Sven-Erik se sujetó el auricular entre el hombro y la oreja, y levantó a Manne, que se estaba restregando contra sus piernas.
– Hay paralelismos entre el evangelio según san Lucas y el de san Mateo -dijo Anna-Maria-. En el de Mateo se dice que los ángeles celestiales de los niños siempre ven la cara de Dios. Y cuando estuve mirando mi Biblia de la confirmación, en una nota ponía que era una frase de muchísima importancia porque los niños están bajo la protección especial de Dios. Según las creencias judaicas de entonces, todas las personas tienen un ángel que expone sus ruegos ante Dios y se supone que sólo los ángeles más elevados tienen acceso al trono de Dios.
– O sea, que lo que quieres decir es que alguien se lo cargó porque había seducido a un niño -dijo Sven-Erik pensativo-. ¿Estás diciendo que Viktor…?
Se quedó callado un momento y sintió la incomodidad de las palabras antes de seguir hablando.
– ¿… o sea, con las hijas de Sanna?
– ¿Por qué se saltó el principio? -dijo Anna-Maria-. En cualquier caso, Von Post tiene razón. Tenemos que hablar con las niñas de Sanna Strandgård. Puede que tuviera un motivo bastante bueno para odiar a su hermano. Tendremos que llamar a los del servicio de psiquiatría infantil y adolescente para que nos ayuden a hablar con las niñas.
Después de colgar, Sven-Erik se quedó sentado a la mesa de la cocina con el gato en el regazo.
«Joder -pensó-. Cualquier cosa menos eso.»
Cuando Rebecka llamó a la oficina parroquial de la Iglesia de Cristal a las ocho y cuarto de la mañana contestó Ann-Gull Kyrö, la secretaria de los pastores. Rebecka acababa de dejar a las niñas y andaba de camino al coche. Al preguntar por Thomas Söderberg oyó que la mujer que estaba al otro lado respiró hondo.
– Lo siento -dijo Ann-Gull-. Él y Gunnar Isaksson están en una reunión y no se les puede molestar.
– ¿Dónde está Vesa Larsson?
– Hoy está enfermo y tampoco se le puede molestar.
– Si no te importa, le quiero dejar un mensaje a Thomas Söderberg. Quiero que me llame a este número…
– Lo siento -la cortó Ann-Gull amablemente-, pero durante la Conferencia de los Milagros los pastores están muy ocupados y no tienen tiempo para llamar a la gente que pregunta por ellos.
– Bueno -intentó Rebecka-, el caso es que soy la representante de Sanna Strandgård y…
La mujer del otro lado volvió a interrumpirla. Ahora con cierta severidad en el tono.
– Sé muy bien quién eres, Rebecka Martinsson -dijo-. Pero como ya he dicho, los pastores no tienen tiempo durante la conferencia.
Rebecka cerró los puños.
– Les puedes decir a los pastores, de mi parte, que no voy a desaparecer sólo porque no me hagan caso -dijo colérica-. Voy a…
– No les voy a decir nada de tu parte -soltó Ann-Gull Kyrö-. Y no tienes con qué amenazarme, así que voy a cortar la conversación. Adiós.
Rebecka se quitó el auricular de la oreja y se lo metió en el bolsillo. Ya estaba junto al coche. Miró al cielo y dejó que los copos de nieve aterrizaran sobre sus mejillas. A los pocos segundos estaba mojada y fría.
«Cabrones -pensó-. No me retiraré como un perro acojonado. Hablaréis conmigo sobre Viktor. Os pensáis que no tengo nada con qué amenazaros, pero eso habrá que verlo.»
Thomas Söderberg vivía con su esposa Maja y sus dos hijas en un piso en el centro de la ciudad, encima de la tienda de ropa Centrum. Los pasos de Rebecka hacían eco en la escalera de la finca mientras subía a la primera planta. En la piedra marrón había fósiles de color en forma de concha. Los carteles con los nombres de los inquilinos eran de latón, impresos todos con el mismo tipo de letra cursiva y bien elaborada. Era una de esas fincas silenciosas en las que uno se imagina a los viejos encerrados en sus pisos con la oreja pegada a la puerta, preguntándose quién viene.
«Vamos -se animó Rebecka-. No vale la pena preguntarte si quieres hacer esto o no. Sólo es cuestión de quitártelo de encima. Como una visita al dentista. Abre la boca y pronto habrá terminado.» Puso el dedo sobre el timbre de la puerta en la que ponía Söderberg. Durante un segundo pensó que le abriría Thomas y tuvo que frenar el impulso de dar media vuelta y bajar corriendo las escaleras.
Fue Magdalena, la hermana de Maja Söderberg, quien abrió la puerta.
– Rebecka -fue lo único que dijo.
No parecía sorprendida. Rebecka tuvo la sensación de que la estaba esperando. Quizá Thomas le había pedido a su cuñada que se tomara el día libre en el trabajo y la había colocado allí como un perro guardián para proteger a su pequeña familia. Magdalena estaba como siempre. Llevaba el pelo corto, con el mismo práctico estilo de hacía diez años. Los vaqueros, pasados de moda, estaban metidos dentro de unos largos calcetines de lana tejidos a mano.
«Sigue con su estilo de siempre -pensó Rebecka-. Si hay alguien que nunca caerá en modernidades ni se pondrá tacones, ésa es Magdalena. Si hubiese nacido en el siglo XIX, iría siempre con un uniforme de enfermera almidonado y bajaría en bote de remos por los ríos hasta los pueblos dejados de la mano de Dios con la maleta llena de enormes jeringuillas.»
– He venido para hablar con Maja -dijo Rebecka.
– No creo que tengáis nada de qué hablar -dijo Magdalena sujetando el pomo con una mano mientras con la otra buscaba rápidamente apoyo en el marco de la puerta para que Rebecka no pudiese colarse.
Rebecka alzó el tono para que se la oyera dentro del piso.
– Dile a Maja que quiero hablar con ella sobre VictoryPrint. Quiero darle la oportunidad de convencerme para no ir a la policía.
– Voy a cerrar la puerta -dijo Magdalena, de malhumor.
Rebecka puso la mano en el marco.
– Me romperás los dedos -dijo con suficiente fuerza para que hiciera eco entre las paredes de piedra de la escalera-. Vamos, Magdalena. Pregúntale a Maja si quiere hablar conmigo. Dile que tiene que ver con sus acciones en la sociedad.
– Voy a cerrar -amenazó Magdalena abriendo la puerta un poco más, como si fuera a cerrarla de golpe-. Si no quitas la mano, será culpa tuya.
«No lo harás -pensó Rebecka-. Eres enfermera.»
Rebecka está hojeando una revista. Es del año pasado. No le importa. De todos modos, no la está leyendo. Al cabo de un rato vuelve la enfermera que la había recibido. Cierra la puerta tras de sí. Se llama Rosita.
– Estás embarazada, Rebecka -dice Rosita-. Y si tu decisión es abortar tendremos que reservar hora para el raspado.
Un raspado. Van a raspar a Johanna para quitársela.
Es al salir de allí cuando sucede todo. Antes de dejar la recepción se topa con Magdalena. Magdalena se queda de pie en medio del pasillo y la saluda. Rebecka se detiene y la saluda también. Magdalena le pregunta si va a ir al ensayo del coro el jueves y Rebecka responde esquiva y le pone excusas. Magdalena no le pregunta qué está haciendo en el hospital. Rebecka comprende entonces que Magdalena ya lo sabe. Todo lo que no se dice es lo que delata a una persona.
– Déjala pasar. Los vecinos se estarán preguntando qué ocurre.
Maja apareció por detrás de Magdalena. Los últimos años le habían dejado dos ángulos bien marcados en las comisuras de la boca. Se acentuaban al mirar a Rebecka.
– No hace falta que te quites el abrigo -dijo Maja-. No te quedarás mucho rato.
Se sentaron en la cocina. Era espaciosa, tenía armarios blancos nuevos y una isleta en el centro. Rebecka se preguntó si las niñas estarían en la escuela. Rakel debía de rondar los catorce y Anna debía de estar acabando la primaria. Aquí el tiempo también había pasado.
– ¿Preparo té? -preguntó Magdalena.
– No, gracias -respondió Maja.
Magdalena se desplomó en la silla otra vez. Las manos se apresuraron hacia el mantel a recoger unas migas que no existían.