cerrada con llave. Tuvo que contenerse para no salir corriendo hasta el taller. En cuanto vio a las personas que había dentro y oyó el trasteo de las herramientas y el ruido del hierro al doblarlo y retorcerlo, sintió que se sosegaba.

Salió un hombre del taller. Se quitó el casco y se acercó a uno de los coches que estaban aparcados allí fuera.

– ¿Subes? -le preguntó Rebecka.

– ¿Por qué? -sonrió él-. ¿Te llevo?

Subió con el hombre del taller. Rebecka podía sentir la mirada tranquila y curiosa que le echaba desde su lado. Claro que no se veía demasiado con aquella oscuridad.

– Bueno, bueno -dijo él-. ¿Vienes por aquí a menudo?

Cuando Rebecka volvió al coche en el aparcamiento de la mina era evidente que Chapi le estaba reprochando todo el rato que la había hecho esperar.

– Lo siento, pequeña -dijo Rebecka con remordimientos de conciencia-. Enseguida iremos a recoger a Sara y a Lova, y luego iremos a dar un largo paseo para relajarnos, te lo prometo. Sólo tenemos que pasar un momento por Hacienda y mirar una cosa en los ordenadores, ¿vale?