– Ya sé que no tenemos mucho contacto pero todavía eres mi mejor amiga. No sabía a quién llamar. Fui yo la que encontró a Viktor en la iglesia y… Pero quizás estés ocupada.
«¿Ocupada? -pensó Rebecka, sintiendo aumentar su confusión lo mismo que sube el mercurio en un termómetro caliente-. ¿Qué pregunta era ésa? ¿Es que Sanna podía pensar que alguien respondería a eso afirmativamente?»
– Por supuesto que no estoy ocupada si me llamas para eso -respondió suavemente, cubriéndose los ojos con la mano-. ¿Así que lo encontraste tú?
– Es horrible -la voz de Sanna era baja y uniforme-. Fui a la iglesia a las tres de la mañana. Aquella noche iba a venir a cenar a casa conmigo y las niñas pero no apareció y pensé que se habría olvidado. Ya sabes cómo es cuando está solo en la iglesia, se olvida del tiempo y del espacio. Le suelo decir que sólo se puede ser un cristiano así si se es joven, varón y no se tiene la responsabilidad de unos hijos. Yo, para rezar, tengo que aprovechar cuando voy al baño.
Se quedó callada un momento y Rebecka se preguntó si Sanna había decidido hablar de Viktor como si éste aún viviera.
– Pero me desperté a medianoche y sentí dentro de mí que había ocurrido algo.
Se interrumpió y empezó a tararear un salmo. «El Señor protege…»
Rebecka fijó la mirada en el titilante texto de la pantalla que tenía delante, pero las letras se separaban, se reagrupaban y creaban una imagen de la cara angelical de Viktor Strandgård cubierta de sangre.
Sanna Strandgård volvió a hablar. Su voz era tan débil como una ramita en septiembre. Rebecka reconocía aquella voz. El agua fría y negra se arremolinaba debajo de la plana superficie.
– Le habían cortado las manos. Y tenía los ojos… Todo era tan extraño… Cuando le di la vuelta tenía la parte de atrás de la cabeza totalmente… Creo que me estoy volviendo loca. Y la policía me está buscando. Vinieron a casa esta mañana, temprano, pero les dije a las niñas que se estuvieran calladas y no abrimos. La policía seguro que se cree que soy yo quien mató a mi propio hermano. Después cogí a las niñas y me fui de allí. Tengo miedo de venirme abajo. Pero eso no es lo peor.
– ¿No? -preguntó Rebecka.
– Sara venía conmigo cuando lo encontré. Bueno, Lova también pero estaba durmiendo en el trineo, fuera de la iglesia. Y Sara está conmocionada. No habla. Intento hablar con ella, pero no hace más que mirar por la ventana y ponerse el pelo detrás de las orejas.
Rebecka sintió un retortijón en el vientre.
– Por Dios, Sanna. Busca ayuda. Llama a atención psicológica y pide que te atiendan de urgencia. Tanto tú como las niñas podéis necesitar apoyo justo ahora. Sé que puede parecer dramático, pero…
– No puedo y tú lo sabes -gimió Sanna-. Mis padres van a decir que estoy loca e intentarán quitarme a las niñas. Ya sabes cómo son. Y la congregación está completamente en contra de psicólogos, de hospitales y de todas esas cosas. No lo entenderían nunca. No me atrevo a hablar con la policía, no harán más que empeorarlo todo. Y no quiero contestar al teléfono porque a lo mejor es un periodista. Ya fue bastante pesado al principio de la renovación de fe, cuando llamaba todo el mundo diciendo que Viktor alucinaba y que estaba loco.
– Pero debes comprender que no puedes esconderte -le suplicó Rebecka.
– No puedo más, no puedo más -dijo Sanna como para sí misma-. Perdóname por haberte llamado, Rebecka. Sigue trabajando.
Rebecka soltó para sí: «Me cago en la puta.»
– Voy para allí -suspiró-. Tienes que ir a la policía. Voy para allí y te acompañaré. ¿De acuerdo?
– De acuerdo -susurró Sanna.
– ¿Puedes conducir? ¿Puedes ir hasta la casa de mi abuela, en Kurravaara?
– Le puedo pedir a un amigo que me lleve.
– Bien. Allí no hay nadie en invierno. Llévate a Sara y a Lova. Ya sabes dónde está la llave. Enciende el fuego. Llegaré por la tarde. ¿Aguantarás hasta entonces?
Rebecka se quedó mirando fijamente el teléfono después de haber colgado el auricular. Se sentía vacía y confusa.
– Joder, es increíble -le dijo, rendida, a Maria Taube-. Ni siquiera necesita pedírmelo.
Rebecka se miró el reloj de pulsera y cerró los ojos. Respiró profundamente a la vez que levantaba la cabeza, expulsaba el aire por la boca y bajaba los hombros. Maria le había dicho que hiciera eso. Antes de negociaciones y de reuniones importantes. O cuando estuviera trabajando por la noche con un deadline que cumplir.
– ¿Cómo estás? -preguntó Maria.
– Creo que no quiero hacerme esa pregunta.
Rebecka sacudió la cabeza y posó la mirada en la ventana para evadirse de los preocupados ojos de Maria. Se mordía los labios por dentro. Había dejado de llover.
– Bonita, no deberías trabajar tan duro -dijo Maria suavemente-. A veces es bueno aflojar las riendas y gritar un poco.
Rebecka se apretó las rodillas con las manos.
«Aflojar las riendas -pensó-. ¿Qué pasa si una descubre que nunca deja de caer? Y ¿qué pasa si una no puede dejar de gritar? De pronto tienes cincuenta años. Hasta las cejas de drogas. Internada en un manicomio. Y con un grito que no calla nunca dentro de la cabeza.»
– Era la hermana de Viktor Strandgård -dijo, sorprendiéndose a sí misma de lo calmada que parecía-. Por lo visto, lo encontró en la iglesia. Parece que ella y sus hijas necesitan ayuda inmediatamente, así que cojo unos días y me voy para allá. Me llevo el ordenador y trabajaré desde allí.
– ¿Ese Viktor Strandgård era bastante importante en Kiruna, verdad? -preguntó Maria.
Rebecka asintió con la cabeza.
– Había tenido una experiencia cercana a la muerte y, después de eso, hubo una explosión religiosa allí arriba.
– Lo recuerdo -respondió Maria-. Escribieron de ello los periódicos sensacionalistas de la tarde. Había estado en el Cielo y explicó que uno no se hacía daño si se caía, por ejemplo, porque el suelo te acogía como en un abrazo. Me pareció estupendo.
– Mmm -continuó Rebecka-. Y dijo que lo habían enviado de nuevo a la Tierra para explicar que Dios tenía grandes planes para la cristiandad de Kiruna. Iba a haber una gran renovación religiosa que se extendería desde el norte por todo el mundo. Si las congregaciones se unían y creían, ocurrirían milagros y prodigios.
– ¿En qué creían?
– En la fuerza de Dios. En las visiones. Al final lo que ocurrió fue que los que creían todo eso se unieron y formaron una nueva congregación, la Iglesia de la Fuente de Nuestra Fortaleza. Y a partir de ahí, la roja Kiruna se convirtió en una comunidad religiosa. Viktor escribió un libro que fue traducido a un montón de idiomas. Dejó de estudiar y se puso a predicar. La congregación construyó una nueva iglesia, la Iglesia de Cristal, que debía recordar al templo y a las esculturas de hielo que construyen en Jukkasjärvi cada invierno. Sobre todo no tenía que recordar a la iglesia de Kiruna, cuyo interior es muy oscuro.
– Y tú, ¿qué? ¿Estuviste en todo eso?
– Yo pertenecía a la Iglesia de la Misión antes del accidente de Viktor. Así que estuve desde el principio.
– ¿Y ahora? -preguntó Maria.
– Ahora soy una infiel -sonrió Rebecka sin alegría-. Los pastores y el Consejo de Ancianos me invitaron a que dejara la congregación.
– ¿Por qué?
– Es una larga historia.
– De acuerdo -aceptó Maria-. ¿Qué crees que va a decir Måns cuando le digas con tan poco tiempo de antelación que te vas unos días?
– Nada. Sólo me matará, me descuartizará y echará mi cuerpo como comida a los peces de la bahía de Nybro. Tengo que hablar con él en cuanto llegue, pero primero voy a llamar a la policía de Kiruna para que no detengan a Sanna, porque no lo superaría.
El fiscal jefe en funciones, Carl von Post, estaba en la puerta de la iglesia, observando a las personas que recogían el cuerpo de Viktor Strandgård. El forense y médico jefe, Lars Pohjanen, como era habitual, fumaba un cigarrillo a la vez que murmuraba unas palabras a su asistente, Anna Granlund, y a los dos recios hombres de la camilla.