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Se miraron un momento en silencio. Sin saberlo, los dos pensaban en el pelo del otro. Que antes era más bonito. Cuando se lo dejaban crecer con más libertad y descontrolado. Cuando era patente que quienes manejaban las tijeras eran los amigos.

– Bonitas vistas -dijo Rebecka-. Bueno, puede que ahora no mucho.

Lo único que se veía fuera era un telón de nieve que iba cayendo.

– ¿Por qué no? -dijo Vesa Larsson-. Puede que ésta sea la mejor vista. El invierno y la nieve son bonitos. Todo se vuelve más sencillo. Menos información entrante. Menos colores. Menos olores. Días más cortos. La cabeza puede descansar.

– ¿Qué le pasaba a Viktor? -preguntó Rebecka.

Vesa Larsson negó con la cabeza.

– ¿Qué te ha contado Sanna?

– Nada -respondió Rebecka.

– ¿Cómo que nada? -dijo Vesa Larsson, desconfiado.

– Nadie me dice una mierda -dijo Rebecka, enfadada-. Pero no creo que fuera ella la que lo hizo. A veces está en la luna, sí, pero no puede haberlo hecho.

Vesa Larsson se quedó en silencio mirando la nevada.

– ¿Por qué me dijo Patrik Mattsson que te preguntara a ti sobre la inclinación sexual de Viktor? -preguntó Rebecka.

Al ver que Vesa no contestaba, siguió preguntando:

– ¿Tenías una relación con él? ¿Le escribiste una postal?

«¿Me dejaste una nota de amenaza en el coche?», pensó.

Vesa Larsson respondió sin mirarla a los ojos.

– No pienso hacer ningún comentario respecto a eso.

– Pues vaya -dijo con dureza-. Pronto empezaré a creer que fuisteis vosotros, los pastores, quienes os lo cargasteis. Porque quería desvelar vuestros chanchullos económicos. O a lo mejor porque amenazó con contarle lo vuestro a tu mujer.

Vesa Larsson se tapó la cara con las manos.

– Yo no lo hice -murmuró-. Yo no lo maté.

«Me estoy saliendo del camino -pensó Rebecka-. Voy de aquí para allá acusando a todo el mundo.»

Se apretó el puño contra la frente, intentando hacer que se le ocurriera algo sensato.

– No lo entiendo -dijo-. No entiendo por qué insistís en no decir nada. No comprendo por qué alguien escondió el cuchillo en el sofá de Sanna.

Vesa Larsson se volvió de repente y se la quedó mirando, horrorizado.

– ¿Qué quieres decir? -preguntó-. ¿Qué cuchillo?

Rebecka ya se podría haber mordido la lengua.

– La policía no se lo ha comunicado a la prensa todavía -dijo-, pero encontraron el arma homicida en el piso de Sanna. En el cajón del sofá de la cocina.

Vesa Larsson seguía clavándole la mirada.

– Oh, Dios mío -dijo-. ¡Dios mío!

– ¿Qué pasa?

La cara de Vesa Larsson se convirtió en una máscara inerte.

– Ya he roto el secreto profesional una vez.

– ¡Que le den al secreto profesional! -exclamó Rebecka-. Viktor está muerto. Se la suda si rompes el secreto que tenías con él.

– Le guardo secreto profesional a Sanna.

– ¡Genial! -explotó Rebecka-. ¡A mí no me digáis nada! Pero estoy dispuesta a remover cielo y tierra para saber qué pasa. Y empezaré con la congregación y vuestros asuntos económicos. Después descubriré quién estaba enamorado de Viktor y a Sanna le sacaré la verdad esta misma tarde.

Vesa Larsson la miró atormentado.

– ¿Por qué no lo dejas, Rebecka? Vuelve a casa. No te dejes utilizar.

– ¿Qué quieres decir con eso?

Negó resignado con la cabeza.

– Haz lo que creas conveniente -dijo-. Pero no me puedes arrebatar nada que no haya perdido ya.

– Que os jodan a todos -dijo Rebecka con las pocas fuerzas que le quedaban.

– «El que de vosotros esté libre de pecado…» -dijo Vesa Larsson.

«Claro, claro -pensó Rebecka-. Yo soy una asesina. Una infanticida.»

Rebecka está en el cobertizo de su abuela cortando leña. No, «cortando» no es la palabra correcta. Ha seleccionado los troncos más grandes y pesados, y los parte en una especie de estado febril. Blande el hacha con todas sus fuerzas y la clava en la madera. Vuelve a levantarla con el tronco clavado en la hoja y lo remata golpeando la base contra un taco con todas sus fuerzas. El peso y la inercia hacen que el hacha penetre como una cuña. Ahora le toca tirar y hacer palanca. Al fin el tronco queda partido en dos. Parte una mitad en otros dos trozos y luego coloca otro tronco sobre el taco. El sudor le recorre la espalda. Le duelen los hombros y los brazos por el esfuerzo, pero no piensa parar. Si tiene suerte, la niña saldrá. Nadie ha dicho que no se puede cortar leña. Entonces puede que Thomas diga que no era la voluntad de Dios que la niña naciera.

«El bebé», se corrige Rebecka. No era voluntad de Dios que el bebé naciera. Aun así, por dentro sabe que es una niña. Johanna.

Cuando oye la voz de Viktor a su espalda se da cuenta de que ha estado allí, repitiendo su nombre varias veces sin que ella lo oyera.

Le resulta extraño verlo allí sentado, en la silla de madera rota que nunca echan al fuego. Ya no tiene respaldo y junto al borde de atrás del asiento sólo quedan los agujeros en los que iban anclados los palos. Lleva años esperando que hagan leña de ella.

– ¿Quién te lo ha contado? -pregunta Rebecka.

– Sanna -responde él-. Me ha dicho que te enfadarías muchísimo.

Rebecka se encoge de hombros. No tiene fuerzas para enfadarse.

– ¿Quién más lo sabe? -pregunta.

Ahora le toca a Viktor encogerse de hombros. Eso significa que se ha corrido la voz. Naturalmente. ¿Qué se había creído? Lleva la chaqueta de piel de segunda mano y una bufanda larga que le ha hecho una chica. Se ha peinado con la raya en medio y el pelo le desaparece por debajo de la bufanda.

– Cásate conmigo -le dice.

Rebecka lo mira estupefacta.

– ¿Estás mal de la cabeza?

– Te quiero -dice Viktor-. A ti y al bebé.

Huele a serrín y a madera. Fuera, se oyen las gotas que caen desde el tejado. Tiene un nudo en la garganta y le duele.

– ¿De la misma manera que quieres a todos tus hermanos y hermanas, amigos y enemigos? -dice Rebecka.

Como el amor de Dios. Igual para todos. Se reparte ya empaquetado a todos los que quieran ponerse a la cola. Quizá ése es el amor que la espera. Quizá debería coger lo que tiene al alcance.

Viktor parece cansado.

«¿Dónde te has metido, Viktor? -piensa-. Después de tu viaje hasta Dios hay tantísima gente haciendo cola para que les des un pedacito de ti.»

– Yo nunca te abandonaría -dice-. Lo sabes.

– No entiendes nada -dice Rebecka, ahora ya con lágrimas y mocos, sin poder evitarlo-. En cuanto te dijera que sí, me dejarías desamparada.

A las seis y media de la tarde Rebecka llegó a la comisaría con Sara y Lova. Habían pasado la tarde en la piscina cubierta.

Sanna apareció en la sala de visitas y miró a Rebecka como si ésta le hubiera robado algo.

– Vaya horas de llegar -dijo-. Empezaba a creer que me habíais olvidado.

Las niñas se quitaron la ropa de abrigo y se subieron a una silla cada una. Lova se reía porque se le había formado hielo en la parte del pelo que no le cubría el gorro.

– Mira, mamá -dijo sacudiendo la cabeza para que los trocitos de hielo tintinearan.

– Rebecka nos ha comprado salchichas con puré de patata después de la pisci -continuó Lova-. Y helado. Ida y yo vamos a jugar juntas el sábado. ¿Verdad, Rebecka?

Sanna le lanzó una mirada extraña a Rebecka y ésta pasó de explicarle que la madre de Ida era una antigua compañera de clase.