Se metió en el Oso Negro y cogió una chocolatina, un plátano y una coca-cola. En la portada de uno de los periódicos de la tarde aparecía el titular «Viktor Strandgård asesinado por creyentes satánicos». Encima del texto ponía en letras casi ininteligibles: «Miembro anónimo de la congregación explica que…»
– Vaya, qué mano más fría -dijo la mujer a la que le dio el dinero para pagar.
Le cogió los dedos con su mano seca y caliente, y apretó un instante antes de soltar.
Rebecka le sonrió sorprendida.
«Ya no estoy acostumbrada a hablar con desconocidos», pensó.
El coche había tenido tiempo de sobra para helarse. Peló el plátano y se lo comió a grandes bocados. Los dedos se le enfriaron todavía más. Pensó en la mujer de la tienda. Rondaría los sesenta. Brazos fuertes y pecho exuberante bajo una rebeca de mohair de color rosa. Pelo corto con permanente y un peinado que había sido moderno en la década de los ochenta. Sus ojos eran amables. Después pensó en Sara y en Lova. En lo calientes que estaban cuando dormían. Y en Chapi, con su mirada de terciopelo y su pelo negro y lanudo. De repente le invadió la tristeza. Levantó la cara hacia el techo y se secó las lágrimas de las pestañas con el dedo índice para que no se le corriera el rímel.
«Déjalo», se riñó a sí misma y le dio al contacto.
Chapi está tumbada en la oscuridad. De pronto se abre la puerta del maletero y queda cegada por la luz de una linterna. El corazón se le encoge por el miedo, pero no intenta oponer resistencia cuando dos manos duras la agarran y la levantan. La falta de oxígeno la ha vuelto pasiva y dócil. Aun así, gira el cuello para mirar al hombre que la saca del coche. Le muestra toda la sumisión que puede mientras la cinta adhesiva le sujeta el hocico y las patas. En vano muestra el cuello y esconde la cola entre las patas de atrás. Porque no hay lugar para la compasión.
La casa de estilo funcional recién construida del pastor Vesa Larsson quedaba detrás de la universidad. Rebecka dejó el coche aparcado en la calle y contempló el imponente edificio. Los bloques geométricos de color blanco se fundían con el paisaje nevado de su alrededor. Con el tiempo que hacía era muy fácil pasar de largo con el coche si no fuera por las partes de unión que relucían esplendorosamente en rojo, amarillo y azul. Era evidente que la montaña nevada y los colores de los samis habían estado presentes en la cabeza del arquitecto.
Astrid, la esposa de Vesa Larsson, abrió la puerta. Detrás tenía un pequeño pastor Shetland que ladraba enloquecido a Rebecka. Cuando vio quién había llamado a la puerta, Astrid entornó los ojos y bajó las comisuras de la boca en una mueca de antipatía.
– ¿Y tú qué quieres? -preguntó.
Había engordado por lo menos unos quince kilos desde la última vez. Tenía el pelo mal recogido con una goma y llevaba unos pantalones Adidas y una sudadera desgastada. En un segundo analizó el aspecto de Rebecka: el abrigo largo de color camello, la bufanda suave de Max Mara y el Audi nuevo que había aparcado junto a la acera. Se le notó un atisbo de inseguridad en la mirada.
«Justo lo que me había imaginado -pensó Rebecka con maldad-. En cuanto tuvieron el primer hijo se descontroló.»
En aquella época Astrid estaba entrada en carnes, pero era bonita. Como el dibujo de un angelito rechoncho sobre una nube. Y Vesa Larsson era el pastor soltero por el que competían las chicas de la iglesia de Pentecostés que se morían por casarse.
«Es un alivio no tener que intentar querer a todo el mundo -pensó Rebecka-. La verdad es que ésta nunca me ha gustado.»
– He venido a ver a Vesa -dijo Rebecka entrando antes de que Astrid tuviera tiempo de responder.
El perro reculó acobardado, pero empezó a soltar unos ladridos tan intensos que le salían afónicos por el esfuerzo. Parecía como si tuviera una tos seca.
La casa no tenía recibidor. Toda la planta baja era una superficie diáfana y desde la puerta de entrada Rebecka podía ver la cocina, el comedor, los sofás delante de la chimenea y los impresionantes ventanales que daban a la nevada. Con buen tiempo se podía ver Vittangivaara, Luossavaara y la Iglesia de Cristal, en lo alto de Sandstensberget.
– ¿Está en casa? -preguntó Rebecka intentando hablar más fuerte que el perro, pero sin gritar.
Astrid contestó con un bufido.
– Sí, está en casa. ¡Cállate de una vez!
Esto último se lo dijo al perro enfurecido. Metió la mano en el bolsillo y sacó unas galletitas para perros y las tiró por el suelo. El perro se calló y se abalanzó sobre las golosinas.
Rebecka se metió el gorro y los guantes en los bolsillos del abrigo y lo colgó en una percha. Cuando se los fuera a poner otra vez estarían empapados, pero qué remedio. Astrid abrió la boca como para protestar, pero enseguida la volvió a cerrar.
– No sé si querrá recibirte -dijo rabiosa-. Tiene la gripe.
– Bueno, yo no me iré de aquí hasta que haya hablado con él -dijo Rebecka en un tono suave-. Es importante.
El perro, que ya se había comido las galletitas, fue adonde estaba su ama y empezó a montarle la pierna al mismo tiempo que se ponía a ladrar otra vez enfurecido.
– Para ya, Balú -protestó Astrid sin moverse-. No soy una perra.
Intentó deshacerse del perro, pero éste se sujetaba con fuerza a la pierna con las patas delanteras.
«Santo cielo, menudo elemento», pensó Rebecka.
– Lo digo en serio -dijo Rebecka-. Me quedaré a dormir en el sofá. Tendrás que llamar a la policía para que me echen.
Astrid se rindió. La combinación del perro y Rebecka era más de lo que podía soportar.
– Está en el estudio -le dijo-. Sube las escaleras y la primera puerta a la izquierda.
Rebecka subió los escalones de cinco zancadas.
– Llama antes -le gritó Astrid desde abajo.
Vesa Larsson estaba sentado delante de la chimenea de azulejos en un taburete forrado con piel de oveja. En uno de los azulejos de la chimenea había un texto escrito con letras verdes y elegantes que decía: «El Señor es mi pastor.» Era bonito. Probablemente lo habría escrito el propio Vesa Larsson. No estaba vestido, llevaba una bata de felpa y debajo un pijama de franela. Sus ojos parpadearon cansados ante Rebecka, parecían unos huecos grises por encima de la barba sin afeitar.
«Sin duda se encuentra mal -pensó Rebecka-, pero no es la gripe.»
– Así que has venido para amenazarme -dijo-. Vuelve a casa, Rebecka, No te metas en esto.
«Vaya -pensó Rebecka-. Han sido rápidos en avisar.»
– Bonito estudio -dijo, en lugar de responder.
– Mmm -dijo Vesa-. Al arquitecto por poco le da algo cuando le dije que quería parqué sin tratar aquí dentro. Dijo que no aguantaría ni cuatro días con la pintura, la tinta y lo demás. Pero ésa era la idea. Quería que fuera cogiendo una pátina especial fruto de las obras que voy haciendo.
Rebecka miró a su alrededor. El estudio era grande. A pesar del tiempo nevoso y seminublado que hacía fuera, la luz entraba a chorros por las grandes ventanas. Estaba bien ordenado. Delante de la ventana había un caballete con un lienzo cubierto. En el suelo no encontró ni una sola gota de pintura. Distinto era cuando trabajaba en el sótano de la iglesia de Pentecostés. Entonces tenía láminas esparcidas por todo el suelo y uno apenas se atrevía a moverse por miedo a volcar alguno de los cuantiosos tarros de cristal con aguarrás y pinceles que tenía por todas partes. Al cabo de un rato el olor a disolvente te provocaba un ligero dolor de cabeza. Aquí sólo se notaba el olor a humo de la chimenea. Vesa Larsson observó su mirada escrutadora y esbozó media sonrisa.
– Lo sé -dijo-. Cuando por fin consigues el estudio con el que todo el mundo sueña…
Acabó la frase encogiéndose de hombros.
– Mi padre pintaba al óleo, ¿sabes? -continuó-. La aurora boreal, los paisajes de Laponia y la casa de campo en Merasjärvi. Nunca se cansaba. Se negaba a buscarse un trabajo normal y corriente y se pasaba las horas con sus amigos empinando el codo. Me daba unas palmaditas en la cabeza y decía: «El chaval cree que va a ser camionero u otra cosa cualquiera, pero yo se lo he dicho: no te puedes escapar del arte.» Pero no sé, ahora me resulta más bien patético estar aquí sentado con mis sueños de pintor. No resultó tan difícil esquivar el arte como él decía.