Condujo en plena nevada hasta las oficinas de la delegación.
– Espero que esto se acabe pronto -le dijo a Chapi-. Aunque ahora no es que el asunto esté muy claro, la verdad. No logro encajar todas las piezas.
Chapi estaba en el asiento del copiloto, escuchando con atención. Ladeó preocupada la cabeza y puso cara de entender cada palabra que Rebecka le decía.
«Es como Jussi, el perro de la abuela -pensó Rebecka-. La misma mirada inteligente.»
Recordó que los hombres del pueblo solían sentarse a charlar con Jussi, que campaba libremente por donde quería. «Sólo le falta hablar», solían comentar.
– Tu ama no se encontraba demasiado bien esta mañana cuando la han interrogado -continuó Rebecka-. Es como si se encogiera y se escapara por la ventana cuando la presionan. Está ausente y habla con indiferencia. Al fiscal lo saca de quicio.
La administración de Hacienda estaba en el mismo edificio de ladrillo que la comisaría de policía. Rebecka miró a su alrededor después de aparcar delante de la puerta. No lograba deshacerse del malestar que sintió al leer la nota que le habían dejado en el coche el día anterior.
– Cinco minutos -le dijo a Chapi cerrando con el seguro.
Diez minutos más tarde estaba de vuelta. Metió cuatro hojas impresas en la guantera y rascó a Chapi entre las orejas.
– Ahora se van a enterar -dijo triunfal-. Más vale que contesten cuando se les pregunte. Todavía nos da tiempo a hacer una cosa más antes de recoger a las niñas.
Subió hasta la Iglesia de Cristal, en Sandstensberget, y dejó que Chapi se bajara del coche antes que ella.
«Podría necesitar a alguien que esté de mi parte», pensó.
Sintió el corazón acelerado al subir por la cuesta hasta la cafetería y la tienda de libros. El riesgo de toparse con alguien que la conociera era bastante elevado. Sólo esperaba que no fuera ninguno de los pastores ni nadie del Consejo de Ancianos.
«Da igual -se dijo a sí misma-. Tarde o temprano acabará pasando.»
Chapi corría de farola en farola, leyendo y respondiendo mensajes. Por allí habían pasado unos cuantos machos a los que no conocía.
En la librería no había nadie, excepto una chica al otro lado del mostrador. Era la primera vez que Rebecka la veía. Llevaba el pelo bastante corto y del cuello le colgaba una pequeña cadena repleta de cuentas de cristal. Miró a Rebecka y sonrió.
– Avísame si te puedo ayudar en algo -dijo con voz atiplada.
Se notaba que Rebecka le sonaba de algo, pero no sabía ubicarla.
«De salir en la tele», pensó Rebecka asintiendo con la cabeza. Le ordenó a Chapi que se tumbara en la entrada, se quitó la nieve del abrigo y se acercó a la estantería más próxima.
En los altavoces sonaba música pop religiosa a un volumen bastante bajo. Del techo colgaban lámparas de Ikea y había pequeños focos alumbrando los estantes llenos de cedés y libros. Los muebles que había en medio de la sala eran tan bajos que no te podías esconder detrás. Rebecka miró a través de las grandes puertas de cristal que comunicaban con la cafetería. El suelo de madera estaba casi seco. Por allí no había pasado mucha gente con los zapatos llenos de nieve.
– Qué tranquilo está esto -le dijo a la chica del mostrador.
– Están todos de cursillo -le contestó-. Tenemos la Conferencia de los Milagros.
– Habéis decidido seguir adelante a pesar de que Viktor Strandgård…
– Sí -se apresuró a responder la chica-. Él lo habría querido así, y Dios también. Entre ayer y anteayer han pasado muchos periodistas por aquí. Haciendo preguntas y comprando cintas y libros, pero hoy se está muy tranquilo.
Aquí era. Rebecka había encontrado el estante con los libros de Viktor. El Cielo, ida y vuelta. Estaba en inglés, alemán y francés. Miró la contraportada. «Impreso por VictoryPrint HB.» Miró las contraportadas de otros libros y textos. También estaban impresos en VictoryPrint HB. En las cintas de vídeo ponía «copyright VictoryPrint HB». Bingo.
En ese momento oyó a alguien justo detrás suyo.
– Rebecka Martinsson -dijo una voz excesivamente alta-. Cuánto tiempo sin verte.
Al darse la vuelta vio al pastor Gunnar Isaksson. Lo tenía casi encima. Se le había acercado tanto a propósito y casi la rozaba con la barriga.
«Es una barriga magnífica y útil», pensó Rebecka.
Sobresalía por encima del cinturón como una vanguardia independiente y podía invadir el espacio de las personas mientras Gunnar Isaksson la usaba como protección y para mantenerse a una distancia adecuada. Rebecka venció el instinto de dar un paso hacia atrás.
«He soportado tus manos tocándome cuando rezabas por mí -pensó-. Así que por mis ovarios que puedo aguantar tenerte tan cerca.»
– Hola, Gunnar -dijo tranquila.
– He estado esperando a que aparecieras -le informó él-. Pensé que ahora que estás en la ciudad podrías venir a los encuentros que hacemos por la tarde.
Rebecka guardó silencio. Viktor Strandgård los observaba desde un póster en la pared.
– ¿Qué opinas de la librería? -continuó Gunnar Isaksson mirando orgulloso a su alrededor-. La reformamos el año pasado. La conectamos con la cafetería para que la gente pueda estar hojeando un libro mientras toma algo. Allí dentro puedes colgar el abrigo, si quieres. Les he propuesto colgar un cartel en la repisa de los sombreros que diga: «Deja la razón aquí.»
Rebecka lo miró un momento. Se le notaba la buena vida que se daba. La barriga más grande, camisa y corbata caras. La barba y el pelo bien cuidados.
– ¿Que qué opino de la librería? -respondió-. Opino que la congregación debería cavar pozos para sacar agua y darles escuelas a los niños de la calle para que no se prostituyan.
Gunnar Isaksson le lanzó una mirada arrogante.
– Dios no está para irrigaciones artificiales -dijo alzando la voz y enfatizando la palabra «Dios»-. En esta congregación ha brotado una fuente fruto de Su abundancia. Con nuestras plegarias, más fuentes correrán por todo el planeta.
Le echó un vistazo a la chica del mostrador y constató, para su satisfacción, que se había ganado también su atención. Era más divertido poner a Rebecka en su sitio con público delante.
– Esto -dijo con un gesto grandioso que parecía comprender la Iglesia de Cristal y todo el éxito que había tenido la congregación-, esto es sólo el principio.
– Esto no son más que chorradas -dijo Rebecka con indignación-. Los pobres tienen que rezar para alcanzar su propia riqueza, ¿es eso lo que quieres decir? ¿No dice Jesús: «Ciertamente, lo que no hayáis hecho por ninguno de los más débiles, tampoco lo habréis hecho por mí»? Y ¿qué se decía que les iba a pasar a los que no hubieran ayudado a los débiles? «E irán éstos al castigo eterno, y los justos a la vida eterna.»
Gunnar Isaksson se sonrojó. Se inclinó hacia adelante y su aliento cayó pesadamente sobre la cara de Rebecka. Olía a mentol y a naranja.
– ¿Y tú crees que perteneces a los justos? -le preguntó con sarcasmo.
– No -le dijo Rebecka también susurrando-. Pero tú quizá deberías ir preparándote para hacerme compañía en el infierno. -Antes de que Gunnar pudiera responder continuó-: He visto que VictoryPrint HB edita gran parte de lo que se vende aquí. Tu mujer es copropietaria de esa empresa, si no me equivoco.
– ¿Y? -dijo Gunnar, desconfiado.
– He estado en la delegación de Hacienda. La sociedad limitada ha recuperado cantidades enormes de impuestos del Estado. No se me ocurre otra explicación: alguien ha tenido que hacer grandes inversiones en la sociedad. ¿De dónde se ha sacado el dinero para hacerlo? ¿Tu mujer gana un buen sueldo? Antes era profesora, ¿no?
– No tienes ningún derecho a meter las narices en los asuntos de VictoryPrint -resopló Gunnar Isaksson.
– Las desgravaciones fiscales son públicas -contestó Rebecka en voz alta-. Me gustaría que respondieras a unas preguntas. ¿De dónde sale el dinero que se invierte en VictoryPrint? ¿Estaba preocupado Viktor por algo antes de morir? ¿Tenía una relación con alguien? Por ejemplo, ¿con algún hombre de la congregación?