Se echa atrás en la cama y se queda sentado, apoyándose en la cabecera. Antes, todo era diferente. Los chicos y el trabajo exigían lo suyo. Apenas había tiempo para dormir, pero como mínimo dormía de verdad. Ahora casi nunca cae en ese tipo de sueño cuando se acuesta, siempre de madrugada. Más bien cae en un estado de inconsciencia en el que no tiene sueños. Y no hay más que ver lo que pasa cuando se va a dormir sobrio. Se despierta todo el rato al borde del pánico y sudando como un cerdo.
En el apartamento hay un silencio sepulcral. Lo único que se oye allí dentro es su respiración y el murmullo monótono de la ventilación. El resto de los sonidos vienen del exterior. El susurro del contador de la electricidad, que está en la escalera. Los pasos del repartidor de periódicos, que está en plena forma. Los escalones de dos en dos hacia arriba y de tres en tres hacia abajo. Coches y transeúntes nocturnos por la calle. Cuando los chicos eran pequeños la habitación se llenaba con sus sonidos. La respiración corta y rápida de Johan. La respiración fuerte de Calle, que dormía bajo una pirámide de peluches. Y Madelene, por supuesto, que roncaba en cuanto tenía el más mínimo resfriado. Después se fue callando todo poco a poco. Los chicos se fueron a sus propias habitaciones. Madelene permanecía en silencio total y se hacía la dormida cuando él llegaba a casa.
No, ya es suficiente. Va a poner un clásico de Clint Eastwood y a servirse una copa de Macallan. A lo mejor consigue quedarse dormido en el sillón.
La nevada sigue cayendo en el norte. En Kurravaara, los coches y las casas quedan enterrados bajo un grueso manto blanco. Rebecka está en el sofá de la cocina de la casa de su abuela, despierta.
«Debería levantarme y mirar a ver si la perra está ahí -piensa-. A lo mejor está fuera, en la nieve, pelándose de frío.»
No logra dormir más. Cierra los ojos y cambia de postura, se tumba de lado. A pesar del cansancio en el cuerpo, tiene la mente despejada.
Hay algo raro relacionado con el cuchillo. ¿Por qué lo habían enjuagado? Si alguien guardó el cuchillo en el cajón del sofá con la intención de inculpar a Sanna, ¿por qué enjuagó la hoja antes de hacerlo? Habría sido mejor limpiar sólo el mango para borrar las posibles huellas y dejar la hoja con las manchas de sangre. Si no corría el riesgo de que no se pudiera vincular el arma con el asesinato. Hay algo que Rebecka no logra ver. Como una imagen de aquellas que son un hormiguero de puntos. De repente aparece un dibujo. Ahora tiene la misma sensación. Todos los puntos están ahí. Sólo tiene que descubrir la figura que los une.
Enciende la lámpara de noche y se incorpora despacio. El sofá responde con un crujido. Rebecka se queda quieta para escuchar si las niñas se han despertado. Mete los pies en los helados zapatos y sale al porche para llamar a Chapi.
Se queda observando la nevada y llamando a una perra que no aparece.
Cuando vuelve a entrar en casa ve a Sara en medio de la cocina. Se da la vuelta con un movimiento rígido y se queda mirando a Rebecka. Lleva unos grandes calzoncillos largos y un jersey de lana enorme que hacen que su cuerpo parezca diminuto.
– ¿Qué te pasa? -le pregunta Rebecka-. ¿Has tenido una pesadilla?
Antes de que acabe la pregunta, Sara empieza a llorar. Es un llanto intenso, seco y entrecortado. La mandíbula se le abre y cierra con pequeños espasmos, como si fuese la de una muñeca de madera.
– ¿Qué ocurre? -vuelve a preguntar Rebecka quitándose los zapatos rápidamente-. ¿Es porque Chapi no está?
No obtiene respuesta. Todavía tiene la cara desencajada por esa tristeza tan extraña. Pero los brazos se le mueven un poco hacia adelante, como si los fuera a estirar hasta Rebecka si pudiera.
Rebecka la coge en brazos. Sara no opone ninguna resistencia. Rebecka está abrazando a una niña pequeña. No a una casi adolescente. Sólo una niña. Y no pesa casi nada. Rebecka la tumba en el sofá cama de la cocina y la acurruca en sus brazos, rodeando su cuerpecito, que se tensa como para compensar las lágrimas que no quieren salir. Al final se quedan las dos dormidas.
Hacia las cinco de la madrugada, Rebecka se despierta con los pasos de Lova, que entra de puntillas en la cocina. Se sube al sofá y se tumba contra la espalda de Rebecka, se le pega dulcemente, le mete con cuidado la manita por debajo del jersey y se duerme.
Debajo de todas las mantas hace un calor abrasador, pero Rebecka se queda allí tal como está, inmóvil.
JUEVES, 20 DE FEBRERO
A las cinco y media de la madrugada el gato Manne decidió despertar a Sven-Erik Stålnacke. Se puso a pasear de aquí para allá por encima del cuerpo dormido de Sven-Erik y de vez en cuando soltaba un maullido lastimero. Al ver que no surtía efecto, el gato se le acercó a la cara y le tocó delicadamente la mejilla con la pata. Pero Sven-Erik estaba sumido en un sueño demasiado profundo. Manne movió la pata hasta ponérsela en la raíz del pelo y sacó las garras lo suficiente para que se le engancharan en la piel y pudiera tirar un poco a su amo del cuero cabelludo. Sven-Erik abrió los ojos al instante y se quitó las zarpas de la cabeza. Acarició cariñosamente al gato a lo largo de su lomo gris atigrado.
– Ay, cabroncete -dijo bondadoso-. ¿Te parece que ya me toca levantarme?
Manne maulló acusador y bajó de la cama de un salto para luego desaparecer por la puerta de la habitación. Sven-Erik oyó cómo se iba corriendo hasta la puerta de la entrada y se ponía a maullar.
– Ya voy, ya voy.
Había adoptado a Manne cuando su hija y el novio de ésta se mudaron a Luleå. «Es que está acostumbrado a la libertad -le había dicho ella-. Te puedes imaginar cómo se aburriría en un piso en la ciudad. Él es como tú, papá. Necesita tener un buen trozo de bosque cerca para poder vivir.»
Sven-Erik se levantó y le abrió la puerta al gato para que saliera.
Pero Manne sólo husmeó un poco el aire de la nevada y luego dio media vuelta y se metió en el recibidor otra vez. En cuanto Sven-Erik cerró la puerta el gato volvió a soltar un prolongado maullido.
– Pero ¿qué quieres? -preguntó Sven-Erik-. No tengo la culpa de que haga un tiempo de perros. O sales o te quedas dentro, calladito.
Fue a la cocina y sacó una lata de comida para gatos. El animal maulló con energía y empezó a pasearse entre sus pies hasta que la comida estuvo servida en el cuenco. Después Sven-Erik preparó la cafetera eléctrica, que se puso en marcha con un gorgoteo. Cuando llamó Anna-Maria Mella le acababa de hincar el diente a un sándwich de pan negro.
– Escucha -le dijo inquieta-. Ayer por la mañana estuve hablando con Sanna Strandgård y comentamos que la muerte parece muy ritual y que algunos pasajes de la Biblia hablan de manos cortadas y de gente a la que le sacan los ojos y esas cosas.
Sven-Erik emitía sonidos de asentimiento entre bocado y bocado mientras Anna-Maria hablaba.
– Sanna leyó en voz alta a Marcos 9:43-48: «Y si tu mano te escandaliza, córtatela; más te vale que entres manco en la vida que, con las dos manos, irte al infierno, al fuego que no se apaga. Y si tu pie te escandaliza, córtatelo. Más te vale que entres cojo en la vida que, con los dos pies, ser arrojado al infierno. Y si tu ojo te escandaliza, sácatelo; más te vale entrar tuerto en el Reino de Dios que, con los dos ojos, ser arrojado al infierno donde el gusano no muere ni el fuego se apaga.»
– ¿Y? -dijo Sven-Erik, que se sentía un poco espeso.
– ¡Pero no leyó el principio del texto! -continuó Anna-Maria con entusiasmo-. En Marcos 9:42 pone esto: «El que escandalice a uno de estos pequeños que creen en mí, más le valdría que le colgaran al cuello una rueda de molino de asno y que le tiraran al mar.»