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«¿Por qué siento como si tuviera que disculparme y dar explicaciones? -pensó irritada-. No he hecho nada malo.»

– Me he tirado de cabeza desde el trampolín de tres metros -dijo Sara subiéndose al regazo de su madre-. Rebecka me ha enseñado.

– Qué bien -dijo Sanna, indiferente.

Ya estaba ausente. Era como si su cáscara se hubiese quedado en la silla. Ni siquiera pareció inmutarse cuando le contaron que Chapi había desaparecido. Las niñas se dieron cuenta y empezaron a parlotear. Rebecka se sentía incómoda. Al cabo de un rato Lova se puso en pie y empezó a saltar en la silla una y otra vez, mientras gritaba:

– Ida el sábado, Ida el sábado.

Arriba y abajo, arriba y abajo. Estuvo a punto de caerse varias veces. Rebecka se puso nerviosa. Si se caía, se podía golpear la cabeza en el alféizar de hormigón. Se haría muchísimo daño. Sanna no parecía darse cuenta.

«No me voy a meter», se aguantó Rebecka.

Al final Sara agarró a su hermana del brazo y le pegó un grito:

– ¡Deja de hacer eso!

Pero Lova se soltó como pudo y continuó saltando como si nada.

– ¿Estás triste, mamá? -preguntó Sara preocupada a la vez que abrazaba a Sanna por el cuello.

Sanna evitó mirar a Sara a los ojos mientras contestaba. Le acarició el pelo. Lo tenía rubio y brillante. Le arregló la raya y se lo pasó por detrás de las orejas.

– Sí -dijo en voz baja-, estoy triste. Ya sabes que a lo mejor voy a la cárcel y ya no podré ser vuestra mamá. Estoy triste por eso.

Sara se quedó blanca. Abrió los ojos como platos por el miedo.

– Pero si pronto volverás a casa.

Sanna le cogió la barbilla y la miró a los ojos.

– Si me condenan, no, Sara. Si me cae cadena perpetua, no saldré hasta que tú ya seas mayor y ya no necesites una mamá. O puedo ponerme enferma y morir en la cárcel.

Lo último lo añadió con una risa que no era tal.

Los labios de Sara se tensaron como dos rayas.

– Pero ¿quién nos cuidará? -susurró.

Y de pronto le pegó un grito a Lova, que seguía saltando una y otra vez desde la silla.

– ¡Te he dicho que dejes de hacer eso!

Lova paró al instante y se quedó sentada. Se metió media mano en la boca.

Rebecka fulminaba a Sanna con la mirada.

– Sanna está triste -le dijo a Lova, que estaba sentada sin decir nada, observando a su madre y a su hermana mayor. Miró a Sara y continuó-: Por eso dice esas cosas. Os prometo que no la meterán en la cárcel. Pronto estará en casa otra vez.

Se arrepintió en cuanto abrió la boca. ¿Cómo coño podía prometer algo así?

Cuando llegó la hora de irse, Rebecka les pidió a las niñas que salieran y que la esperaran en el coche. Le rechinaban los dientes por la rabia contenida.

– ¿Cómo eres capaz? -le soltó a Sanna con un bufido-. Hemos ido a la piscina y se lo han pasado bien durante un rato, pero tú…

Negó con la cabeza a falta de encontrar las palabras adecuadas.

– Hoy he hablado con Maja, Magdalena y Vesa. Sé que a Viktor le pasaba algo. Y tú sabes lo que era. Vamos, Sanna. Tienes que contármelo.

Sanna se quedó callada. Se apoyó contra la pared de cemento de color verde y empezó a mordisquearse la uña del pulgar, que ya estaba mordida. Su cara tenía una expresión reservada.

– Cuéntamelo de una puta vez -dijo Rebecka amenazante-. ¿Qué le pasaba a Viktor? Vesa me ha dicho que no puede romper el secreto de confesión que tiene contigo.

Sanna seguía sin decir nada. Se estaba destrozando la uña. Se mordió la cutícula hasta que se la arrancó y empezó a sangrar. Rebecka sudaba con el abrigo puesto. Le entraron ganas de coger a Sanna por el pelo y empotrarle la cabeza contra la pared. Más o menos tal como había hecho Ronny Björnström, el padre de Sara. Hasta que al final también se cansó de hacer eso y se largó.

Las niñas ya estaban esperando junto al coche. Rebecka pensó que Lova no llevaba guantes.

– Eres imbécil -dijo finalmente yendo hacia el coche.

Sanna ya no está en su celda. Ha cruzado el techo de hormigón y ha desaparecido. Se ha abierto paso entre los átomos y las moléculas, y ha salido al espacio exterior, por encima de las nubes de invierno. Ya se ha olvidado de la visita. Ya no tiene hijas. No es más que una niña pequeña. Y Dios es su gran madre, que la coge por las axilas y la levanta hacia la luz, haciéndole sentir un hormigueo en el estómago. Pero no la suelta. Dios no soltará a su niñita. Sanna no tiene por qué tener miedo. No se va a caer.

Curt Bäckström está delante del gran espejo que tiene colgado en la sala de estar escrutando cada centímetro de su cuerpo desnudo. La luz que lo ilumina le llega desde unas lámparas que ha cubierto con telas rojas transparentes y desde una veintena de velas que ha encendido. Las ventanas están cubiertas con sábanas negras que ha sujetado con grapas para que nadie pueda ver nada desde fuera.

La habitación tiene una decoración muy austera. No hay televisor, ni radio, ni microondas. Antes se ponía enfermo con las radiaciones y las señales que emitían. Se despertaba en mitad de la noche por las voces que le llegaban de los aparatos eléctricos, aunque estuvieran apagados. Ahora ya nada de eso puede perjudicarle y ha vuelto a enchufar la nevera y el congelador. La tele y la radio no las necesita para nada. Sólo dan basura depravada. Mensajes de Satanás día y noche.

Ve que está diferente. En las últimas veinticuatro horas ha crecido un decímetro. Y el pelo también le ha crecido a una velocidad de vértigo, pronto podrá recogérselo con una goma. Se ha peinado con la raya en medio y se inclina hacia el espejo. Tiene un parecido espeluznante con Viktor Strandgård.

Por un momento intenta comprobar si se puede ver a sí mismo en el espejo. Su antiguo yo. Quizá se le vislumbra algo en los ojos, pero desaparece enseguida. La imagen del espejo se deshace y se vuelve borrosa. Está totalmente transformado.

Tuerce las manos y se las enseña al espejo. La iluminación roja le permite ver sangre y aceite rezumando de las heridas que tiene en las palmas.

Sanna Strandgård debería estar aquí. Debería estar desnuda y de rodillas delante de él, recogiendo en una botellita el aceite que le cae de las manos.

Se la puede imaginar delante. Cómo enrosca lentamente el tapón en la botella verdosa. Tiene la mirada fija en la suya y sus labios pronuncian la palabra «rabbuni».

Sin duda, ha vacilado algunas veces. Ha dudado de ser realmente el elegido. O de tener en sus manos toda la fuerza de Dios. La última comunión fue casi imposible de soportar. Gente a su alrededor cacareando y bailando como gallinas, mientras él se volvía aún más parte de Dios. Las palabras le llegaban a cañonazos: «Éste es mi cuerpo. Ésta es mi sangre.» Había vuelto tambaleándose a su lugar con los oídos taponados. No oía el coro. Sus manos acumularon tanta fuerza que se las notó más gordas. La piel de los dedos se tensó como un globo. Se le puso lisa y brillante. Por un momento temió que se le fuera a agrietar, como las salchichas cuando hierven en una olla.

Al día siguiente se compró unos guantes del tamaño más grande que encontró. Tendrá que llevarlos también dentro de casa de vez en cuando. Hasta que llegue el momento de que los demás lo puedan ver.

Cuando fue a pagar los guantes, le invadió de pronto una sensación incómoda. La mujer del mostrador le sonrió. Desde hace mucho tiene la capacidad de distinguir espíritus y, cuando le dio el cambio, la mujer se transformó delante de sus ojos. Los dientes se le amarillearon, los ojos se le quedaron en blanco y se enturbiaron como cristal congelado. Las uñas rojas de los dedos que le daban el cambio crecieron hasta convertirse en garras.

Estuvo esperando en la parte trasera de la tienda durante horas. Pero después le llegó el mensaje de que no tenía que matarla, que debía guardar las fuerzas para algo más importante.

Ahora Curt se desplaza hasta el baño. A la luz de las velas el vapor se desliza por la bañera y se posa como el rocío sobre los azulejos blancos. El aire está espeso por el olor a cobre que desprende la sangre y por el olor ácido de la lana mojada.