– A veces hay que elegir entre seguir la voluntad del emperador o la de Dios -dice Thomas-. Le he dicho a Magdalena que lo entenderías. ¿Verdad, Rebecka? ¿O piensas denunciarla?
Rebecka niega con la cabeza. Magdalena parece aliviada. Casi sonríe. Maja no lo hace. Los ojos se le oscurecen cuando mira a Rebecka. Rebecka siente que se empieza a marear. Debería comer algo porque cuando lo hace se le suele pasar un poco.
«¿Se ocuparía ella de mi hijo?», se pregunta a sí misma.
– ¿Qué dices, Rebecka? -insiste Thomas-. ¿Me puedo ir de aquí con tu promesa de que anularás la visita al hospital?
Ya le vienen las náuseas. Surgen de repente, de abajo hacia arriba. Rebecka se levanta de un salto de la silla, golpeándose la rodilla contra la mesa, y sale disparada al baño. El contenido del estómago le repite con tanta fuerza que le duele. Cuando oye que se levantan en la sala de estar, cierra la puerta con pestillo.
A los pocos segundos están los tres al otro lado de la puerta. Llaman. Le preguntan cómo se encuentra y le piden que abra la puerta. Se le han taponado los oídos. No tiene fuerza en las piernas y se desploma sobre la taza del váter.
Al principio percibe que las voces del otro lado parecen preocupadas y le ruegan que salga. Incluso Maja recibe órdenes de acercarse a la puerta.
– Te he perdonado, Rebecka -dice-. Sólo queremos ayudarte.
Rebecka no contesta. Alarga la mano y abre los grifos al máximo. El agua resuena en la bañera, las tuberías hacen ruido y ahogan sus voces. Primero Thomas se irrita, después se enfada.
– ¡Abre! -dice gritando y golpeando la puerta-. Es mi hijo, Rebecka. No tienes ningún derecho, ¿me oyes? No permitiré que asesines a mi hijo. Abre antes de que eche la puerta abajo.
De fondo oye a Maja y Magdalena intentando calmarlo. Lo apartan de allí. Al final oye cerrarse la puerta de la entrada y pasos que se alejan escaleras abajo. Rebecka se hunde en la bañera y cierra los ojos.
Al cabo de mucho rato se vuelve a abrir la puerta de la casa. Sanna acaba de regresar. El agua de la bañera está fría desde hace tiempo. Rebecka se levanta y se va a la cocina.
– Lo sabías -le dice a Sanna.
Sanna la mira con culpabilidad en los ojos.
– ¿Me puedes perdonar? -responde-. Lo he hecho porque te quiero. ¿Lo entiendes?
– ¿Por qué estás aquí? -preguntó Maja.
– Quiero saber por qué murió Viktor -dijo Rebecka con severidad-. Sanna es sospechosa y está detenida, y a nadie parece importarle una mierda. La congregación sigue con sus bailes y sus encuentros para cantar himnos pero se niegan a colaborar con la policía.
– ¿Y qué quieres que te diga yo? -exclamó Maja-. ¿Crees que lo asesiné yo? ¿O Thomas? ¿Que le cortamos las manos y le sacamos los ojos? ¿Estás loca o qué?
– ¿Qué sé yo? -respondió Rebecka-. ¿Estaba Thomas en casa la noche que mataron a Viktor?
– Bueno, ahora ya te estás pasando -respondió indignada Magdalena.
– A Viktor le pasaba algo desde hacía un tiempo -dijo Rebecka-. Parece que estaba peleado con Sanna. Patrik Mattsson estaba enfadado con él y quiero saber por qué. ¿Tenía alguna relación con alguien de la congregación? ¿Con un hombre, quizá? ¿Por eso la casa de Dios está tan calladita?
Maja Söderberg se puso en pie.
– Pero ¿es que no me oyes? -gritó-. ¡No tengo la menor idea! Thomas era el mentor espiritual de Viktor. Y Thomas nunca revelaría nada de lo que le han contado en confesión en su calidad de pastor. Ni a mí ni a la policía.
– ¡Pero Viktor está muerto! -dijo Rebecka con un bufido-. Así que probablemente le importe un bledo que Thomas rompa el secreto de confesión. Creo que todos sabéis más de lo que queréis contar. Y estoy dispuesta a ir a la policía con lo que yo sé, y veremos qué otras cosas aparecen si abren una investigación en regla.
Maja le clavó la mirada.
– Tú estás tarada -exclamó-. ¿Por qué me odias? ¿Creías que nos iba a dejar a mí y a las niñas por ti? ¿Es por eso?
– No te odio -dijo Rebecka poniéndose en pie-. Me das pena. Nunca creí que te fuera a dejar. Nunca me creí que fuera la única, fue un golpe de mala suerte que te enteraras. ¿Soy la única de la que sabes algo o hay más…?
Maja se tambaleó. Levantó el dedo y señaló directamente a Rebecka.
– Tú -dijo, colérica-. ¡Tú, infanticida! ¡Fuera de aquí!
Magdalena acompañó a Rebecka hasta la puerta pegada a sus talones.
– No lo hagas, Rebecka -le rogó-. No vayas a la policía. ¿De qué serviría? Piensa en las niñas.
– Pues ayúdame -la cortó Rebecka-. Están a punto de meter a Sanna en la cárcel y nadie dice nada de nada. Y encima quieres que colabore.
Magdalena salió con Rebecka a la escalera y cerró la puerta del piso.
– Tienes razón -susurró-. A Viktor le pasaba algo últimamente. Estaba diferente. Más agresivo.
– ¿A qué te refieres? -preguntó Rebecka apretando el botón rojo iluminado para que se encendieran las luces.
– Bueno, ya sabes, su forma de rezar y de dirigirse a la congregación. Es difícil de explicar. Estaba como angustiado. A menudo rezaba por las noches en la iglesia y no quería la compañía de nadie. Antes no era así. Antes le gustaba que la gente lo acompañara en las plegarias. Ayunaba y esas cosas. A mí me daba la sensación de que estaba destrozado.
«Desde luego -pensó Rebecka recordando el aspecto que tenía en el vídeo-. Ojeroso. Fatigado.»
– ¿Por qué ayunaba?
Magdalena se encogió de hombros.
– Qué sé yo -dijo-. Algunos demonios sólo se pueden expulsar con el ayuno y las oraciones, según está escrito. Pero me pregunto si alguien sabe qué le pasaba de verdad. No creo que Thomas lo sepa, no estaban en muy buenos términos desde hacía un tiempo.
– Vaya, ¿y qué les pasaba? -preguntó Rebecka.
– Bueno, nada tan grave como para que Thomas matara a Viktor -dijo Magdalena-. Imagino que no lo estarás pensando en serio… Pero era como si Viktor estuviera evitando a todo el mundo. A Thomas también. Sólo te digo que dejes tranquila a esta familia. Ni Thomas ni Maja tienen nada que contarte.
– Y ¿quién lo tiene? -preguntó Rebecka.
Al ver que Magdalena no contestaba continuó:
– ¿Vesa Larsson, quizá?
Cuando Rebecka bajó a la calle le dio tiempo a pensar que debería dejar salir un momento a Chapi para que pudiera hacer pis antes de acordarse de que la perra había desaparecido. ¿Y si le había pasado algo? Por un momento se imaginó el pequeño cuerpo de Chapi congelado en la nieve. Las urracas o los cuervos le habían picoteado los ojos y un zorro se había comido los mejores trozos de su vientre.
«Se lo tengo que decir a Sanna», pensó, y el corazón le dio un vuelco.
Se cruzó con una pareja que llevaba un carrito de niño. La chica era joven. Quizá no llegaba a los veinte. A Rebecka le llamó la atención el deseo con el que le miraba sus botas. Pasó por delante del viejo Palladium. Todavía quedaban algunas esculturas del Festival de Nieve de finales de enero. En medio de la calle Geolog había tres estatuas de perdices de las nieves de medio metro, hechas de hormigón. Las habían instalado para cortar el tráfico. Las tres llevaban puesta una capucha para la nieve.
La desanimó sentarse en el coche sola. Se dio cuenta de que ya se había acostumbrado a las niñas y a la perra.
«Para», se exigió a sí misma.
Miró la hora. Ya eran las doce y media. En dos horas tendría que ir a recoger a Sara y a Lova. Les había prometido que por la tarde irían a la piscina cubierta. Debería comer algo antes. Por la mañana, a las niñas les había dado chocolate y unos sándwiches, pero ella sólo se había tomado dos tazas de café. Y quería hablar también con Vesa Larsson. Además, debería trabajar un poco. Se le empezó a encoger el estómago cuando pensó que aún no había acabado el informe sobre las nuevas reglas para pequeñas empresas.