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Gunnar Isaksson dio un paso hacia atrás y la miró con desprecio. Entonces levantó el dedo índice y señaló la puerta.

– ¡Fuera! -gritó.

La chica del mostrador dio un respingo y los miró aterrada. Chapi se puso en pie y empezó a ladrar.

Gunnar Isaksson dio un paso amenazante hacia Rebecka y ésta tuvo que retroceder.

– ¡No vengas aquí intentando amenazar la obra de Dios y a la gente de Dios! -rugió-. ¡En el nombre de Cristo, rechazo todos tus actos! ¿Oyes lo que te digo? ¡Fuera!

Rebecka giró sobre sus talones y salió de la librería a paso ligero. El corazón le cabía en un puño. Chapi la seguía pegada a sus pies.

El atardecer cayó como un manto azul oscuro sobre el jardín de la abuela de Rebecka. Estaba sentada en un trineo de madera, mirando a Lova y a Chapi mientras jugaban. Sara estaba arriba, leyendo en la cama. Ni siquiera contestó cuando Rebecka le preguntó si quería salir. Cerró la puerta de la habitación y se echó en la cama.

– ¡Mira, Rebecka! -gritó Lova.

Se había subido al caballete del tejadillo de la despensa que estaba en el exterior, se dio la vuelta y se dejó caer de espaldas sobre la nieve. Había muy poca altura. Se quedó tumbada y empezó a mover los brazos y las piernas intentando dejar en la nieve la silueta de un ángel.

Jugaron casi una hora y construyeron una pista de obstáculos. Empezaba con un túnel a través de un montón de nieve en dirección al granero, después había que dar tres vueltas al abedul grande, subir al tejadillo de la despensa, hacer equilibrios en el caballete, saltar en la nieve y volver al punto de partida. Lova decidió que el último trozo había que hacerlo corriendo de espaldas por la nieve, que llegaba hasta la rodilla. Ahora estaba ocupada en señalizar la pista con ramas de pino, pero Chapi le estaba dando problemas: se las iba robando una a una y se las llevaba a lugares secretos a los que la luz no llegaba.

– ¡Te digo que pares! -le gritó sin aliento Lova a Chapi, que se marchó felizmente, corriendo con otro botín en la boca.

– Oye, ¿qué tal un poco de chocolate y tostadas? -intentó Rebecka por tercera vez.

Se había cansado cavando el túnel. Ahora ya había dejado de sudar y empezaba a tener frío. Quería entrar en casa. Aún seguía nevando.

Pero Lova protestaba acalorada. Rebecka tenía que tomarle el tiempo mientras daba una vuelta al recorrido.

– Pues vamos a hacerlo ahora -dijo Rebecka-. Tendrás que arreglártelas sin las ramas. Ya sabes por dónde va la pista.

Era complicado correr en la nieve. Las vueltas al abedul se quedaron en dos y el último trozo no lo corrió de espaldas. Cuando llegó a la meta se desplomó exhausta en los brazos de Rebecka.

– Récord del mundo -gritó Rebecka.

– Ahora te toca a ti.

– Ni lo sueñes. Mañana, a lo mejor. ¡Hala, para adentro!

– ¡Chapi! -gritó Lova dirigiéndose a la casa.

Pero la perra no aparecía por ningún lado.

– Vete entrando -dijo Rebecka-, que yo me quedo y la llamo. Y ponte el pijama y unos calcetines -le gritó mientras subía las escaleras que llevaban al piso de arriba.

Cerró la puerta de la casa y volvió a llamar a la perra. Gritó su nombre en la oscuridad.

– ¡Chapi!

Era como si su voz no llegara más allá de unos pocos metros. La nieve apagaba cualquier sonido y cuando se quedó escuchando en la oscuridad sólo percibió un silencio de lo más incómodo. Tuvo que animarse y reunir fuerzas para llamarla una vez más. Le resultaba espeluznante estar expuesta en la luz de los escalones del porche gritándole a la oscuridad del bosque, que la rodeaba sin decir nada.

– ¡Chapi ven aquí! ¡Chapi!

«Maldita perra.» Bajó los escalones de un salto con la intención de dar una vuelta por el jardín, pero se detuvo.

«Déjate de tonterías», se sermoneó a sí misma, pero aun así no se atrevió a alejarse de la escalera del porche ni volver a llamar a Chapi. No lograba borrar la imagen de la nota del coche. La palabra sangre escrita con letras enmarañadas. Pensó en Viktor, y en las niñas, que estaban en casa. Subió los escalones de espaldas, uno a uno. No era capaz de darle la espalda a eso desconocido que podía esconderse allí fuera. Al entrar en casa le echó el cerrojo a la puerta y subió corriendo hasta el piso de arriba.

Se quedó en el pasillo y llamó a Sivving. Al cabo de unos minutos ya estaba allí.

– Estará en celo -dijo-. No le pasará nada malo. Más bien, todo lo contrario.

– Es que hace tanto frío -respondió Rebecka.

– Si tiene frío, volverá a casa.

– Supongo que tienes razón -suspiró Rebecka-. Esto da un poco de miedo sin ella.

Dudó un instante.

– Quiero enseñarte algo -dijo después-. Espera aquí un momento, no quiero que las niñas lo vean.

Salió corriendo al coche para buscar la nota que le habían dejado.

Sivving la leyó frunciendo el ceño.

– ¿Se la has enseñado a la policía? -le preguntó.

– No, ¿qué van a hacer?

– Pues no sé. Vigilarte, algo harán.

Rebecka soltó una risa seca.

– ¿Por esto? Qué va. No tienen recursos. Pero también hay otra cosa.

Le contó lo de la postal de la Biblia de Viktor.

– Imagina que la persona que escribió la postal que había en la Biblia era alguien que lo quería.

– ¿Sí?

– «Lo que hemos hecho no está mal a los ojos de Dios.» No sé, pero Viktor no tuvo nunca novia. Y pienso que quizá…, bueno, se me ha ocurrido que a lo mejor hay alguien que lo quería, aunque no le estaba permitido. Y quizá sea la persona que me está amenazando ahora a mí porque él se está sintiendo amenazado.

– ¿Un hombre?

– Exacto. Eso nunca sería aceptado por la congregación. Lo echarían con cajas destempladas. Y si resulta que era así y que Viktor lo quería mantener en secreto, yo no quiero ir a la policía con eso sin venir a cuento. Te puedes imaginar los titulares que saldrían en los medios de comunicación.

Sivving gruñó y se mesó el cabello.

– Esto no me gusta -dijo-. ¿Y si te pasa algo?

– A mí no me pasará nada. Pero estoy preocupada por Chapi.

– ¿Quieres que Bella y yo durmamos aquí esta noche?

Rebecka negó con la cabeza.

– Pronto estará en casa -dijo Sivving para tranquilizarla-. Voy a dar un paseo con Bella. La iré llamando para ver si aparece.

Pero Sivving está equivocado. Chapi no volverá. Está tumbada sobre la alfombra del maletero de un coche. Tiene el hocico atado con cinta adhesiva, igual que las patas, tanto las delanteras como las de atrás. En el pecho, el corazón le va a mil por hora, y pasea los ojos por la oscuridad. Trata de arrastrarse y restriega la cabeza contra el suelo, intentando desesperadamente deshacerse de la cinta que le sujeta el morro. Tiene un diente medio partido y nota trocitos de diente y sangre en la garganta. ¿Cómo puede ser esta perra una víctima tan fácil? Una perra que había sido maltratada por su anterior dueño una y otra vez. ¿Por qué no reconoce la maldad cuando va directa hacia ella? Porque tiene la capacidad de olvidar. Igual que su ama. Se olvida. Esconde el hocico bajo la nieve sedosa y saluda a cualquiera que se agache y le acerque una mano. Y ahora está ahí tumbada.

ATARDECIÓ

Y AMANECIÓ: DÍA CUARTO

El abogado Måns Wenngren se despierta de un sobresalto. El corazón le golpea el pecho como un puño. Sus pulmones cogen aire desesperadamente. Busca la mesilla de noche a tientas y enciende la lámpara; son las tres y veinte. ¿Cómo demonios va a dormir uno con un festival de cine de terror en la cabeza? Primero salía un coche que se hundía en el lago de la casa de verano al romperse la capa de hielo. Él estaba en la orilla, viéndolo todo sin poder hacer nada. En el retrovisor pudo ver la cara de Rebecka, pálida por el pánico. Y ahora que al final se había vuelto a dormir aparecía Rebecka otra vez en el sueño y lo rodeaba con sus brazos. Cuando Måns le deslizó las manos por la espalda hasta tocarle el pelo se las notó mojadas y calientes. Le habían reventado la cabeza de un disparo.