En el tendedor de plástico blanco que hay encima de la bañera está colgado el cuerpo sin vida de Chapi. Tiene las patas traseras sujetas a las cuerdas de tender. La sangre va cayendo gota a gota en el agua. En el suelo, al lado de la bañera, está su cabeza. Todavía tiene el hocico atado con cinta adhesiva.
En cuanto se mete en el agua enrojecida siente cómo las propiedades de la perra le atraviesan el cuerpo. Las piernas se le vuelven ágiles y rápidas. Se le contraen sin parar dentro de la bañera. Podría ponerse en pie y batir el récord mundial de los cien metros lisos.
Y puede sentir a Sanna. Sus labios pegados a la oreja de la perra. Ahora es su oreja la que están tocando. Le susurra «te quiero».
De un tiempo a esta parte ya le ha cogido un conejo, un gato y hasta dos jerbos. Y su amor por él siempre ha ido en aumento.
Bebe el agua roja de la bañera a grandes tragos. Las manos le empiezan a temblar. Pierde el control por completo cuando Dios se encarga de todo.
Entonces Dios le agarra la mano y se la levanta. Unta los dedos en sangre como si fuera tinta y con letra desgarbada escribe algo en los azulejos de la pared. Las letras forman un nombre. Y luego:
LA PUTA DEBE MORIR
ATARDECIÓ
Y AMANECIÓ: DÍA QUINTO
Maja Söderberg está sentada a la mesa de la cocina en mitad de la noche. Bueno, decir sentada quizás es decir demasiado. Tiene el culo apoyado en la silla, pero el tronco descansa sobre la mesa y las piernas las tiene metidas debajo de la silla. Con una mano se sostiene la cabeza y tiene la mirada fija en el dibujo del hule, que crece y se encoge, desaparece y vuelve a aparecer. Delante de ella hay una botella de vodka. No ha resultado fácil para una bebedora ocasional como ella tomar tanto alcohol. Pero lo ha hecho. Primero lloraba y moqueaba. Pero ahora, ahora está mucho mejor. Ahora un alma benévola le ha puesto una inyección directamente en el cerebro.
De pronto oye los pasos de Thomas subiendo por la escalera. Los encuentros durante la Conferencia de los Milagros llevan su tiempo. Primero, los encuentros en sí acaban tarde. Después, la gente se sienta a charlar en la cafetería. Y siempre hay algunas almas entregadas que se quedan más rato para rezar de madrugada. Es importante que Thomas esté presente. Ella lo entiende. Ella lo entiende todo.
Oye cómo pisa los escalones con cuidado para no molestar a los vecinos en mitad de la noche. Es tan asquerosamente atento. Con los vecinos.
Sus pasos despiertan la ira de ella.
«Fuera», dice. Pero la ira no se vuelve a dormir. Se ha despertado y está tirando de la cadena que la mantiene atada. «Suéltame -balbucea-. Suéltame y acabaré con él.»
Y de pronto está allí de pie, junto a la mesa. Los ojos y la boca se le bloquean, horrorizados por la imagen. Tiene una cara de lo más ridícula. Tres agujeros boquiabiertos bajo la gorra de piel. Maja esboza una mueca de media sonrisa. Tiene que palparse la boca con la mano. Sí, tiene la boca torcida. ¿Cómo ha llegado hasta allí?
– ¿Qué haces? -pregunta él.
¿Que qué hace? ¿Acaso no lo ve? Emborracharse, está claro. Se ha ido hasta el Systembolaget a comprar bebida y se ha gastado la semanada en alcohol.
Thomas empieza a acusarla y a hacerle preguntas. ¿Dónde están las niñas? ¿No entiende lo pequeña que es esta ciudad? ¿Cómo va a explicar que su mujer compre alcohol en el Systembolaget?
Y en ese momento a Maja se le abre la boca y empieza a dar berridos. El letargo que le invadía la boca y el cerebro desaparece de golpe.
– ¡Cierra la boca, cabrón! -grita-. Rebecka ha estado aquí. ¿Te enteras? Me van a meter en la cárcel.
Thomas le dice que se calme. Que piense en los vecinos. Que son un equipo, una familia. Que lo superarán juntos. Pero ahora ella ya no puede dejar de gritar. Empiezan a brotar de su boca maldiciones y juramentos que nunca antes había podido pronunciar. Puto cabrón. Hipócrita de mierda. Hijo de la gran puta.
Mucho después, cuando se ha asegurado de que Maja duerme como una marmota, coge el teléfono y hace una llamada.
– Es Rebecka -dice pegado al auricular-. No puedo permitir que siga haciendo lo que le dé la gana.
VIERNES, 21 DE FEBRERO
Había dejado de nevar y se había levantado viento. Un viento molesto, rápido y helado que barría bosques y carreteras. Avanzaba dejando una estela de nieve en polvo y cubría todo el paisaje con un grueso manto uniforme. El tren de la mañana que iba a Luleå se quedó atrapado durante varias horas, y en los edificios de viviendas los montones de nieve volvían a cubrir las rampas de los aparcamientos y a bloquear las puertas de los garajes. El viento daba la vuelta a las esquinas de las casas a la caza de nieve virgen y se escurría por el cuello de los abrigos de los repartidores de periódicos, que no dejaban de maldecirlo.
Rebecka Martinsson caminaba con esfuerzo hacia la casa de Sivving. Iba con los hombros inclinados contra el viento y mantenía la cabeza agachada como un toro a punto de embestir. El viento le escupía nieve a la cara y apenas veía nada. En un brazo llevaba a Lova como si fuese un fardo y en la otra mano la mochilita vaquera de color rosa de la niña.
– Yo también puedo caminar -se quejó Lova.
– Lo sé, bonita -dijo Rebecka-. Pero no tenemos tiempo. Vamos más deprisa si te llevo yo.
Abrió la puerta de Sivving con el codo y dejó a Lova en el suelo del recibidor.
– Hola -gritó, y al instante le respondió Bella con unos ladridos de entusiasmo.
Sivving apareció en la puerta que bajaba al sótano.
– Gracias por quedártela -dijo Rebecka, buscando aliento mientras en vano intentaba quitarle a Lova los zapatos sin desatarlos-. Vaya idiotas. Ya me lo podrían haber dicho ayer cuando la fui a buscar.
Al llegar a la guardería con Lova se había encontrado con que el personal tenía jornada de planificación y que los niños no podían estar allí. Y sólo faltaba una hora para la vista oral donde se discutiría la prisión preventiva. Ahora tenía prisa de verdad. Dentro de poco el viento habría echado tanta nieve sobre el coche que quizá no lo podría sacar. Y entonces no llegaría a tiempo ni en sueños.
Intentó desatarle los cordones a Lova, pero Sara le había hecho nudos dobles cuando ayudó a su hermana a atárselos.
– Déjame a mí -dijo Sivving-. Tú tienes prisa.
Levantó a Lova y se sentó, con ella en el regazo, en una sillita verde de madera que desapareció por completo debajo de su corpachón. Con paciencia comenzó a deshacer los nudos.
Rebecka lo miró agradecida. Las carreras de la guardería al coche y del coche hasta la casa de Sivving la habían hecho acalorarse y sudar. Sentía que la blusa se le pegaba al cuerpo, pero no tenía tiempo de ducharse y cambiarse de ropa. Le quedaba sólo media hora.
– Te quedas con Sivving y dentro de un rato vengo a buscarte, ¿vale? -le dijo a Lova.
Lova asintió con la cabeza y levantó la cara hacia Sivving hasta verle la barbilla por debajo.
– ¿Por qué te llamas Sivving? -le preguntó-. Es un nombre raro.
– Sí, es raro -dijo Sivving riéndose-. En realidad me llamo Erik.
Rebecka lo miró sorprendida y se olvidó de que tenía prisa.
– ¿Qué? -dijo-. ¿No te llamas Sivving? Y ¿por qué te llaman así?
– ¿No lo sabes? -dijo Sivving con una sonrisa-. Fue mi madre. Estaba estudiando para ingeniero de caminos, canales y puertos en la Escuela Técnica Superior de Estocolmo. Después volví a casa y me iba a poner a trabajar para LKAB. Mi madre no cabía en sí misma de lo orgullosa que estaba, claro. Había tenido que aguantar bastantes memeces por parte de los vecinos del pueblo cuando me mandó a estudiar. Decían que sólo la gente fina enviaba a sus hijos a estudiar fuera y que ella no debía tener esos aires de grandeza.